25
Ched el Salvador y sus compañeros habían preparado cuidadosamente su expedición. Según las indicaciones de la policía, la casa sospechosa, situada en un barrio humilde en donde vivían los estibadores y los empleados del puerto, albergaba a un sirio al cual se creía culpable de contrabando de jarrones preciosos procedentes de Asia. Acusado en dos ocasiones, el comerciante había protestado de manera vehemente y probado su inocencia. Sin embargo, los agentes de aduanas no lo perdían de vista. Los testimonios de los vecinos no eran más favorables. En ciertas épocas, el tipo recibía muchos visitantes, en otras, no salía de casa. Era poco hablador, no se relacionaba con nadie y disfrutaba de los servicios de un guardia que iba armado con una porra. De manera reciente, el sirio había comprado la casa que lindaba con la suya, ampliando así su residencia. Almacenaba en ella mercancías bajo la protección de un segundo guardia tan desagradable como el primero. No tenía esposa ni hijos. De unos cincuenta años de edad, amante de las buenas costumbres, el mercader vendía sus productos, sobre todo figurillas, muebles y telas a las familias acomodadas de Menfis. Y nadie lo acusaba de practicar magia negra.
—No es el perfil que buscamos —opinó Nemo mientras masticaba una cebolla.
—Se trata de una red siria —comentó Ched—. Seguramente este comerciante sea un intermediario que contrató a unos estibadores para servir de escolta al verdadero jefe.
—Y acabaron carbonizados —les recordó Ruty—. ¿Por el poder del jarrón o del brujo?
—¿Por qué no de los dos? —dijo inquieto Nemo—. No soy miedoso, pero este asunto me supera. No hay nada de lo que alegrarse.
—Aceptaste esta misión —le precisó Ruty—. El rey no minimizó los riesgos.
—Tendremos derecho a expresarnos, ¿o no?
—Ya os enzarzaréis más tarde —les ordenó Ched—. Se ha acabado la vigilancia, eliminaremos a los dos guardias y entraremos. Nemo, tú te encargas del primero; Uges, del segundo. Si el mercader ha previsto un dispositivo de seguridad adicional, nos encargaremos Ruty y yo. Nos reagruparemos delante de la entrada principal.
A Nemo le gustaban los planes sencillos. Recorrió la callejuela a buen paso y caminó directo hacia el guardia del anexo, quien, gracias a la luz cambiante del crepúsculo, no lo vio hasta el último instante. Inquietándose de repente, blandió su porra. Nemo agarró el brazo de su adversario, le arrancó el arma y lo dejó inconsciente.
—Tú —le dijo escupiendo un trozo de cebolla— no tienes ningún poder mágico.
En ese mismo momento, Uges se presentaba frente al guardia del domicilio principal. Apareció una porra pesada, amenazante.
—¡Largo, chaval! Mi jefe no está en casa. De todas formas, no recibe a tipos como tú.
—Me estás haciendo enfadar.
El guardia no vio la cabeza, fuerte como la de un carnero. Lo golpeó en el pecho con tal violencia que se desplomó medio muerto.
—Podría haberte zurrado con menos fuerza —masculló Uges—, pero me has hecho enfadar.
No se produjo ninguna reacción a la eliminación de los dos guardias.
Los cuatro hombres se reunieron en el sitio previsto.
—¿Quién se ocupa de la puerta?
—Necesito actividad —zanjó Ruty.
Al verlo, a pesar de una buena musculatura, era imposible imaginarse la explosión de violencia de la que era capaz. Tomó tres pasos de impulso y, de un golpe de hombro, desencajó el batiente de madera. Con el talón, Uges derribó lo que quedaba de la puerta.
Ched, tenso, fue el primero en traspasar el umbral, consciente de penetrar en un mundo peligroso.
Una lámpara de aceite difundía una luz pálida. Posada sobre una extraña columna con fuste en espiral, había una oca atada con el cuello cortado, símbolo del miedo. A lo largo de las paredes, se veían unas banquetas cubiertas de telas rojas. En el centro de la habitación había dibujada una enorme llama del mismo color. Despedía un olor acre.
Uges se arrodilló y pasó un dedo por ella.
—Sangre.
La llama cobró vida y el fuego lamió los brazos de Uges, que fue incapaz de moverse, y las banquetas comenzaron a arder.
—¡Salid de aquí! —les ordenó a los demás.
Uniendo fuerzas, sus tres compañeros trataron de tirar de él hacia atrás. El incendio se propagó a una velocidad imposible por toda la casa, cuyo techo se desmoronó.
Sejet no se esperaba un recibimiento así.
Con el rostro serio, dos sacerdotisas de Sejmet la condujeron a una de las salas del templo que hasta ese momento habían permanecido cerradas para ella.
Golpearon tres veces juntas la puerta de madera dorada. Las hojas de ésta se abrieron con lentitud y Sejet descubrió una sala de columnas en donde se hallaban sentadas las ritualistas de la temible diosa. A oriente se encontraba la superiora, vestida con un largo hábito de un rojo vivo y con una diadema de oro como tocado. Nunca había mostrado una mirada tan penetrante.
Desconcertada, la joven tenía a un tiempo ganas de huir y de comprender la razón de su presencia en aquel lugar prohibido.
—Te hallas en la encrucijada —declaró la superiora—. ¿Te conformas con tu saber o deseas cruzar la frontera que te separa del misterio?
Sejet cerró los ojos con el fin de sentir mejor la importancia de aquella pregunta. Tras haber recibido de la luz lunar un papiro de medicina de una incomparable riqueza, contaba con profundizar en aquellas enseñanzas durante años, no se esperaba aquella increíble proposición.
Casarse con Setna, crecer como terapeuta, fundar una familia, disfrutar de las pequeñas dichas de lo cotidiano, enfrentarse a las inevitables dificultades…, ¿no se contentaba Sejet con ese destino? Cruzar la frontera que mencionaba la superiora implicaba correr un riesgo que tal vez la destruyera. ¿Era capaz la joven de enfrentarse al misterio?
La superiora no manifestó ninguna impaciencia, puesto que le concedió a su discípula el tiempo necesario para resolver su debate interior.
Había vivido una infancia aplicada, experimentado las ganas de comprender los fenómenos vitales, unos estudios que la habían entusiasmado, la entrada al templo, la curación de sus pacientes… Si rechazaba proseguir con la aventura, Sejet se habría traicionado a sí misma.
—Deseo ir más allá —declaró.
—Este camino no es sólo riguroso —le reveló la superiora—, tal vez sea mortal. ¿Lo aceptas?
Consciente del peso de aquellas palabras, Sejet se tomó un momento para reflexionar. ¡No tenía ningunas ganas de morirse ahora que iba a casarse! Pero aquella prueba aterradora, ¿no iluminaría su vida? Y ¿no se lamentaría eternamente de haber renunciado?
—Lo acepto —concluyó la joven.
Dos ritualistas que precedían a la superiora condujeron a Sejet a una capilla sumida en la oscuridad.
—He aquí la etapa decisiva —anunció la septuagenaria—. Haz frente a tu destino, Sejet.
La puerta volvió a cerrarse.
Al principio, no vio nada; luego una luz roja, intensa, la cegó.
Y apareció el rostro de una leona. Una cabeza de fiera salvaje en un cuerpo de diosa que sujetaba el cetro «potencia» y estaba coronada con un enorme sol que brilló en el seno de las tinieblas.
Sejet tuvo miedo de ser devorada, pero no había ningún lugar en donde refugiarse. Así pues, se enderezó frente a la terrible Sejmet, la dueña de todos los poderes.
La leona avanzó. Con su mano cogió la de la adepta. Sejet tuvo la sensación de ser arrojada al corazón del sol, sin notar su fuego. Como si viera por los ojos de la fiera, recorrió el desierto de Nubia en busca de los humanos rebelados contra la luz y los devoró uno tras otro.
Harta de ello, tuvo sed. El dios Thot, de cabeza de simio, le ofreció una copa llena de un líquido rojo, la sangre de los hombres. Sejet lo bebió, deleitándose con una cerveza tostada elaborada por el dios. Su furia se apaciguó y, de leona, se convirtió en gata, dulce y pacífica, aunque, no obstante, conservaba la vivacidad felina y la mirada penetrante.
—Has vivido la misión que cumplió Sejmet conforme a las instrucciones de la luz divina —reveló la superiora al tomar de nuevo la copa—. De ahora en adelante, percibirás, a lo largo de tu camino, los secretos de la vida y de la muerte. Y, si tienes fuerzas para ello, dispondrás de los poderes de Sejmet.
La estatua de basalto siguió mirando fijamente a Sejet, quien regresaba poco a poco a su cuerpo.
—Muchos no han sobrevivido a esta prueba —le indicó la superiora—. Ahora puedes dirigirte a la Terrible. Ella te dará las respuestas.