30
—¡Lo tenemos! —exclamó Nemo.
—Primero hay que encontrarlo —lo corrigió Ruty.
—Creo que Uges tiene unas ganas particulares de hacerlo, ¡y vamos a echar el resto!
Ched asintió.
—Vuestra intervención ha sido decisiva —les dijo a Setna y a Sejet—. Sin vosotros, no podría haber ido más allá.
—Te enfrentas a un temible adversario —opinó el escriba—. Una banda de sirios ayudada por un mago negro, ¿acaso pone nuestra seguridad en peligro?
—Lo siento, amigo mío, mis labios están sellados.
—Buena suerte, Ched.
—Y vosotros dos, ¡sed felices!
Viento del Norte retomó el camino hacia la finca de Keku.
—Cuando pronunciabas la fórmula del conjuro —indicó la joven—, tu amuleto brilló. Es un león, ¿verdad?
—El Calvo me lo dio antes de expirar y me pidió que lo protegiese, ya que se transmite de generación en generación.
—Está lleno de poder —comentó Sejet—. El león es el inflexible guardián de los templos, devuelve su actividad al aire luminoso que crea la vida. Tu maestro te tenía en alta estima. Ese Libro de los ladrones que citaste y cuya existencia parece ignorar Ched, ¿de qué trata?
—Según el Calvo, es un texto maldito que indica el emplazamiento de las tumbas y de los tesoros. Debería haber sido destruido, pero fue robado por un mago. Mi maestro no tuvo tiempo de descubrir su identidad.
La mirada de Sejet se ensombreció.
—Te confió esa peligrosa tarea, ¿no es así?
—«Sufrirás pruebas aterradoras», predijo. Si no me abandonas, ¿a qué puedo tenerle yo miedo?
A modo de respuesta, Sejet lo obsequió con un beso apasionado. Viento del Norte esperó pacientemente a que acabaran aquellas efusiones.
Mientras se terminaba una pequeña ánfora de un tinto suave, una delicia para el estómago, el Viejo no disimuló su satisfacción al ver al trío. Y el perro Geb agitó la cola.
—¡Por fin, de vuelta! Empezaba a estar preocupado, y también vuestro padre, Sejet. La comida está lista. Espero que no hayáis tenido ningún problema.
—Todo bien —afirmó la joven—. Setna, quédate a cenar.
El Viejo había preparado un menú ligero: puerros a la vinagreta, pintada asada, judías y sandía. De primero, un blanco joven, casi espumoso, para liberar las papilas, luego un tinto de una buena región que favorecía la digestión y garantizaba un sueño apacible.
El majestuoso Keku los recibió y le dio un beso a su hija.
—¿Algún problema?
—Un maleficio que destruir —respondió Sejet—. Setna ha utilizado las fórmulas precisas.
—Y vuestra hija ha hecho lo esencial —puntualizó el escriba—. Sin ella, habría fracasado.
—¡Un maleficio! —dijo Keku sorprendido—. ¿De qué naturaleza?
—El jeroglífico de la llama animada de una fuerza destructora. Provocó un incendio y estuvo a punto de matar a varios hombres.
—¡Qué espanto! ¿Habéis descubierto al autor de esa fechoría?
—Kalash, un sirio probablemente —le reveló la joven—. ¿Te resulta familiar ese nombre?
—No, no me dice nada.
—¿Podría ser que dirigiera una banda de ladrones? —aventuró Setna.
—Si trabaja en el puerto, la policía no tardará en detenerlo y pondrá fin a este siniestro asunto. Sentémonos y disfrutemos de esta rica cena.
Mientras el Viejo alimentaba a Viento del Norte, ávido de pan mojado en cerveza, los comensales dieron buena cuenta de los platos, de una frescura y calidad excepcionales.
—Le he escrito al general Ramesu —anunció Keku—, y espero haber utilizado un tono apaciguador. No obstante, Setna, es posible que sólo una negociación directa y las explicaciones que se dan los hermanos calmen su resentimiento.
—Podéis contar conmigo. Después de los funerales de mi maestro, saldré hacia la capital.
—Bueno, abuelito, ¿nos tenemos en pie? —preguntó Nemo.
Uges se incorporó con orgullo.
—Tengo hambre.
—Nosotros también.
Los cuatro compañeros devoraron el pescado ahumado, unas tortas de espelta, carne y un caldo de lentejas.
—Tenemos una buena noticia —reconoció Ruty mientras se bebía un cuenco de leche—. Sabemos el nombre del cabrón que quería asarnos.
—No me lo creo… —murmuró Uges, a quien le brillaron los ojos.
—Kalash, un comerciante sirio conchabado con los estibadores.
—Una vueltecita por el puerto acabará de sanarme.
—¿Estás seguro de haberte recuperado? —le preguntó Nemo con inquietud.
De un solo puñetazo, Uges destrozó una mesa baja, que se desmembró en cuatro trozos.
—Me parece que sí. ¿Nos movemos?
Muy animado, el comando abandonó el cuartel y se dirigió al puerto.
—Nada de violencia gratuita —recomendó Ched—. La prioridad es obtener información fiable.
—Estate tranquilo —le aseguró Uges, que se sentía en plena forma—. No te habrás olvidado de darle las gracias en mi nombre a la belleza a quien le debo la vida, ¿verdad?
—Se alegra de tu recuperación.
—¡Menuda chavala! Envidio al chico al que admita en su cama.
—Sejet va a casarse con mi amigo Setna.
—¡Pues menuda suerte se gasta!
Los cuatro hombres se detuvieron para observar la actividad del puerto. Dos barcos de carga zarpaban y los estibadores descargaban otros cuatro. Se daban voces, resonaban las órdenes, intervenía un jefe de cuadrilla y se retomaba el ir y venir.
Ched y sus tres compañeros cruzaron el umbral de la capitanía, que estaba lleno de escribas contables que se ocupaban de comprobar la relación de las mercaderías embarcadas. Ninguna mercancía escaparía a la tasación.
—¡Está prohibida la entrada! —exclamó un funcionario, que se incorporó de un salto.
—Venimos a ver a tu jefe —declaró Ched con calma.
—Imposible, está ocupado.
—El servicio del rey no espera.
—A mí vosotros no me conocéis y…
—Me estás enfadando, hombrecito —zanjó Uges—, y tenemos prisa.
Como se temía un incidente grave, el funcionario dejó de resistirse y corrió a avisar a su superior, un presumido de pelo engominado.
—¿En qué puedo serviros?
Ruty cerró la puerta del despacho. Las ventanas de éste daban al puerto.
—No me hacen mucha gracia esos modales y…
—Cállate y escucha —le recomendó Ched.
El Salvador mostró la tablilla oficial que le otorgaba plenos poderes.
—En ese caso… —admitió el engominado.
—Estamos buscando a un tal Kalash.
—¿El mercader sirio?
—Exacto.
—Es un profesional serio, ¡por encima de toda sospecha!
—Fue acusado de tráfico ilegal.
—¡Pero fue completamente exculpado! En mi opinión, no hay nada que reprocharle.
—Ah, ¿eso crees? —le espetó Uges, visiblemente molesto.
—Os aseguro…
El pelirrojo agarró al engominado por el cuello de la túnica y lo alzó por los aires.
—¿No serás un poco cómplice suyo?
—¿Qué delirio es éste?
—Tu Kalash es un asesino y tenemos orden de arrestarlo. O hablas o te estrellas contra el muelle.
El director de la capitanía comprendió que el torturador no estaba bromeando. Ched habría deseado más tacto, pero Uges había estado tan cerca de la muerte que se le podían perdonar ciertos excesos.
—Dejadme en el suelo, ¡hablaré!
Ched asintió, y el pelirrojo devolvió al engominado al suelo.
—Procura no mentir —le recomendó Ruty—. Mi camarada odia a los mentirosos y los huele como un perro de caza.
El engominado agachó la cabeza para rehuir la mirada de Uges.
—Kalash compró un barco ligero anteayer, contrató a diez marineros y abandonó Menfis.
—¿Su destino?
—Tebas.
Tebas, la gran ciudad del sur, la ciudad santa del dios Amón.
«Qué extraño —pensó Ched—; ¿por qué el mercader no trató de llegar a su Siria natal?».
Fisonomista y buen dibujante, se hizo con un cálamo, un trozo de papiro y esbozó un retrato.
—¿Conoces a este hombre? —le preguntó al presumido.
—Acompañaba a Kalash, aunque ignoro su nombre.
Así pues, ¡el jefe del catastro a la fuga era cómplice del mago sirio! La investigación tomaba un buen cariz.
Desconfiado, Uges agarró el pelo del engominado.
—¿Nos lo has dicho todo?
—¡Sí, sí, lo juro!
—Eso espero, por tu bien.
Sólo quedaba una opción: fletar un buque militar y poner rumbo a Tebas para interceptar al mago sirio y a sus acólitos.