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El Viejo estaba furioso. ¡Pedirle que organizase un banquete en menos de cuarenta y ocho horas, con la presencia de los dos hijos de Ramsés…! ¿Acaso su jefe se había vuelto loco? Sólo un tinto que databa del primer año del monarca le permitió no sumirse en la depresión: su buqué carnoso le devolvió un vigor capaz de derribar cualquier obstáculo. Y un huracán se abatió sobre la finca de Keku: del huerto a las cocinas, de la bodega al vergel, el Viejo exigió los mejores productos, sin olvidar la carne que llevaba el carnicero y los pescados que proponía el pescador.
Al acercarse el crepúsculo y la llegada de los invitados, quedaban muchos detalles por resolver, pero el enorme comedor, adornado con flores, ofrecía un aspecto distinguido. Había copas en cada mesa y el aire poseía un delicado aroma. Una legión de sirvientas y sirvientes estaba lista para satisfacer los más mínimos deseos de los invitados.
A lo largo de la alameda que conducía al porche de entrada a la sala del banquete, unas lámparas iluminaban el camino. Justo cuando el Viejo comprobaba la calidad de los vinos, llegaron las primeras parejas, ataviadas con ropa de gala y peinadas con las últimas pelucas de moda.
Keku recibió a sus invitados. Para cada uno de ellos escogía las palabras más pertinentes. A excepción del alcalde de Menfis, que estaba de viaje, no faltó ni un notable a la cita, y sus esposas rivalizaban en elegancia. Todos deseaban conocer a los dos hijos del rey y granjearse el favor del futuro ministro de Economía. Aquella noche, Geb, el perro guardián de la finca, se ahorró los ladridos al percibir los gratos olores que procedían de las cocinas; se le hacía la boca agua al pensar en aquel festín del que lo harían partícipe. Los bromistas de los monos verdes, por su parte, ya habían robado fruta y no tenían intención de quedarse por allí. En cuanto a los gatos, no tendrían que irse de caza, ya que su único pesar consistía en elegir entre la carne y el pescado. El Viejo no intervenía porque consideraba que los animales tenían derecho a los platos de excepción.
Acompañado por una chica de sonrisa inalterable, Ched el Salvador no dejaba de tener buena presencia.
—Mi enhorabuena al nuevo director de la Casa de las armas —dijo Keku—, y gracias por haberme honrado aceptando mi invitación.
—Vuestros banquetes son los más concurridos de Menfis, ¡no me lo habría perdido por nada del mundo! Corre el rumor de que Ramesu y Setna serán vuestros invitados…
—Espero su llegada, en efecto.
—Conozco a Setna, ¡no saldrá de su biblioteca!
Las miradas se volvieron hacia la alameda para observar los andares marciales de Ramesu, primogénito de Ramsés el Grande.
Keku se inclinó ante él.
—Me siento muy honrado, general. Vuestra presencia en mi modesta morada me llena de alegría.
—No veo a vuestra hija.
—Os reserva una sorpresa.
Ramesu sonrió contento: por fin Sejet dejaba aquel combate inútil y se rendía a su vencedor. A la salida del banquete, la llevaría consigo a Pi-Ramsés y la presentaría en la corte antes de celebrar su matrimonio.
Ramesu ocupó el lugar de honor, a la derecha del señor de la casa, quien, al sentarse, señalaba el inicio de la fiesta.
Un asiento permanecía vacío, a la izquierda de Keku.
—¿Vuestra hija se va a hacer de rogar? —le preguntó el general.
—Este asiento está reservado a vuestro hermano.
—¡Setna! Bonito detalle, querido amigo, pero no esperéis su asistencia. No le gusta ni beber ni comer ni distraerse.
Los coperos estaban sirviendo el primer vino blanco de la velada, que databa del año tres del reinado. Ligero, abría el apetito y combinaba a la perfección con una serie de pequeños pasteles acompañados de hojas de lechuga.
De repente, una melodía interpretada por un laúd atrajo la atención de los invitados. Apareció una orquesta de mujeres compuesta por una oboísta que tocaba un instrumento de dos largos tubos, una clarinetista, una arpista y dos laudistas. Eran tan hermosas como excelentes músicas: de largo cabello oscuro, pechos admirables, cintura fina, pulseras de cornalina en las muñecas y los tobillos, las intérpretes cautivaron a los asistentes.
Lo mejor estaba por llegar.
Una voz de soprano, que parecía procedente de otro mundo, dominó la orquesta. Ramesu reconoció a la cantante: Sejet, cubierta por un vestido de tubo que realzaba sus formas y con los brazos estirados a la altura de su rostro.
Nunca había estado tan seductora. Las modulaciones de su voz, de una pureza inigualable, resultaban emocionantes. Los oyentes, fascinados, eran conscientes de estar viviendo un momento de gracia. Y, cuando la solista se detuvo, su actuación fue recibida por un largo silencio durante el cual todos trataron de grabar en su memoria el recuerdo de aquel recital.
Con un gesto de la mano, Keku ordenó a sus sirvientes que les presentasen a sus invitados un plato concebido por el Viejo: unos filetes de perca adobados sobre un lecho de puerro laminado y aderezados con ajo dulce, cebolla suave, aceite de oliva y vinagre de una madre procedente de grandes caldos.
Ramesu no le hizo ascos al plato.
—¡Estupendo, mi querido Keku! Vuestro cocinero tiene talento.
—¿Podría pediros un favor?
—Os escucho.
—¿Os parecería excesivo que llamáramos a este plato «Delicia de Ramsés»?
—¡Al contrario! Dadme la receta y lo daré a conocer en Pi-Ramsés: mi padre estará encantado. ¿Vuestra hija piensa unirse a nosotros?
—Aquí la tenéis.
Radiante, de una elegancia suprema, Sejet se sentó en el lugar de Setna. Ramesu se levantó y le besó las manos.
—¡Qué magnífica sorpresa! Ignoraba vuestro talento como cantante.
—Lo ignoráis todo sobre mí, general.
Keku se apresuró a levantar su copa y el conjunto de comensales lo imitó.
—Si estamos aquí reunidos y podemos celebrar este banquete —declaró con su estentórea voz—, es gracias a Faraón. Nos brinda la paz y la prosperidad. ¡Deseémosle vida, fuerza y salud a Ramsés el Grande!
Los asistentes lo repitieron al unísono y los coperos llenaron las copas con un tinto potente del Delta.
—El general Ramesu, primogénito de nuestro bien amado soberano —prosiguió Keku—, nos honra con su presencia. Garantiza la seguridad del país al frente de nuestro ejército: ¡démosle gracias por ello!
Todos bebieron de buena gana, incluidas las damas.
—Démosle también las gracias a nuestro anfitrión, al que el destino depara los más altos cargos —intervino Ramesu—. El Estado requiere servidores competentes y fieles, y no me olvido de su hija, cuyo encanto ilumina esta velada.
El banquete se completó con un buey asado a las cinco verduras, queso de cabra y pastelillos con miel y jugo de algarroba, y culminó apoteósicamente con un vino blanco licoroso de una suavidad apaciguadora.
Keku había cuidado la conversación y le había sugerido a Ramesu que narrara sus hazañas militares. Una vez acabada su narración, el general se dirigió a Sejet.
—¡Estáis muy callada!
—Es que sois tan fascinante…
—Defender mi país me apasiona, y soy consciente de cumplir una misión complicada y esencial al mismo tiempo.
—Por supuesto.
—¿Acaso lo dudáis?
—Ni por un momento.
—¿No me tenéis reservada… otra sorpresa?
—Con vuestro permiso, propongámosles a nuestros invitados un último refresco en el jardín.
—De acuerdo.
Conforme a las previsiones de Sejet, varias chicas casaderas rodearon al general, atraídas por su fuerza y porte. Aprovechando aquel pavoneo, se esfumó y se refugió bajo las hojas de un viejo sicomoro. ¡Aquel militar pretencioso y zopenco era insoportable! ¿Cómo hacerle entender que nunca iba a querer ser su esposa? Y si la carrera de Keku se resentía por ello, ¡qué se le iba a hacer! A pesar de respetar a su padre y de desearle que llegara a ser ministro, Sejet no sacrificaría su vida por él.
A unos pasos, cerca de un granado, vio una silueta.
La de Setna.