18
En aquella tarde que se iniciaba, el calor resultaba aplastante. Después de la comida, animales y hombres necesitaban una siesta reparadora. Setna no soportaba el ardor del sol y había caminado a buen paso hasta la casa de recreo de Keku.
No obstante, un obstáculo inesperado le impidió avanzar.
La puerta de acceso se hallaba cerrada y el portero dormía, cruzado, encima de una estera. Cerca de su cabeza, una tinaja conservaba el frescor de un joven rosado espumoso.
El escriba dudaba si despertar al anciano, pero no se atrevía ni a pasar por encima ni a forzar la puerta. Aguardó con la esperanza de que el vigilante se despertara.
Esperanza, sin embargo, que quedó frustrada.
¿Y si Sejet, al constatar la ausencia de Setna, se enfadara con él y se negara en adelante a recibirlo?
Con incomodidad, el joven tocó el hombro del dormilón.
Por único resultado obtuvo un gruñido. El tipo tragó saliva y retomó el curso de sus sueños. La situación se estancó.
Setna se concedió un último plazo. Consumado el fracaso, osó sacudir el obstáculo.
Y el Viejo entreabrió los ojos.
—¿Qué pasa?
—Me llamo Setna y traigo un papiro para la joven Sejet.
El Viejo bostezó, se frotó los párpados, agarró la tinaja, quitó el tapón y bebió un trago del maravilloso rosado, único remedio contra la canícula.
—Ayúdame a levantarme, hijo. A mi edad, no son horas para hacer ejercicio.
Setna le cogió la mano y el intendente, no sin varios crujidos, logró ponerse de pie.
—¡Qué asco la vejez! Te duele todo y no hay ni una posibilidad de que mejore. ¿Cómo te llamas?
—Setna.
—Ah, sí, mi ama me ha hablado de ti… De acuerdo, te abro. Tengo mis instrucciones y nunca se es demasiado prudente. A veces hay chusma rondando por aquí.
Al cruzar las puertas de la finca, Setna se preguntó si no era mejor batirse en retirada y regresar a su estudio del papiro geográfico.
Un olor a jazmín lo disuadió. Tenía muchísimas ganas de volver a ver aquel jardín a la luz del sol. Y ¿a qué se arriesgaba leyendo unas máximas de Ptahhotep? Así que siguió al Viejo, preocupado de caminar por la sombra.
De repente, un perro negro, de ojos marrones y gran alzada, les cortó el paso. Le colgaba la lengua rosada y su orgulloso porte lo hacía temible.
Poco impresionado, el Viejo le rascó la cabeza.
—Oye, Geb, ¡tendrías que estar durmiendo! Este visitante no es una amenaza, compruébalo tú mismo.
Entre Setna y Geb, la corriente de simpatía fue inmediata. El perro le lamió la mano, lo miró con atención y aceptó una caricia.
—Éste es el mejor portero —afirmó el Viejo—. ¡Si te hubiese rechazado, te habría echado afuera!
Satisfecho de su inspección, Geb regresó a la sombra de una palmera.
—Sigue esta alameda, hijo, en dirección al estanque. Allí encontrarás a mi ama.
Solo en su camino, a Setna ya no le quedaba más que avanzar paso a paso.
El Viejo le dio una patada en el culo a un palafrenero adormilado.
—¡Muévete, niño! Que te he dado el día libre.
El culpable salió pitando. El personal de la casa de recreo no comprendía la suavidad del administrador, quien, por lo general, negaba todo día libre adicional, fuera tan blando.
El Viejo se aseguró de que nadie molestara a los dos jóvenes. El jardín les pertenecía y era allí donde quizá forjarían su destino.
Ya en calma, se sentó al lado de Geb, que le señalaría la presencia de un posible intruso.
¡Así que había acudido! En cuanto Sejet vio a Setna, fue a su encuentro.
Con el cabello despeinado y apenas maquillada, llevaba una túnica corta de lino fino y sus andares eran más gráciles que nunca.
—Este jardín es admirable —afirmó él agarrándose a su papiro.
—¿No me das un beso?
—Sí, sí, ¡por supuesto!
Por segunda vez, sus labios se tocaron. Y Setna sintió de nuevo una emoción intensa.
—Sentémonos al borde del estanque —recomendó Sejet.
La sombra de los sicomoros era refrescante; lotos azules y blancos florecían en la superficie del agua. Con la garganta seca, Setna aceptó una copa de zumo de uvas. Un viento ligero hacía cantar las hojas, el sol brillaba con luz temblorosa en el cabello de la joven.
El escriba se apresuró a desenrollar el papiro.
—No era fácil escoger entre las Máximas de Ptahhotep —dijo disculpándose con nerviosismo—. Todas tienen su importancia y…
Su sonrisa lo desarmó.
—Te escucho, Setna.
—«El tener un gran corazón es un don de Dios», escribió el sabio, «pero el que no obedece más que a su vientre sucumbe ante su propio enemigo. No tengas un carácter frívolo».
—Admirable consejo —reconoció Sejet—. ¿No escribió también «Si eres un hombre de buena posición, cimenta tu morada, ama a tu esposa con ardor, hazla feliz a lo largo de su existencia. Una mujer de corazón alegre controla la energía vital»?
Setna se quedó estupefacto.
—¡Conocéis… conocéis las Máximas!
—Se encuentran entre mis primeras lecturas y suscitaron en mí la afición por aprender. Como tú, no me canso de ello. ¿Qué opinas acerca de las recomendaciones acerca de la mujer amada?
—No sabría decirlo mejor y…
—¿Me reconociste que sabes nadar?
—Mi hermano me obligó a defenderme en el agua muy pronto y…
—Entonces ¡aprovechemos el estanque!
De un gesto a un tiempo encantador y natural, Sejet se desvistió. Incapaz de quitarle el ojo de encima, Setna se quedó mudo ante aquel cuerpo espigado de formas perfectas.
—¿Es que te vas a bañar vestido?
Setna se quitó su taparrabos, la joven le cogió la mano y se zambulleron juntos.
Al disfrutar del agua, Setna, por fin, se relajó y jugaron a perseguirse, a tocarse, a alejarse, a alcanzarse, en medio de un recital de risas y exclamaciones.
Cuando llegaron al otro extremo del estanque, la muchacha se quedó quieta, abrazó al nadador y lo mantuvo prisionero.
—¿No es justamente esto el amor, esta certeza de que ya no puedo vivir sin ti? —le preguntó.
La mirada de Setna había cambiado. Una mirada que se había vuelto intensa, que reflejaba la profundidad de sus sentimientos.
—Eres mi primer amor —reconoció—, y serás la única mujer de mi vida.
Su tercer beso fue ardiente, y sus cuerpos, vibrando de deseo, se entrelazaron con pasión.