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Gracias a la ayuda de algunos valientes estibadores, que temían que el incendio del domicilio del sirio alcanzase sus propias casas, Ched y sus tres compañeros habían sido sacados de la hoguera justo antes de que se desplomaran las vigas.
Apostados cerca de allí, unos soldados de infantería, listos para intervenir si Ched lo exigía, habían transportado de inmediato a los cuatro supervivientes al hospital del cuartel principal de Menfis. Heridos y quemados de gravedad, Ched, Ruty y Nemo sobrevivirían a aquella trampa; Uges, sin embargo, parecía condenado. A pesar de su excepcional fortaleza, el pelirrojo había quedado demasiado afectado como para superarlo.
—¡Que vayan a buscar al mejor terapeuta de la ciudad! —gritó Ched cubierto de vendas.
—Es inútil —juzgó el médico jefe del cuartel—. Hemos hecho todo lo posible. Por desgracia, las quemaduras son profundas, y la herida de la cabeza, mortal.
Con su mano izquierda, que conservaba más o menos intacta, Ched agarró la garganta del facultativo.
—¡El templo de Sejmet alberga a auténticas magas! ¡Solicita de inmediato a la más experta o, de lo contrario, te mato!
El suboficial comprendió que el director de la Casa de las armas no estaba bromeando y él mismo se encargó de realizarlo.
Sejet había pasado la noche en la capilla de la diosa Leona, y sus espíritus, en armonía, habían navegado más allá de la apariencia y del mundo de los mortales. Le había permitido viajar al interior de un cuerpo con vida mediante el cual la patrona de los sanadores se había afanado en enseñarle las maneras en que circulaba la energía, visibles e invisibles.
Alimentada por el pensamiento de Sejmet, la joven no sentía ningún cansancio, puesto que sus descubrimientos ensanchaban su corazón.
Cuando la superiora abrió la puerta de la capilla, Sejet lamentó el final de aquella comunión con la leona. En ella se habían grabado sus revelaciones para siempre en su memoria.
—El médico jefe del cuartel principal de Menfis te reclama.
—No lo conozco… ¿Qué quiere de mí?
—Quiere que tratemos un caso desesperado. Le he dado tu nombre.
—¿Desesperado, decís? No voy a poder…
—Hay un tiempo para la meditación, Sejet, otro para la acción. Aplica lo que has vivido y recibido.
La superiora suministró dos estuches a su discípula. El primero contenía instrumental quirúrgico; el segundo, medicamentos.
Viento del Norte esperaba a su ama a la puerta del templo. Con sus serones llenos, se dirigió hacia el hospital militar.
Ched no disimuló su sorpresa.
—¿Vos no sois… la hija de Keku?
—En efecto.
—No seréis la ayudante del médico que nos envía el templo de Sejmet…
—La médica soy yo.
—¡No es momento para bromas! Uno de mis hombres está agonizando.
—Voy a examinarlo.
—Vos… ¡Vos no tenéis ninguna experiencia!
—La superiora de los ritualistas de Sejmet me ha escogido para cumplir esta misión. ¿Os basta con su aval?
Ched, perplejo, no podía sino claudicar.
—Habéis sufrido quemaduras —observó Sejet—, ¿vuestro subordinado también?
—Quemaduras, heridas y un golpe en la cabeza.
—¿En qué circunstancias?
Ched se mordió la lengua.
—Eso da igual.
—¡En absoluto! Debo saberlo todo.
—Imposible.
—Y ¿por qué?
—Secreto de Estado.
—¡Me trae sin cuidado! ¿El drama se ha producido de manera… natural?
La pertinencia de la pregunta sorprendió a Ched. Tal vez la chica no careciera de aptitudes.
—Natural… No lo creo. El incendio era criminal.
Sejet le leyó el pensamiento a Ched.
—Criminal… ¿y de origen mágico?
—Es probable.
—Esa información era esencial. Conducidme junto al herido.
Un soldado llevó los dos pesados serones.
Uges estaba tumbado en una cama de gruesas patas, con la cabeza apoyada en un cojín. Tenía los ojos entornados y respiraba con dificultad. El médico militar le había administrado un calmante a base de adormidera que atenuaba sus dolores.
—Salid todos —ordenó Sejet.
Las órdenes de la enviada de la superiora, que era la más alta autoridad médica de Menfis, no se discutían. No había designado a aquella joven mujer a la ligera.
Su primer cometido consistía en acabar con las secuelas del hechizo que impediría que los remedios actuaran. En consecuencia, pronunció la fórmula aprendida en el templo: «¡Eres semejante a Horus, víctima de Set y del fuego del desierto! Allá el agua falta, pero traigo la de la inundación, las grandes aguas sanadoras, capaces de apagar la llama maléfica».
Sejet levantó un frasco lleno de agua del primer día de crecida por encima del paciente y lo movió lentamente a lo largo de su cuerpo de la cabeza a los pies, luego de los pies a la cabeza.
Uges profirió un quejido, como si se sintiera liberado de una opresión.
En efecto, las quemaduras eran graves. Sin embargo, cinco días de tratamiento intensivo bastarían para impedir cualquier tipo de deterioro. Habría que cambiar con frecuencia las vendas, utilizar resina de acacia seca y molida con una pasta de cebada, arcilla, grasa de toro, varias plantas mezcladas con cobre y mucha miel.
Quedaba la lesión de la cabeza: presentaba una herida profunda, un derrame de sangre, un hueso afectado. Una compresa serviría para secar la herida. Con una capa de miel y de higos, aceleraría la cicatrización. En el orificio, sería indispensable aplicar un poco de huevo de avestruz amasado con grasa.
Ched se abalanzó sobre la joven.
—¿Cuál es vuestro diagnóstico?
—Es una dolencia que conozco y que curaré. Dentro de tres días, el cráneo quedará cerrado y el color del hueso adquirirá el tono del huevo de avestruz. Serán necesarias numerosas compresas, evitarán toda infección y las energías circularán de nuevo. Vuestro amigo tiene el cráneo muy duro, lo ha salvado la fortaleza de su constitución.
Ched sonrió.
—Entonces… ¡Es verdad que sois médica!
—¿Y vos, el nuevo director de la Casa de las armas si no me equivoco? Estuvisteis invitado al último banquete organizado por mi padre.
—Una fiesta magnífica en honor de vuestro compromiso con el general Ramesu.
Sejet sonrió a su vez.
—En eso os equivocáis; en efecto, me voy a casar, pero con Setna.
—¡Mi mejor amigo! Os deseo toda la felicidad y os pido un favor: un silencio total acerca de vuestra intervención. No habéis visto ni curado a nadie.
—El herido era víctima de un hechizo y vos habéis mencionado un secreto de Estado…
—Olvidadlo todo, os lo ruego.
—Estoy redactando una receta destinada al médico militar: que la siga al pie de la letra. Si todavía me necesitáis, sabéis dónde encontrarme, y no olvidéis cuidaros.
—Gracias por vuestra intervención, Sejet. Le habéis salvado la vida a un valiente.
—Buena suerte.
Setna, el futuro marido de aquella magnífica mujer… ¡Ched se preguntó si no estaría soñando! Un dolor en la pierna le recordó la inquietante realidad. La trampa, tendida por un ser maléfico, tenía como objetivo eliminarlos a él y a sus compañeros de armas.
A Ched lo asediaban multitud de inquietudes.
Se imponían dos conclusiones: tal y como lo había anunciado el rey, el enemigo era aterrador, dados los temibles poderes de los que disponía, y aquella dolorosa prueba demostraba que los investigadores habían seguido una pista correcta.