29
Setna y Sejet recibieron a Ched el Salvador junto al estanque de los lotos. El director de la Casa de las armas llevaba todavía varios apósitos, pero había aplomo en sus andares y brillo en su mirada.
—Perdonad que os moleste. Tenía que consultar a Setna con urgencia.
El Viejo, que había percibido la tensión del soldado, se había apresurado a llevar una cerveza fría y ligera.
—¿Se encuentra mejor mi paciente? —preguntó Sejet.
—Es increíble, ¡está ya en pie y no deja de hablar de vos! Le habéis salvado la vida y os habéis ganado su gratitud para siempre. Por desgracia, nos topamos con serios problemas.
—¿Seguimos con el secreto de Estado? —le preguntó la joven.
—Me temo que sí.
—¿De qué te ocupas exactamente? —dijo sorprendido el escriba.
—Sejet acaba de decirlo: es secreto de Estado. No obstante, tal vez puedas ayudarme a abordar un detalle.
—Me gustaría saberlo todo.
—Es imposible, Setna. Trato de cumplir con una misión delicada y le he jurado al faraón en persona que guardaría silencio.
—Eres mi mejor amigo…, ¿acaso no tienes confianza en mí?
—¿Qué opinión tendrías de mí si no fuera fiel a mi palabra? Tu padre es el único con facultad para desvelar toda la verdad del asunto.
—No estará relacionado con el Libro de los ladrones…
Ched pareció asombrado.
—¡Eres el primero en mencionarlo!
Setna no dudó de la sinceridad del Salvador.
—Tengo intención de dirigirme a Pi-Ramsés y hablar con el rey.
—Antes de eso, ¿puedo disponer de tu ayuda?
—¿Qué esperas de mí, Ched?
—Es delicado, muy delicado…
Setna se percató de la razón de aquellas reticencias.
—Le he jurado a Sejet que no le ocultaría nada, y seré, como tú, fiel a mi palabra. Sea cual sea tu petición, permanecerá a mi lado.
Ched se inclinó ante él.
—Se trata de un jeroglífico… maléfico.
—¿Cuál?
—Una llama de la que se desprende un calor intenso y de cuya mecha brota sangre. Cuando tocó el dibujo, Uges no pudo despegarse. Entre los tres conseguimos tirar de él hacia atrás, pero la llama ya había desencadenado un incendio de una violencia anormal. Al regresar a aquel lugar, seguía emitiendo su energía destructiva. Apagarlo me parece indispensable: ¿tienes una solución?
—Espero encontrarla en los escritos conservados en el templo de Ptah.
—Entonces ¿aceptas ayudarme?
—¿Acaso lo dudabas?
Los dos amigos se dieron un abrazo.
—Voy a investigar por mi lado —anunció Sejet—; ¿no posee la diosa de los médicos el secreto del fuego?
El trío partió hacia el centro de Menfis, en donde se alzaban los templos de Ptah y de Sejmet; Viento del Norte los acompañó.
En cuanto al Viejo, no permitió que la cerveza fría se calentara.
Mientras aguardaban el resultado de las investigaciones, que esperaban rápidas, Ched el Salvador, Ruty y Nemo se dirigieron al despacho del director del catastro, convencidos de que el hombrecillo, aterrorizado con toda la razón, les entregaría, por fin, el nombre del propietario de la casa de la trampa.
Su secretario personal, asustado, se precipitó a su encuentro.
—Mi jefe, mi jefe…
Nemo lo cogió por el hombro.
—¡Tranquilo, chaval! ¿Qué le pasa a tu jefe?
—Ha desaparecido, ¡ha huido!
—¿Cuándo?
—¡Después de vuestra visita! Corría como un loco. Según unos testigos, habría ido en dirección al puerto.
Los tres compañeros se miraron: ¡no cabía duda de que habían dado con un miembro de la organización! Quedaba una esperanza.
—Llévanos a los archivos —le ordenó Ched.
El secretario acabó desenterrando el expediente relativo a la propiedad del sirio. El papiro la describía minuciosamente, pero habían roto el pie del documento.
Ni rastro de ningún nombre.
Ched, con aspecto sombrío, se reunió con Setna y Sejet en la plaza del templo de Ptah. Caía la noche, una deliciosa brisa refrescaba el ambiente y los ciudadanos paseaban ajenos a los peligros que los acechaban. Aquí y allá, comenzaban a encenderse las lámparas. Las señoras de la casa preparaban la cena, los niños jugaban, Menfis disfrutaba de la paz. ¿Durante cuánto tiempo más se prolongaría aquella falsa quietud?
—Pareces desanimado —comentó Setna dirigiéndose a su amigo.
—Un fracaso inquietante. Apagar esa llama maléfica supondría una primera victoria. ¿Tenéis alguna arma?
Los amantes asintieron con la cabeza.
En uno de los serones de cuero de Viento del Norte se encontraba el material necesario. El asno trotó a buen paso en dirección a la casa del sirio.
—Pero ¿es que sabe adónde vamos? —preguntó asombrado el escriba.
—¡Imposible! —replicó Ched.
—Viento del Norte es un regalo del Viejo —les reveló Sejet—. Ha escogido un animal excepcional. No es la única sorpresa que nos depara este asno.
El équido fue por el camino más corto, lo que obligó a sus acompañantes a seguirlo a paso ligero.
Ruty, Nemo y una decena de policías vigilaban las ruinas, de donde continuaba ascendiendo un humo rojizo.
—¿Algún incidente? —preguntó Ched.
—Nada que destacar —respondió Nemo.
—¿Ningún curioso?
—Ninguno.
—Despejad la llama.
Nemo y Ruty quitaron los restos de viga calcinada.
Apareció el jeroglífico maléfico. De la mecha de la llama brotaba un hilo de sangre, como si el signo se sintiera agredido.
Setna pronunció la fórmula del conjuro extraído de un antiguo manual que trataba de la mutilación y de la degradación de los jeroglíficos.
—¡Al suelo, monstruo pernicioso! ¡Que tu llama malvada se hunda en el suelo, que pierda su poder! ¡Tú, que maldices, sé maldito!
Setna repitió aquella fórmula cuatro veces en cada uno de los cuatro puntos cardinales.
El humo rojizo vaciló, dibujó volutas agitadas y pareció perder fuerza. Cuando iba a apagarse, recobró su vigor.
Fue entonces cuando intervino Sejet. Para plasmar la potencia de aquellas palabras, depositó cerca de la llama una estatuilla de diorita de la diosa Leona.
Los participantes en el ritual creyeron oír un grito de dolor. La mecha se irguió, rodeó el cuello de la diosa y trató de romperla.
Con un cuchillo purificado, Setna cortó la mecha.
En un instante, se desecó y se desintegró. El jeroglífico se licuó y desapareció con una efervescencia nauseabunda.
—¿Contra qué estamos luchando? —murmuró Nemo, apenas aliviado.
—¡Menudo asco! —soltó Ruty.
Sejet levantó la estatuilla, cuya mirada destruyó los últimos restos del maleficio.
Las burbujas estallaron, el suelo volvió a ser terroso.
—Hay que cavar —dijo Setna.
Sirviéndose de un trozo de madera, Ruty y Nemo liberaron una placa de metal.
Se podía leer un nombre: «KALASH».
Un nombre sirio.