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Al haber recibido plenos poderes y estar provisto de un documento que llevaba el sello real, Ched el Salvador obtuvo la ayuda de la policía de Menfis, que recurrió a sus confidentes para elaborar la lista de los sirios llamados Irsu con la esperanza de que el personaje buscado no hubiese pasado inadvertido.

En un tiempo récord, se localizó a diez sospechosos; dos de ellos habían desaparecido hacía varias semanas.

Ched y Uges se dirigieron al domicilio del primero, una casa modesta de las afueras del norte de la ciudad. Una mujer desabrida en la cuarentena discutía con unas vecinas; unos adolescentes estaban pegándose.

—Calma —soltó Ched.

La mujer se lo quedó mirando.

—¿Tú quién eres?

—Estoy al servicio del rey.

Desconcertadas, las vecinas salieron corriendo. Los chavales se fueron a pelear a otra parte.

—¿Eres la esposa de Irsu el sirio?

—¿Qué te importa a ti eso? Tengo trabajo.

—Mi jefe te ha hecho una pregunta —intervino el pelirrojo Uges—. Está esperando una respuesta.

—¿Y qué? ¿Creéis vosotros dos que me impresionáis?

Con un gesto enérgico, Uges le cogió el brazo izquierdo y se lo retorció por detrás de la espalda, arrancándole a la mujer un grito de dolor.

—Proseguiremos con el interrogatorio en tu casa.

Ched no aprobaba la brutalidad de aquel método, pero la urgencia entrañaba saltarse algunas leyes.

El interior de la vivienda era muy modesto, con un cofre para la ropa, unos taburetes y unas esteras. Había una sala de estar y dos habitaciones.

—Tu marido ha desaparecido —le dijo Ched a la mujer—; ¿sabes dónde se encuentra?

—¡Lo ignoro!

—Una cabeza dura —opinó Uges, quien soltó el brazo de aquella furia y sacó un puñal de infantería.

La mujer miró descompuesta su enorme hoja.

—No te atreverás…

—He cortado a algunos más testarudos. Es largo y doloroso.

Ella se pegó contra la pared. El pelirrojo se acercó con mucha calma.

—¡Mi marido ha desaparecido! Está escondido.

—¿Dónde? —lo interrogó Ched.

—No… no lo sé.

La hoja se posó sobre su pecho.

—¡Aquí, en el sótano!

—¿Por qué se oculta de esta manera?

—Le ha robado a un verdulero que lo ha denunciado y lo está buscando la policía.

—¿Cómo se accede al sótano?

—Por ahí, debajo de la estera. ¡No nos hagáis daño!

Ched retiró la estera, levantó un panel de madera y descubrió una escalera que conducía a un cuchitril lleno de provisiones.

—Sube, Irsu, o de lo contrario mi colega se cargará a tu media naranja.

El interpelado ascendió por la escalera. Era un tipo hirsuto, con la mirada perdida.

—¿Te llamas Irsu?

—Sí, sí… ¡Es la primera vez que robo!

—Esperemos que sea la última.

Uges devolvió su cuchillo a la vaina y salió de la casa.

—¿No… no me detenéis?

—Estamos buscando a un muerto, no a un vivo —le explicó Ched, que abandonó a la pareja de sirios estupefactos.

Buen Viaje, el puerto fluvial de Menfis, bullía de estibadores, repartidores y comerciantes. En un vaivén incesante, unos barcos comerciales llegaban y otros partían. Aquella agitación aparente ocultaba una organización rigurosa, debida a los escribas, quienes comprobaban los movimientos de los barcos mercantes, la cantidad y la calidad de los productos. Todo quedaba anotado y la capitanía del puerto ponía fin rápidamente a las tentativas de tráfico ilícito.

El estibador sirio Irsu ya no firmaba las listas de presencia, y parecía que había desaparecido. Cuando los interrogaron, sus colegas no pudieron proporcionar ninguna explicación. No obstante, Nemo y Ruty decidieron preguntarles de nuevo.

Era la hora de la comida y cuatro chicos duros, todos sirios, se zampaban unas tortas rellenas de pescado seco a la sombra de un tejadillo.

—¿Qué pasa, chavales? ¡Que aproveche! —dijo Ruty con amabilidad.

Por su cara y su aspecto, Nemo había renunciado hacía mucho a la cortesía, y se contentaba con masticar cebolla.

Los estibadores continuaron comiendo en silencio.

—No queremos molestar —afirmó Ruty con voz serena—, sólo haceros algunas preguntas.

—Largaos —replicó uno con el pelo rizado.

—¡Qué poca amabilidad! Os necesitamos.

—¿No lo has entendido? —recalcó un barbudo.

—Nos gustaría saber lo que le ha pasado a vuestro colega Irsu. En Egipto uno no desaparece sin dejar rastro.

—¡Queremos comer tranquilos! —estalló el de pelo rizado—. Largaos o nos vamos a acabar cabreando.

—No hay razón para ello —dijo Ruty—, dado que no tenéis nada de lo que sentiros culpables.

Tras aquella afirmación, se hizo un silencio pesado. A un tiempo, los cuatro sirios dejaron su torta.

—¿Qué significa eso? —le preguntó el barbudo mientras se secaba los labios con el dorso de la mano.

—Es bastante sencillo —aclaró Ruty—: o bien nos ayudáis como gente simpática y de buena voluntad u os consideraremos sospechosos.

—¿Y qué?

—Pues que tendréis problemas. Serios problemas. Sería una pena, ¿no?

—¿Crees que nos das miedo, engendro?

—Por vuestro bien, deberíais cooperar.

Una especie de risa grosera, entrecortada por el hipo, sacudió el enorme corpachón del barbudo. Sus camaradas no tardaron en imitarlo.

—¡Ahí lo tenemos! —exclamó Ruty—. Ya estamos otra vez de buen humor. Estaba convencido de que nos entenderíamos.

Los sirios se quedaron paralizados.

—¡Tú eres tonto del todo! —le soltó el de pelo rizado—. Que nosotros no hablamos.

—Vamos directos a una tragedia, chicos.

—¿Ah, sí? ¡Dos birrias contra nosotros cuatro!

—Estás contando mal.

El de pelo rizado frunció el ceño.

—Mi colega no me necesita —les explicó Ruty—. Cuando haya terminado de masticar su cebolla, os va a dar un tirón de orejas. Si queréis mi opinión, elegid la diplomacia.

El de pelo rizado se abalanzó sobre Ruty. La zancadilla de Nemo lo desequilibró y un golpe de antebrazo en la nuca lo sumió en un profundo sopor.

Furiosos, los otros estibadores pasaron al ataque.

—¡Mantén al barbudo más o menos intacto! —gritó Ruty.

Los tres sirios no tuvieron tiempo de desplegar una estrategia digna de ese nombre. Sus puños golpearon en el vacío y se vieron en el suelo sin comprender lo que les pasaba. Un poco decepcionado por la debilidad del adversario, Nemo pateó la nuca del primero, los riñones del segundo, y se conformó con romperle el brazo izquierdo al barbudo, que chillaba de dolor.

—Odio el ruido —le confesó Ruty—. Deja de berrear y háblanos de Irsu. Si te niegas, mi camarada te dejará inválido.

—Ha… ha desaparecido.

—Eso ya lo sabemos.

—Fue un tipo, un tipo raro que lo contrató.

—¿Su nombre?

—No lo sé, pero sí dónde vive.

—Descríbenos el lugar.

El barbudo les dio el máximo de detalles posibles con locuacidad.

—Deseo de todo corazón que no nos hayas mentido —dijo Ruty con su voz tranquila—. De lo contrario, amigo, volveremos.