Capítulo 3
Livvie entró en el coche y cerró la puerta con un golpe. Intentó ocultarlo, pero Caleb vio el modo en que se estremeció de dolor y se frotó la clavícula.
—¿Feliz? ¿Le hemos dado una lección a la puerta? —se burló Caleb con una sonrisa dulce.
Los ojos de ella se entrecerraron mirando en su dirección, su furia era inconfundible.
—No puedo creer lo que le hiciste a esa gente, Caleb. Eres tan... no importa. ¿Podemos simplemente irnos, por favor?
La ira de Caleb, dormida a causa de su inesperado orgasmo previo, ahora aflora a la superficie.
—¿Qué parte no te puedes creer? —dijo bruscamente, metiendo a la fuerza la llave en el contacto del coche robado y girándola—. ¿La parte en la que te rescaté de un grupo de violadores potenciales que te golpearon hasta dejarte medio muerta? ¿O quizás la parte donde, con gran riesgo para mí mismo, secuestré a un doctor para que me ayudara a salvarte? ¿Qué parte es, porque me gustaría saber cuál de esas cosas no debería volver a hacer por ti jamás? —Le puso una marcha al vehículo y arrancó. Por un momento, no le importó que Livvie hubiera sido zarandeada en su asiento.
Silencio.
Caleb se acomodó en el asiento, satisfecho. No era como si les hubiese asesinado. El doctor y su mujer eran libres para vivir sus vidas, no era peor de llevar. Livvie había estado mortificada de encontrarse a la pareja exactamente como él les había dejado la noche anterior: atados con cinta adhesiva a las sillas de su comedor. Haciendo una concesión, el hecho de que se hubieran orinado encima durante el curso de la noche era desagradable, pero por otro lado estaban ilesos. En una situación diferente, no les habría dejado ir tan fácilmente. Se preguntó cómo habría reaccionado Livvie a tal cosa.
—Gracias —masculló Livvie desde el asiento del pasajero.
—¿Por qué? —Caleb todavía estaba irritado.
—Por salvarme la vida. Incluso aunque estés a punto de ponerla en peligro otra vez —susurró.
Caleb no respondió. Era exactamente lo que iba a hacer. Conducirla a Tuxtepec, entregársela a Rafiq, entrenarla, venderla... perderla para siempre. Y matar a Vladek. No nos olvidemos de esa parte.
El pensamiento no mitigó la culpa que se resistía en su interior. Su corazón estaba pesado, sus pensamientos se mezclaban. Aun así, no podía permitirse mostrar debilidad. Toda la agitación de su interior debía ser ocultada, a todos.
—No hay de qué, Gatita, —se burló. Por el rabillo del ojo, vio a Gatita frotarse el ojo y, con un rápido movimiento de muñeca, lanzar sus lágrimas hacia el suelo del coche. ¡Arruinando mi vida!
Las cosas habían sido mucho más fáciles en la ducha, fáciles cuando eran simplemente ellos dos y el mundo exterior parecía irrelevante y más allá del alcance de sus pensamientos. El mundo ahora estaba en el coche con ellos y era Gatita la que parecía más allá del alcance.
Después de que ella le hubiera hecho sentir más placer del que nunca había tenido, con una paja, ni más ni menos, él había disfrutado enjabonando su piel, observando atentamente mientras el agua resbalaba sobre los firmes picos de sus pezones, bajando por la pendiente de su vientre bronceado y sus caderas, y descendiendo más allá del triángulo negro azabache entre sus muslos. La había tocado ahí también, escudriñando con sus dedos a través de su escaso vello hasta que sintió su carne resbaladiza separarse bajo sus dedos. Era como abrir una flor, sus pétalos rosas y vibrantes, brillando por la condensación y la lujuria.
Se había arrodillado delante de ella, venerándola. Se había abierto para él, hambrienta, llena de deseo. Cada uno de sus sentidos había estado ligado y enfocado en ella. Podía oler su excitación, podía ver la forma en que su carne se oscurecía y, contra sus dedos, la había sentido temblar, había oídos sus suaves gemidos. Ella le había rogado que la saboreara. Despacio, había lamido su diminuto brote.
¡Oh! Cómo le había deseado.
Ella se había abierto más y había colocado sus dedos en su pelo para tirar de él más cerca.
—Suplícame —había susurrado las palabras contra ella.
—Por favor, Caleb. Por favor, lámeme.
Él había obedecido. Un largo y húmedo lametón cruzando sus pétalos abiertos.
Ella sollozó:
—Otra vez. Por favor. Otra vez.
—Di que quieres que te lama el coño.
Ella tiró de su pelo más fuerte.
—¡Caleb! —chilló.
—Dilo. Quiero oír más guarradas de tu boca.
Ella dudó. Sus caderas se movieron hacia su boca, pero él no hacía más que besarla con sus labios.
—Por favor, Caleb. La-lámeme el... coño.
Nada le había puesto tan cachondo jamás. Le había separado más las piernas, acunando sus muslos con sus hombros y presionando su cara contra su coño. ¿Lamerla? Joder, la devoró.
El dolor ya no parecía ser un problema para ella ya que se curvaba y mecía sus caderas contra su boca voraz. Sus manos le sostenían la cabeza, empujándole más adentro, demandando más, incluso cuando él se lo daba y daba.
Cuando ella se corrió, su coño apretó su lengua. Humedad, palpitación, carne y agitación contra humedad, palpitación y carne. Sus jugos empaparon su boca, una descarga de miel que no sólo se tragó, sino que sorbió de su carne durante rato después de que ella le hubiera suplicado que parara.
Pero eso había sido antes. Esto era ahora.
Caleb suspiró con pesadez, frustrado por el giro de los acontecimientos. Más molesto que el comportamiento de Gatita era la perspectiva de la inminente visita de Rafiq. Había intentado llamar a Rafiq antes, mientras Gatita se vestía y peinaba su cabello, pero no había habido respuesta. Caleb sólo podía asumir que Rafiq estaba, o bien de camino, o bien ignorándole. Esperaba que fuera esto último. La última cosa que necesitaba después de lo que seguramente sería un viaje muy largo y agotador, era una confrontación con Rafiq.
Su relación era más que complicada. Rafiq era muchas cosas para Caleb. Durante un tiempo, su guardián. Luego, un amigo. ¿Ahora? Rafiq le llamaba hermano. Pero Rafiq era también mucho más. Rafiq mantenía un poder y una influencia sobre Caleb con la que nunca se había sentido cómodo. Caleb había sido un adolescente difícil. Después de Narweh, se había quedado con un montón de miedo que se había convertido en ira. Había habido veces en las que habían discutido y Caleb había visto cosas en Rafiq que deseó no volver a ver nunca.
Rafiq no se detendría ante nada para llevar a cabo sus planes. Todo el mundo era prescindible; todos eran daños colaterales. Si alguna vez se llegaba a eso, Rafiq podría matarle, y, por tanto, Caleb tenía que estar preparado para golpear primero. La tregua radicaba en el hecho de que ninguno de ellos disfrutaría con la tarea. Mientras Caleb seguía su camino a través de carreteras angostas, se permitió pensar en lo que haría si Rafiq estuviera esperándoles en Tuxtepec. Agarró el volante más fuerte. Lo sabía. Ese era el problema. Sabía exactamente lo que pasaría.
Prepárala.
—Nos va a llevar todo el día y parte de mañana llegar a nuestro destino. —Relajó su agarre en el volante y se apoyó contra el respaldo de su asiento. Tenía que dejar de ser suave con ella. Tenía que hacerla fuerte, hacerla dura, y conocía mejor que la mayoría cómo la frialdad de la realidad podía ensombrecer cualquier esperanza inocente. El primer paso había sido contarle la verdad sobre su futuro, pero tenía que empujarla más lejos. Tenía que hacerle entender.
No había futuro para ellos.
—Te sugiero que te tomes tu tiempo y asumas la seriedad de la situación. Te perdono por huir, pero sólo porque el destino ha hecho un mejor trabajo castigándote del que podría hacer yo. —Caleb mantuvo sus ojos hacia el frente, negándose a aceptar a la chica con el corazón roto que estaba a su lado. No tenía que mirarla para saber cuándo le herían sus palabras. Un eco de su dolor parecía reverberar a través de él. Al menos, eso era lo que él quería creer que era: un eco.
Recordó la presión de sus labios contra sus cicatrices. Ella besó mis cicatrices y yo cree otras nuevas para ella.
—¿Vas a seguir adelante con ello? —El tono de Gatita era angustioso, pero también enfadado y decidido.
Se dijo a sí mismo una y otra vez: Ya está trazando su venganza. Nunca te apreciará. Si se lo recordaba a sí mismo lo suficiente, quizás podría hacer entender a su mente la verdad. Así que se repitió las palabras como un mantra. Está jugando contigo. Está haciendo tiempo hasta que pueda deshacerse de ti.
—Nunca dije otra cosa, Gatita. No he roto ninguna promesa hacia ti —replicó Caleb, su tono severo e inflexible. Tenía que cerrar de golpe la puerta a todo lo que había entre ellos. Era la única manera de seguir adelante y asegurarse de que ella sobreviviera. También es tu supervivencia.
Caleb esperaba sus lloriqueos en cualquier momento. Era su baile: ella luchaba contra él, él le hacía daño, ella lloraba... él se sentía como una mierda.
Repetimos. Se sorprendió al oír el acero en su voz cuando ella le espetó:
—Me prometiste que si hacía lo que me pedías, siempre saldría mejor parada. ¿Todavía lo crees, Caleb? ¿Realmente crees que venderme como esclava sexual será lo mejor para mí?
—Ya está hecho —dijo él.
—Que te jodan —escupió ella.
La ira surgió y se intensificó siguiendo a su culpabilidad. Se lo había prometido, pero no de la forma que ella proponía.
—Pretendía enseñarte a sobrevivir a esto. Siempre he tenido la intención de armarte con lo que necesitarás. En ese sentido, sí —siseó—. Mantendré mi promesa. Pero a su vez he hecho otras promesas, a alguien que se ha ganado mi lealtad.
—¿Se supone que debo ganarme tu lealtad, Caleb? —le miró con desprecio—. ¿Por qué? ¿Qué hay de mi lealtad? ¿Qué has hecho para ganártela? —Caleb tensó su mandíbula—. Eres peor que esos moteros —escupió, su cuerpo tenso y enroscado, listo para atacar—. Al menos ellos sabían que eran monstruos. ¡Eres patético! Eres un monstruo que se cree que es algo más.
El calor subió por la columna de Caleb e irradió bajando hacia sus dedos. Sujetaba el volante apretándolo con los nudillos blancos. Su primer instinto fue golpearla, soltar el volante y abofetearla cruzándole la cara, pero, ¿qué probaría con eso? Sólo que tenía razón, lo que, por supuesto, era así. Sólo un monstruo podría hacer las cosas que él había hecho. Sólo un monstruo podría tener los instintos que él tenía, y sólo un monstruo podría sentirse indiferente a su naturaleza o tratar de racionalizarla.
—Yo sé lo que soy —dijo con calma—. Siempre lo he sabido.
Le lanzó una rápida ojeada de arriba a abajo. Ella se encorvó de nuevo en su asiento, como si su mirada fuera veneno.
—Eres tú la que piensa otra cosa —dijo Caleb. Vio a Gatita encogerse. Sus palabras aparentemente herían sus sentimientos, pero eran la verdad. La verdad les lastimaba a los dos. Ella le había visto como algo más, algo que juzgaba mejor. Por un pequeño instante, él había compartido su imaginación. No se había dado cuenta de lo mucho que significaba para él, hasta que dejó de ser verdad.
Nadie le había visto jamás como alguien capaz de ser más y él acababa de herir a la única persona que lo había hecho. Mejor así. Quería volver a la época antes de que hubiera sabido que ella existía, la época en la que su vida era en blanco y negro, y el gris no importaba. Sentía nostalgia de la simplicidad de su vida, libre de dilemas morales, culpa, vergüenza, lujuria dominante, y, el peor pecado de todos: anhelo. Quería irse a la cama por la noche y saber exactamente qué esperar cuando se despertase. Quería a Gatita fuera de su vida y fuera de su cabeza.
El espacio dentro del vehículo era silencioso, pero alto y claro. Caleb estaba contento de mirar fijamente a través del parabrisas mientras los tramos de carretera desaparecían debajo de ellos, llevándoles a miles de kilómetros de aquella ducha, sus confesiones, y de todas las posibilidades de lo que habría podido haber entre ellos.
Después de un rato, finalmente se aventuraron por carreteras urbanas pavimentadas. La civilización les rodeó. A Caleb no se le pasó la forma en que Gatita se sentó derecha en su asiento, su cabeza girada para ver todo lo que pasaba por su ventanilla. Levantó el brazo que no estaba herido y presionó la palma contra la ventana.
Caleb tragó saliva y la ignoró, con los ojos al frente.
El sol estaba brillando resplandeciente, calentando lo que quedaba del frío de la mañana. Caleb se estiró para alcanzar el aire acondicionado y bajarlo. Bajaría las ventanillas cuando no hubiera tanta gente alrededor que escuchara las apasionadas súplicas de auxilio de Gatita. También tenía que deshacerse del vehículo, sólo por si acaso el doctor no había mantenido su palabra y los Federales ya estaban buscándolos. Tenía unos pocos cientos de dólares americanos y unos pocos cientos de pesos, cortesía del doctor. No era suficiente para sobornar a un policía, pero bastante para los habituales que pudieran causar problemas. En cualquier caso, cuanto antes llegaran a Tuxtepec, mejor. Caleb se metió en una rotonda y tomó la salida que llevaba hacia Chihuahua. Tendría que parar y conseguir todo lo que necesitaba cerca de la ciudad.
—No puedo cambiar de parecer, ¿verdad? —Las suaves palabras trajeron a Caleb de vuelta al coche. No quería hacer esto más. No quería hablar—. Esto está ocurriendo de verdad. ¿No? Y tú vas a dejar que ocurra... ¿lo harás?
—Intenta dormir, Gatita. —Su voz era distante y rígida—. Tenemos un largo camino por delante.
Ella no cedería, aunque sus modales eran relajados y displicentes, como si sólo estuviera hablando en voz alta, sin esperar una respuesta. —Admito que... al principio pensé... —se encogió de hombros—. Pensé que realmente eras mi “caballero de la brillante armadura”. Una estupidez, lo sé.
Su tristeza irónica, mientras repetía las palabras de Caleb, trataba de hacerle sentir culpable. En lugar de ello, consiguió ignorarla. No le iba a dar la satisfacción de importunarle con una discusión.
—Estaba tan impactada cuando te vi otra vez. Impactada de descubrir... entonces pensé que eras un monstruo. Me aterrorizabas. Pero, ¿ahora? Ahora no sé cómo sentirme acerca de ti, —susurró ella.
Caleb agarró el volante más fuerte con una mano y giró el control de la radio, llenando el vehículo con música mariachi a todo volumen.
Gatita se volvió para encararlo, la antes distante mirada se había ido de su cara y la reemplazaban unos ojos entrecerrados y una boca convertida en una línea severa. Alcanzó el botón y apagó la radio.
—¿Así que esta es tu respuesta?
Caleb tomó una honda respiración y trató de controlar su enfado.
—Te crees que eres jodidamente lista, ¿verdad? —le dedicó una carcajada triste y condescendiente—. ¿Honestamente crees por un segundo que no me doy cuenta de que lo estás haciendo? Estás intentando hacerme sentir culpable, intentando hacerme creer que tienes sentimientos hacia mí. —Ella hizo una mueca y su mandíbula se tensó—. Sabes que estás atrapada y estás intentando encontrar una forma de escapar. Intentar seducirme con tu espectáculo de cariño y confidencias no funcionará conmigo —se burló cuando vio la forma en la que Gatita fingió sorpresa y dolor—. Puedes dejar de actuar. No estoy impresionado. Tus intentos son ridículamente transparentes.
Se anticipó a su furia, mentalizándose para ella, pero no le había otorgado suficiente reconocimiento. En lugar de soltar improperios, Gatita le atacó con un razonamiento frío y resuelto.
—Tienes razón, Caleb. Estoy tratando de seducirte. Estoy tratando de encontrar una forma de escapar de este lío de mierda en el que me has metido. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué harías tú en mi lugar? —No había lágrimas en sus ojos, tampoco había enfado. Sólo había verdad, y la verdad era siempre poderosa. Y también dolorosa.
Caleb sabía exactamente lo que habría hecho en su lugar, porque lo había hecho. Había habido ocasiones en las que había intentado conseguir que los hombres le ayudaran, le liberaran, y le pusieran a salvo de la traición de Narweh. Había oído a los hombres que compraban su cuerpo jurar que le amaban. Se había permitido a sí mismo darle validez a las palabras de cariño que le susurraban al oído. Pero cuando se acababa, cuando habían tomado todo lo que habían podido de él, habían traicionado su confianza por Narweh. Recordaba la forma en que su corazón se había roto cuando Narweh había usado sus propias palabras para mofarse de él mientras le golpeaba.
—Lo siento si soy tan mala en eso. Lo siento si encuentras mis intentos ridículos, pero no sé cómo hacerlo mejor. Eres todo lo que conozco. Por si sirve de algo, no estoy intentando hacerte creer nada. Nunca te he mentido. Cuando te pedí que me hicieras el amor, no era una estratagema, y duele de la hostia oír que piensas lo contrario, porque... —Su voz finalmente se rompió, las lágrimas haciendo estallar su fachada.
Caleb sintió pánico. No tenía ni idea de qué hacer. Sus palabras, su presencia y su dolor, le afectaban. Lo odiaba. Sus recuerdos, los que había trabajado tanto por empujar dentro de los olvidados recovecos de su mente, llamaban a la puerta de su consciencia. Conectaban con Livvie, contactaban con su sufrimiento, y juntos, amenazaban con destruirle.
Un aliento de estremecimiento y Gatita parecía tener mejor control de sí misma. Se limpió los ojos, respiró hondo otra vez y se retiró a su lado del vehículo, sus ojos de nuevo enfocados en el mundo que pasaba por su lado. De vez en cuando su barbilla temblaba y tomaba otro aliento para mantener alejadas sus lágrimas.
Tenía más dignidad de la que incluso ella misma era consciente y Caleb decidió que nunca más le diría lo contrario. Deseó no habérselo dicho nunca en primer lugar. Su corazón latía acelerado, golpeando duramente en su pecho y creando un ruido sordo en sus sienes que hacía que le doliera la cabeza. Su estómago también estaba afectado, una extraña clase de dolor hormigueante revolviéndole las entrañas.
Tuvo el impulso de ofrecerle a Gatita consuelo, decirle la verdad: sus intentos eran de todo menos ridículos. Sin embargo, sabía que contárselo sería ponerse a sí mismo en una increíble desventaja. Tan sólo el hecho de reconocer cuánto quería consolarla era desconcertante. Aun así, el pensamiento de hacerle más daño del que ya le había hecho, era demasiado, demasiado con creces.
—Gatita, yo...
Ella se inclinó hacia delante y giró el botón de la radio y la irritante voz del locutor interrumpió a Caleb. Evitó sus ojos y volvió a concentrarse en la ventanilla.
Caleb suspiró de alivio. No tenía ni idea de qué coño había estado a punto de decir. Lo importante, en lo que tenía que centrarse, era en que no habría más conversación por el momento. Deseaba poder decir lo mismo para las próximas veinticuatro horas que pasarían juntos en la carretera.
* * * *
Había sido un día agotador. Lo que debería haber sido conducir durante nueve horas se había convertido en veinte porque Caleb tenía que parar por Gatita muy a menudo. Con sus costillas y cuello lastimados, necesitaba estirarse frecuentemente, así que paró a lo largo de calzadas aisladas. Para cuando llegaron a la ciudad de Zacatecas, Caleb había soltado un suspiro de agotamiento y decidió que podrían parar finalmente para pasar la noche y disfrutar de un sueño muy necesitado.
Gatita había hablado muy poco durante el viaje, lo que demostró ser un gran alivio para Caleb. Había cambiado el sedán de lujo del doctor por una robusta pero abollada camioneta de granja, y algunas provisiones. Supondría bastante beneficio para el granjero, así que respondió tan pocas preguntas como le fue posible, llegando al punto de ignorar explícitamente a Gatita y sus heridas.
Durmió la mayoría del camino. Las drogas en su organismo parecían bloquear su dolor, aunque la dejaban mareada. Caleb se aseguró de mantener una botella de agua cerca de ella y también de que bebiera de ella cada vez que estuviera despierta.
Zacatecas era una ciudad descomunal, llena de cientos de miles de personas, muchos de ellos turistas. Caleb tomó mucho cuidado de encontrar un motel para pasar la noche. Gatita había dicho que no volvería a escapar de su lado otra vez, pero la mirada en sus ojos cada vez que se cruzaban con turistas americanos con familias, decía otra cosa diferente. Escaparía otra vez, si se le diera la oportunidad. No es que pudiera culparla. —Tengo que darme una ducha, —dijo Caleb en el silencio de la habitación—. Puedes sentarte en el baño conmigo, o bien puedo atarte. La elección es tuya.
Gatita lo miró firme y fijamente.
—¿No confías en mí? —se burló.
—No, cuando me miras así, no.
Ella se sentó con rigidez en el borde de la cama, su indignación emanando de ella como una niebla tóxica intentando estrangularlo.
—Te dije que no me escaparía. Vete a darte tu puñetera ducha y déjame sola.
Caleb cerró los ojos y respiró hondo para calmarse. Estaban otra vez con esto. Bien, pensó, este era un momento tan bueno como cualquier otro para restablecer las reglas entre ellos. Cuando abrió los ojos, un cálido hormigueó descendió por su columna y finalmente se sintió como él mismo otra vez. Su mirada cayó sobre la chica y sonrió cuando ella se encogió.
—Levántate —dijo calmadamente, la amenaza en su voz era silenciosa, pero seguía estando presente. La chica miró hacia él por un momento y tragó con fuerza. Era obvio que su enfado se había convertido rápidamente en miedo.
—¿Caleb? —su voz era baja, sumisa.
—Levántate. Ahora.
Despacio, Gatita bajó sus ojos hacia el suelo y se levantó sobre sus piernas temblorosas. De hecho, su cuerpo entero estaba temblando. Caleb, al final, no sintió remordimientos, ninguna lástima por la chica que tenía enfrente. Era suya, para hacer con ella lo que quisiera. El pensamiento era un afrodisíaco en sí mismo.
—Desnúdate —fue su orden, y la chica se encogió aunque sus palabras habían sido dichas en voz baja. Un lloriqueo escapó de sus labios, pero no dudó en seguir su orden. Despacio, alcanzó la cintura de la falda con vuelo que Caleb había seleccionado para que ella la vistiera y la empujó hacia abajo por encima de sus caderas, hasta que formó un montón a sus pies.
Ignoró las bragas y deslizó sus dedos temblorosos hacia el botón superior de su blusa, hubo más lloriqueos, pero Caleb los ignoró. Él observaba, dolorosamente excitado por la adrenalina que lo recorría mientras ella cautelosamente deslizaba cada botón a través de su ojal hasta que alcanzó el final. La tela se abrió, exponiendo una tentadora franja de carne entre sus pechos desnudos. Levantó la mirada hacia él brevemente, sus ojos suplicando.
—Fuera con ella.
—Caleb...
—¡Así —rugió amenazante—, no es como te diriges a mí! Hazlo otra vez y no te perdonaré.
Gatita empezó a llorar, pero permaneció de pie.
—Sí... por favor... no...
—Te ofrecí una elección. Si no puedes tomarla, entonces yo tomaré las elecciones por ti. ¿Entendido?
Ella se sorbió la nariz.
—Sí, Amo. —Las palabras parecían dolorosas de decir para ella, pero a Caleb no le importaba nada su dolor en ese momento. Le había desafiado por última vez. La miró desapasionadamente mientras se deslizaba la camisa por los hombros y las bragas por sus piernas. Se quedó de pie, temblando y llorando, pero finalmente obediente.
—¡Arrodíllate! —ladró por el placer de verla gateando para obedecer. Sonrió mientras las rodillas de ella golpeaban la alfombra andrajosa y sus manos iban a cubrir sus pechos para ocultarlos de su vista. Su corazón se aceleró y casi gruñó con la caricia de su palma contra su erección, atrapada entre sus pantalones.
Caminó despacio y deliberadamente hacia ella, observando con sádico placer mientras ella cerraba los ojos y sus labios se movían; no hacía ningún sonido. Tiró del cordón que sujetaba su pelo detrás, dejando que su larga y oscura melena cayera en cascada por su cuerpo desnudo, pero sin ocultar nada.
—¿Recuerdas lo que pasó la noche que decidiste gritar mi nombre? —preguntó casualmente. La chica lloriqueó mientras asentía. Él levantó un mechón de su pelo y lo envolvió alrededor de su mano, cada vuelta acercando más su mano a su cuero cabelludo y estirándolo suavemente, pero sin una implicación siniestra—. Si quisiera que asintieras, te movería tu jodida cabeza yo mismo. Contesta... por favor.
El pecho de Gatita subía y bajaba con la fuerza de su llanto, pero la respuesta llegó:
—Sí, Amo —Caleb desabrochó el botón superior de sus pantalones vaqueros, robados al buen doctor—. Oh. No. Por favor, Amo. Por favor, no.
—¡No hables a menos que sea para responder a una pregunta que se te haya hecho! —Gatita se quedó callada, los labios apretados—. Respira por la boca; lo último que quiero es que te desmayes sin mi permiso. —Ella jadeó pero no habló—. ¿Cómo te castigué?
Las palabras parecían afectarla como un golpe físico y se apartó de su mano, con pánico, pero no tenía a dónde ir. Caleb tiró de su pelo lo suficientemente fuerte como para devolverla a su posición, pero no con fuerza bastante como para lastimarla.
—Contéstame.
—Tú... tú... ¡No puedo! —Lloró.
—¡Contesta a la pregunta!
—¡Me follaste!
Caleb se bajó la cremallera lentamente, prolongando el momento para beneficio de los dos.
—Sí, te follé. Justo en tu sexy culito. —Ella jadeó al oír sus palabras, su cara era un desorden hinchado con su boca abierta mientras lloraba—. ¿Te gustó?
Negó con la cabeza:
—No, Amo. No.
Caleb chasqueó la lengua y atrajo su cabeza contra su erección, todavía resguardada en su ropa interior, pero indudablemente caliente contra su piel a pesar de todo.
—Mentirosa. Te corriste más veces de las que tenías derecho a hacer. Lo sé porque te sentí, caliente y aferrando mi polla, suplicándome que me corriera dentro de ti. ¿No es cierto?
La chica meneó la cabeza, no, pero susurró:
—Sí, Amo.
Los recuerdos se reprodujeron en la mente de Caleb como una serie de flashes eróticos. Recordaba lo bien que se sentía estando enterrado dentro de ella y sentirla empujar contra él. Sería tan fácil tenerla otra vez, tenerla de la forma que quería y llevarla a las cumbres de un éxtasis insoportable hasta que no pudiera saber en qué se diferencian el dolor o el placer. Sin embargo, tenía algo más importante que hacer.
—¿Cuál es tu nombre?
—¡Gatita! —gritó sin dudar.
—¿A quién perteneces?
—A ti —lloriqueó.
—Sí. A mí. Ahora, dime, ¿qué podría hacer contigo? —Su tono era urgente.
—¡No lo sé!
—¡Lo sabes! Dímelo.
—Cal…
—¡No te atrevas! No soy tu amante. ¡No soy tu amigo! ¿Quién soy?
—¡Amo! Tú eres mí… Quiero parar. Por favor, hazlo parar.
—Responde a mi pregunta, ¿Que podría hacer contigo?
—¡Cualquier cosa! ¡Cualquier jodida cosa! —Sollozó húmedamente.
—Sí, podría hacerte cualquier cosa. Podría agachar tu cabeza y follarte hasta que no te pudieras mantener en pie y no habría nada que pudieras hacer al respecto. Estás golpeada, lastimada y bastante cerca de estar destrozada. Podría matarte. Esos moteros podían haberte matado, ¡pero tú continúas provocando!
—¡No! No, Amo.
—¿Eres orgullosa?
—No, Amo.
—¿No?
—¡Sí! Sí, Amo. Soy orgullosa. ¡Lo siento!
—¿Vale la pena la situación en la que estás por culpa de tu orgullo?
Caleb la soltó y observó cómo colocaba las manos en el suelo y lloraba con la cabeza agachada.
—No, Amo.
Había hecho lo que se había propuesto hacer.
—Exacto, Gatita. Tu orgullo no vale la pena. No vale la pena el dolor. No vale la pena la tortura que yo, o cualquier otro, podría infligirte. Y también es seguro que no vale la pena tu vida. ¡Sé lista! Pelea las batallas que puedas ganar y acepta las que no puedas. Así es como se sobrevive. —Así es como evitas estar atado a un jodido colchón y empapado con tu propia sangre.
—¡Lo siento! Por favor… para. No seas así más. ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo soportar estar contigo y no saber quién eres de un momento a otro! — gritó Gatita.
Caleb se abotonó los pantalones y se agachó con una rodilla en el suelo y tiró de Gatita hacia sus brazos. Ella no ofreció resistencia, sus brazos envolvieron su cuello como si hubiera estado desesperada porque estuvieran allí todo el tiempo y sollozó contra su cuello.
—Me gustas mucho más cuando eres así —susurró mientras presionaba sus labios contra su cuello suavemente, una y otra vez como si buscara calmarle, cuando era ella la que estaba necesitada de calma.
—Lo que te guste o no es irrelevante, Gatita —respondió él con amabilidad. Ella se quedó quieta, no tensa, sólo laxa—. Es lo que tienes que empezar a esperar.
Sin más palabra, Caleb la levantó con sus brazos y la cargó hasta el baño. Ambos necesitaban que el agua se llevase con ella ese día.
Empezarían frescos por la mañana.