AMARGA DECEPCIÓN

Ocho días después llega el momento. William y yo nos encontramos en la tienda. Hace un calor sofocante y por esto hay poco movimiento. Aun así, podemos estar contentos con la cifra de ventas, unas cifras que ya quisiera para sí Sophia en su negocio. Estoy sentada en la escalera de entrada a la tienda y, aunque ya tiene trece meses, Napirai está mamando satisfecha de mi pecho cuando, de repente, un hombre alto sale de detrás de la tienda del hindú y se dirige a nosotras.

Tardo unos segundos en reconocer a Lketinga. Espero descubrir en mí una sensación de alegría, pero sigo como petrificada. Su aspecto me desconcierta. Se ha cortado sus largos cabellos rojos y faltan algunos de los adornos que solía llevar en la cabeza. Esto aún lo podría aceptar, pero también viene vestido de una manera ridícula. Lleva una camisa anticuada y tejanos de color rojo oscuro, demasiado ceñidos y demasiado cortos. Tiene los pies enfundados en mocasines baratos de plástico y ahora anda de una forma torpe y rígida cuando antes parecía flotar.

—Corinne, ¿por qué tú no decirme hola? ¿Tú no estar contenta yo estar aquí?

Solo ahora me doy cuenta de la expresión que se debió de reflejar en mi cara al mirarle. Para recuperar la compostura, cojo a Napirai y le señalo a su padre. Con gran alegría, la toma en brazos. También ella parece desconcertada, porque enseguida pide que la deje en el suelo para volver conmigo.

Entra en la tienda y lo inspecciona todo. Al ver los nuevos cinturones masai, quiere saber quién me los ha vendido.

—Son de Priscilla —es mi respuesta. Los aparta y pretende devolvérselos más tarde, no quiere vender nada a comisión que sea de ella. Mi enfado va en aumento y al instante se me contrae el estómago.

—Corinne, ¿dónde estar tu hermana?

—No lo sé. Tal vez en el hotel —respondo brevemente. Me pide la llave del coche y quiere ir a verla, aunque ni siquiera sabe qué aspecto tiene.

Una hora más tarde está de vuelta. Naturalmente, no la ha encontrado. En cambio, ha comprado miraa en Ukunda. Se sienta ante la entrada y empieza a masticar. Al cabo de un rato, todo está sembrado de hojas y de tallos roídos. Le propongo que coma su hierba en otro lugar, sugerencia que interpreta en el sentido de que quiero librarme de él. A William lo interroga a fondo.

De casa y de James me cuenta pocas cosas. Solo se quedó para la circuncisión y después se marchó antes de que terminara la fiesta. Le pregunto con prudencia dónde están sus kangas y por qué se ha cortado el pelo. Los kangas los trae en el bolso al igual que sus esplendorosos cabellos. Ahora ya no forma parte de los guerreros y por esto ya no necesita kangas.

Me permito objetar que la mayoría de los masai de Mombasa siguen llevando su vestimenta tradicional, sus adornos y sus largos cabellos y que esto es más favorable para nuestro negocio. De mis palabras deduce que cualquiera de los otros me gusta más. Y la verdad es que solo deseo que, al menos, vuelva a cambiar la camisa y los tejanos por sus kangas, porque esa ropa sencilla le sienta mucho mejor. Pero, por el momento, renuncio a seguir insistiendo.

Cuando llegamos a casa, Sabine está sentada ante la cabaña de al lado en compañía de Edy y de otros guerreros. Se la presento a mi marido. La saluda alegremente. Sabine me mira algo sorprendida. Naturalmente, también a ella le extraña su aspecto. Lketinga, en cambio, parece no haberse parado a pensar aún por qué Sabine está sentada aquí.

Media hora más tarde ella dice que quiere regresar al hotel para la cena. Para mí es la única ocasión de poder cambiar algunas palabras con mi hermana. Así que le digo a Lketinga que yo la llevo en un momento al hotel mientras él cuida durante diez minutos a Napirai. Pero Lketinga rechaza rotundamente esta propuesta, quiere ser él quien la lleve al hotel. Mi hermana me mira asustada y me da a entender en suizo alemán que de ninguna manera subirá al coche si conduce él. No lo conoce de nada y no tiene aspecto de dominar un coche. No sé qué hacer y se lo digo. Se vuelve a Lketinga y le contesta:

—Gracias, pero será mejor que vuelva al hotel caminando con Edy.

Durante un instante contengo la respiración y me quedo esperando lo que va a pasar. Lketinga se echa a reír y replica:

—¿Por qué tú ir con él? Tú ser hermana de Corinne. Así tú ser como mi hermana.

Cuando todo resulta inútil, quiere citarse con ella por la noche en la Bush Baby. Dice no poder asumir la responsabilidad de que ella vaya allí sola. Sabine, ya un poco molesta, replica:

—No hay ningún problema, yo iré con Edy y tú te quedas con Corinne o vienes con ella.

Por la expresión de Lketinga, noto que ahora se da cuenta de lo que pasa. Sabine aprovecha la ocasión y desaparece con Edy. Yo finjo estar muy ocupada con Napirai. Durante largo rato no dice ni palabra y mastica miraa compulsivamente. Después quiere saber qué es lo que he hecho todas las noches. Menciono las visitas a casa de Priscilla, que solo vive a unos treinta metros de la nuestra. Por lo demás, me he acostado siempre temprano. Y entonces quién se acostaba a mi lado, sigue preguntando. Sé adónde quiere ir a parar y contesto en un tono un poco más áspero:

—¡Solo Napirai!

Se echa a reír y sigue masticando.

Me voy a la cama con la esperanza de que permanezca aún mucho tiempo fuera, porque no siento ningunas ganas de dejarme tocar por él. Solo ahora me doy verdadera cuenta de hasta qué punto se han enfriado mis sentimientos por este hombre. Después de las dos semanas y media en que pude llevar una vida sin ataduras, ahora la convivencia bajo esta presión me resulta especialmente difícil.

Al cabo de un rato también él viene a la cama. Me hago la dormida y me he colocado con Napirai lo más cerca posible de la pared. Se dirige a mí, pero no reacciono. Cuando intenta acostarse conmigo, algo que en otras circunstancias hubiera sido normal después de esos días de separación, casi me mareo de miedo. No puedo y no quiero. La nueva decepción es demasiado grande. Lo aparto diciendo:

—Tal vez mañana.

—Corinne, tú ser mi mujer, ahora yo no verte durante tanto tiempo. ¡Yo querer amor de ti! ¡Quizá tú recibir bastante amor de otros hombres!

—No, no he recibido amor, ¡no quiero amor! —grito irritada.

Naturalmente, también aquí la gente oye nuestra pelea, pero ya no soy capaz de dominarme. Se produce una pequeña lucha, y Napirai se despierta y se echa a llorar. Lketinga se levanta furioso de la cama, se pone sus adornos y sus kangas y desaparece. Napirai grita y ya no hay manera de tranquilizarla. De repente, Priscilla está en mi habitación. Me libera de Napirai. Yo estoy tan destrozada que no soy capaz de hablar con ella de nuestros problemas. Lo único que le digo es que Lketinga está completamente loco. Tranquilizadora, me dice que todos los hombres son así, pero que no debemos gritar de esta manera, si no tendremos problemas con el arrendador. Después vuelve a retirarse.

Al día siguiente, cuando me dirijo, como de costumbre, a la tienda con William, ignoro dónde ha pasado la noche mi marido. Reina un ambiente de abatimiento, la niñera y William hablan poco. Agradecemos cualquier distracción consistente en la visita de los turistas, aunque hoy me mantengo al margen y me abstengo de hablar con los clientes.

Lketinga no aparece hasta el mediodía. Constantemente manda a William de un sitio a otro. Él ya no sale a la calle para repartir los folletos, sino que envía a William. No quiere que venga con nosotros a comer, aunque solo vamos a Ukunda. Tampoco me deja ir más a casa de Sophia, porque no entiende qué es lo que tengo que hablar con ella.

Desde hace algunos días parece faltar dinero en la caja. No lo puedo asegurar, porque ya no voy todos los días al banco. Mi marido también saca dinero de vez en cuando y yo les compro mercancía a los comerciantes. Pero mi intuición me dice que algo falla. No me atrevo a preguntárselo a mi marido.

Las vacaciones de mi hermana tocan a su fin sin que hayamos pasado mucho tiempo juntas. El penúltimo día vamos por la noche con ella y Edy a la disco. Es ella quien lo desea, supongo que lo que quiere es que yo salga y vea a gente. Dejamos a Napirai con Priscilla. Mientras Lketinga y yo permanecemos sentados a la mesa, Sabine y Edy bailan animadamente. Por primera vez en mucho tiempo vuelvo a tomar algo de alcohol. Mis pensamientos retroceden a la época en que vine aquí con Marco y estuve al borde del desmayo cuando Lketinga entró por la puerta. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Intento ocultar las lágrimas que empiezan a asomar a mis ojos. No quiero estropearle la despedida a Sabine y, por otra parte, no quiero ninguna discusión con mi marido. Seguro que en aquella época también él era más feliz que ahora.

Mi hermana regresa a nuestra mesa e inmediatamente nota que no me encuentro bien. Corriendo, me dirijo al lavabo. Cuando me estoy lavando la cara con agua fría, aparece a mi lado y me abraza. Permanecemos un rato así sin decir nada. Después me da un cigarrillo y me dice que me lo fume más tarde con calma y a gusto. Seguro que me sentará bien, pues está mezclado con marihuana. Si necesito más, que me dirija a Edy.

Regresamos a la mesa y Lketinga invita a Sabine a bailar. Mientras bailan, Edy me pregunta si tengo problemas con Lketinga.

—A veces, sí —es mi escueta respuesta. Edy también quisiera bailar, pero rechazo su invitación. Poco después, Lketinga y yo nos marchamos, porque es la primera vez que he dejado a Napirai con Priscilla y estoy inquieta. Me despido de Sabine y le deseo un feliz viaje de vuelta.

En la oscuridad vamos caminando en dirección al poblado. Ya de lejos oigo los gritos de mi niña, pero Priscilla me tranquiliza diciendo que Napirai acaba de despertarse y que, naturalmente, echa de menos el acostumbrado pecho. Lketinga se queda hablando con Priscilla y yo me voy a nuestra habitación. Cuando Napirai se ha quedado dormida, me siento fuera, al caluroso aire de la noche, enciendo el porro y aspiro ávidamente el humo. En el preciso instante en que estoy apagando la colilla, aparece Lketinga. Espero que no note el olor.

Me siento más libre y mejor y sonrío para mis adentros. Cuando todo me empieza a dar vueltas, me echo en la cama. Lketinga nota que estoy cambiada, pero le explico que se debe a que no estoy acostumbrada a tomar alcohol. Hoy no me resulta difícil cumplir mis obligaciones matrimoniales. Incluso a Lketinga le sorprende mi disponibilidad.

Durante la noche me despierto, porque tengo ganas de orinar. Me deslizo al exterior y hago mis necesidades allí mismo, detrás de la casa, porque las letrinas se encuentran demasiado lejos y la cabeza me sigue dando vueltas. Cuando regreso a nuestra gran cama, mi marido pregunta en la oscuridad de dónde vengo. Asustada, le explico el motivo. Se levanta, toma la linterna y me pide que le enseñe el lugar donde oriné. En mi persistente colocón me echo a reír, todo se me antoja tremendamente cómico. Lketinga, en cambio, deduce por mi alegría que me he citado con alguien. No puedo tomarlo en serio y le muestro el charco en el suelo. En silencio volvemos a acostarnos.

A la mañana siguiente me duele la cabeza y vuelvo a sentir mi miseria en toda su extensión. Después del desayuno cogemos el coche para ir a la tienda y, por primera vez, no ha venido William. Pero cuando pasamos ante la tienda, ya lo vemos esperando. Como no es asunto mío, no le pregunto dónde estaba. Se muestra nervioso y más reservado que de costumbre. Hoy el negocio es flojo y, después de cerrar la tienda, me doy cuenta de que realmente alguien ha cogido dinero de mi bolso. Pero ¿qué puedo hacer? Cada vez con mayor frecuencia observo a William y a mi marido cuando se encuentra en la tienda. No veo nada que me llame la atención, y a la niñera no la creo capaz de robar.

Cuando regreso de lavar la ropa, Priscilla está sentada en nuestra casa hablando con Lketinga. Está contando que todas las noches William gasta mucho dinero en Ukunda. Nos dice que tengamos cuidado, que no se explica de dónde saca tanto dinero. La idea de que me hayan robado no me hace la menor gracia, pero me lo guardo para mí y me propongo hablar a solas con William. Mi marido lo echaría inmediatamente a la calle y me quedaría sola con todo el trabajo. Lo cierto es que hasta ahora estaba muy contenta con él.

Al día siguiente viene otra vez directamente desde Ukunda al trabajo. Lketinga le interroga, pero lo niega todo. Cuando llegan los primeros turistas, William sigue trabajando como de costumbre. Mi marido se marcha a Ukunda. Supongo que querrá averiguar dónde estuvo William.

Cuando me quedo a solas con William, le digo a la cara que sé que me ha robado dinero y que lo ha venido haciendo día tras día. Que no le diré nada a Lketinga si me promete ser serio en el trabajo en el futuro. Entonces tampoco lo echaré. Y en dos meses, cuando empiece la temporada alta, le subiré el sueldo. Me mira sin decir nada. Estoy segura de que lo siente y que solo robó para vengarse de los malos tratos a los que lo sometía mi marido. Cuando estábamos solos, jamás faltó ni un chelín.

Cuando Lketinga regresa de Ukunda sabe que William pasó la noche en una discoteca. De nuevo lo interroga. Esta vez intervengo diciendo que ayer cobró el anticipo. Lentamente va volviendo la calma, pero la atmósfera es tensa.

Tras el duro día de trabajo echo de menos el porro que podría traerme un relax agradable y me pregunto dónde podré encontrar a Edy. Por hoy no se me ocurre nada, pero mañana iré al Africa-Sea-Lodge para hacerme trenzar el pelo. Seguro que en la peluquería tardarán tres horas, con lo cual tengo muchas posibilidades de encontrar a Edy en el bar.

Después de comer me voy en coche al hotel. Las dos peluqueras están ocupadas y tengo que esperar media hora. Luego empieza la dolorosa operación. Me trenzan el cabello hacia arriba intercalando hilos de lana y en el extremo de cada trencita sujetan cuentas de cristal. Como insisto en que sean muchas trencitas finas, tardan más de tres horas. Son las cinco y media y todavía no ha concluido del todo la operación.