ÁFRICA, MI PATRIA
En Nairobi tomo un taxi al hotel Igbol. El conductor advierte los típicos adornos de los masai en mis brazos y pregunta si conozco bien a los masai.
—Sí, me voy a casar con un samburu —es mi respuesta.
El conductor hace un gesto de incomprensión con la cabeza, porque parece no entender por qué una blanca quiere casarse precisamente con un hombre de esa etnia primitiva, dice. Renuncio a continuar la conversación y me siento contenta de llegar, por fin, al Igbol. Pero hoy no tengo suerte. Todas las habitaciones están ocupadas. Busco otro alojamiento que esté bien de precio, y dos calles más allá encuentro uno.
Pese a lo breve del trayecto, se me hace durísimo arrastrar mi bolsa. Luego aún tengo que subir tres pisos hasta llegar a mi buhardilla. No es ni mucho menos tan acogedor como el Igbol y, además, soy la única blanca aquí. La cama está desfondada, y debajo de ella hay dos condones usados. Al menos, las sábanas están limpias. Me acerco rápidamente al Igbol, porque quiero telefonear a la misión. Desde allí podrían avisar mañana por radio a la misión de Barsaloi de que llegaré a Maralal dentro de dos días. Así también Lketinga estaría informado de mi llegada. Es una idea que se me ocurrió en el avión y quiero probarlo, pese a que no conozco a los misioneros de Maralal. Tras la conversación, sigo sin saber si funcionará o no. Mi inglés ha mejorado, pero hubo malentendidos durante la conversación, porque el bueno del misionero tardó en comprender mi mensaje.
Durante la noche duermo mal. Por lo visto, he ido a parar a una casa de citas para indígenas, pues en las habitaciones a la izquierda y a la derecha oigo chillidos, gemidos y risas. Se abren y se cierran puertas. Pero también esta noche pasa.
El viaje en autocar hasta Nyahururu transcurre sin obstáculos. Miro por la ventana y disfruto del paisaje. Mi casa está cada vez más cerca. En Nyahururu está lloviendo y hace frío. Tengo que pernoctar una noche más antes de poder tomar a la mañana siguiente el destartalado autocar que me llevará a Maralal. La salida se retrasa una hora y media, porque hay que proteger el equipaje en el techo del autocar con lonas de plástico. También mi gran bolsa de viaje de color negro se encuentra allá arriba. La más pequeña la guardo conmigo.
Tras el breve trecho de carretera asfaltada nos metemos en el camino sin asfaltar. El polvo rojizo se ha convertido en barro de color rojo amarronado. El autocar avanza aún más despacio que de costumbre para sortear los grandes baches que están ahora llenos de agua. Avanza serpenteando, a veces queda casi atravesado y luego vuelve a enfilar la carretera. Necesitaremos el doble de tiempo para el viaje. La carretera está cada vez en peores condiciones. De vez en cuando vemos algún vehículo que ha quedado encallado en el barro, y varias personas intentan ponerlo otra vez en marcha. Hay trozos en los que el camino está totalmente hundido. Las ventanas están completamente salpicadas y apenas se ve nada a través de ellas.
Mediado el trayecto, el autocar empieza a tambalearse y luego gira hasta quedar atravesado en la carretera. Las ruedas traseras se han metido en la cuneta. Ya no hay manera de salir de allí, las ruedas giran en el vacío. Primero hacen bajar a todos los hombres. El autocar se desliza lateralmente dos metros y vuelve a quedar encallado. Ahora todos tienen que bajar. Apenas he abandonado el autocar, me hundo en el barro hasta los tobillos. Acabamos en un prado, en lo alto, observando los inútiles intentos. Muchos, y también yo, arrancamos ramas de los arbustos para meterlas bajo las ruedas. Pero todo en vano. El autocar sigue atravesado. Pregunto al conductor qué vamos a hacer ahora. Se encoge de hombros diciendo que tenemos que esperar hasta mañana. Quizá deje de llover, entonces la carretera se seca rápidamente. Desesperada, vuelvo a encontrarme tirada en plena selva, sin agua y sin comida, solo con flan en polvo que no me sirve de nada. Al poco tiempo empieza a hacer frío y estoy tiritando en mi ropa mojada. Regreso a mi asiento. Al menos llevo una manta de lana que me da calor. Si Lketinga ha recibido el mensaje, estará ahora esperando inútilmente en Maralal.
Algunas personas empiezan a sacar comestibles. Los que tienen algo, lo comparten con sus vecinos. También a mí me ofrecen pan y fruta. Lo acepto agradecida, aunque avergonzada, pues no tengo nada que ofrecer, pese a ser quien lleva más equipaje. Todos se disponen a dormir sentados lo mejor que pueden. Los pocos asientos libres son para las mujeres con niños. Durante la noche solo pasa un todoterreno, pero no para.
Sobre las cuatro de la madrugada hace tanto frío que el conductor pone el motor en marcha, durante una hora aproximadamente, para calentar el autocar. El tiempo no quiere pasar. Lentamente, el cielo empieza a volverse rojizo, y el sol asoma tímidamente. Son las seis y pico. Los primeros abandonan el autocar para hacer sus necesidades tras los arbustos. También yo bajo y estiro los miembros rígidos. Ante el autocar el terreno sigue tan fangoso como el día anterior. Tenemos que esperar hasta que el sol brille con fuerza, entonces lo intentaremos otra vez. Desde las diez hasta el mediodía todos empujan, intentando sacar el autocar de la cuneta. Pero no consigue avanzar más de treinta metros. Otra noche aquí sería terrible.
De repente, veo un todoterreno de color blanco que avanza serpenteando entre el terreno fangoso y circula a ratos al lado de la carretera. En mi desesperación corro hacia el coche y lo detengo. En él va una pareja inglesa ya mayor. Explico brevemente mi situación y les pido que me lleven en su coche. La mujer acepta inmediatamente. Contenta, corro al autocar y me hago bajar mi bolsa. En el todoterreno la señora escucha horrorizada mi historia. Llena de compasión, me tiende un bocadillo que devoro ávidamente.
Aún no llevamos ni un kilómetro de viaje cuando un todoterreno de color gris viene en sentido contrario. Ahora hay que tener muchísimo cuidado para evitar que uno de los dos coches empiece a deslizarse, ya que la carretera es muy angosta. Circulamos despacio, y el otro coche se acerca rápidamente. Cuando se encuentra todavía a unos veinte metros de nosotros, creo ver un espejismo.
—¡Por favor, pare, aquel es mi novio!
Al volante de aquel coche va Lketinga conduciendo por esa horrorosa carretera.
Como loca, saludo por la ventana para atraer su atención, pues Lketinga se limita a mirar fijamente la carretera. No sé qué es más fuerte, si mi inmensa alegría y lo orgullosa que me siento de él, o mi miedo por cómo va a detener el coche. Ahora me reconoce y nos mira con una sonrisa orgullosa a través de los cristales. Tras unos veinte metros, el coche se para. Bajo a toda prisa y corro hacia Lketinga. Nuestro reencuentro es fantástico. Se ha pintado y adornado con especial esmero. Apenas puedo contener las lágrimas de alegría. Viene con dos acompañantes y me da voluntariamente las llaves, diciendo que es mejor que conduzca yo el camino de vuelta. Vamos a buscar mi equipaje y lo trasladamos de un coche al otro. Doy las gracias a mis anfitriones, y el inglés dice que ahora, al ver a un hombre tan hermoso, entiende por qué estoy aquí.
Durante el viaje de regreso, Lketinga cuenta que estuvo esperando la llegada del autocar. El padre Giuliano le comunicó el mensaje e inmediatamente se fue caminando a Maralal. Solo hacia las diez de la noche se enteró de que el autocar se había quedado encallado y que había una blanca entre los pasajeros. Como el autocar tampoco llegó por la mañana, se fue al taller, sacó nuestro coche reparado y se puso en camino para salvar a su mujer. Me cuesta creer que haya sido capaz de conseguirlo. La verdad es que la carretera es casi una recta, pero llena de fango. Hizo todo el trayecto en segunda y de vez en cuando tuvo que volver a poner en marcha el motor, que se había calado, pero, por lo demás, hakuna matata, no problem.
Llegamos a Maralal y nos instalamos en nuestra pensión. Los tres hombres están sentados en una cama y yo enfrente de ellos. Naturalmente, Lketinga quiere saber qué es lo que he traído, y también los guerreros miran llenos de expectación. Abro las bolsas y, primero, saco las mantas. Al ver la suave manta de color rojo chillón, Lketinga esboza una sonrisa radiante. He acertado plenamente. La manta con rayas se la quiere dar enseguida a su amigo, pero protesto, pues quiero tenerla yo misma en la manyatta, porque las de Kenia rascan. Además, he cosido tres pañuelos kanga para Lketinga. Si quiere, por mí, puede regalarlos, porque los otros abren unos ojos como platos. Al oír en el radiocasete las voces de mi familia, Lketinga se queda boquiabierto, sobre todo cuando reconoce a Eric y a Jelly. Su alegría no tiene límites, y yo la comparto, porque nunca he visto tanto asombro y tanta auténtica alegría ante cosas que para Europa son normales. Mi darling revuelve la bolsa de viaje para ver qué otras cosas aparecen. Cuando descubre el cencerro, el regalo de boda de mi madre, se muestra entusiasmado. Ahora se animan también los otros dos, todos agitan la campanilla que —o eso me parece a mí— tiene aquí un sonido mucho más fuerte y bonito. Los dos también quieren un cencerro como ese. Así que les doy las dos campanillas para las cabras que también les causan alegría. Cuando digo que eso es todo, mi darling aún sigue sacando cosas y muestra su sorpresa ante mis sobres de flan en polvo y los medicamentos.
Ahora, al fin, intentamos contarnos mutuamente nuestras vivencias. En casa todo está bien, porque ha llegado la lluvia, pero hay muchos mosquitos. Saguna, la niña de su madre, está enferma y ha dejado de comer desde que me marché. Oh, ¡cómo me alegro de ir mañana a casa!
Por primera vez, vamos a comer todos juntos. Naturalmente, carne correosa, tortas de pan y una especie de espinacas. Al cabo de poco tiempo, los huesos están ya desparramados por el suelo. Vuelvo a ver el mundo de manera muy distinta. Aquí me encuentro a gusto. Los dos amigos se marchan a última hora de la tarde y, al fin, estamos solos en la pensión. A causa de la lluvia, que no para de caer, hace frío en Maralal, y me puedo olvidar de la ducha al aire libre. Lketinga me consigue un gran barreño con agua caliente. Al menos, así puedo lavarme en la habitación. Me siento feliz de volver a estar tan cerca de mi darling. Pero apenas consigo dormir, la cama es tan estrecha y el colchón tan desgastado que necesitaré tiempo para volver a acostumbrarme.
Por la mañana temprano, vamos primero al registro para ver si hay alguna novedad con respecto a la tarjeta de identidad de Lketinga. Pero desgraciadamente no la hay. Como no podemos indicar el número, todo se retrasa, dice el funcionario. Esta noticia me desanima enormemente, porque a mi llegada al país solo me dieron un visado por dos meses. No tengo ni idea de cómo voy a estar casada en tan poco tiempo en estas circunstancias.
Decidimos ir primero a casa. A causa de la humedad, no podemos tomar la carretera por el bosque, sino que tenemos que dar un rodeo. La carretera está muy cambiada. Todo está lleno de grandes piedras y ramas, o grandes zanjas cruzan el camino. Aun así, llegamos sin problemas. El semidesierto está florecido y, en algunos lugares, hasta ha crecido la hierba. Es algo rapidísimo aquí. De vez en cuando vemos cebras pastando pacíficamente o familias de avestruces huyendo a gran velocidad del ruido del motor. Tenemos que cruzar un río pequeño y, luego, otro grande. Ambos llevan agua pero, gracias a Dios, logramos atravesarlos con ayuda de la tracción de las cuatro ruedas sin quedarnos encallados en las arenas movedizas.
Nos encontramos aún a aproximadamente una hora de distancia de Barsaloi cuando oigo un suave silbido, y poco después el coche se inclina. Al comprobar las ruedas, descubro la causa: ¡un reventón! Primero tenemos que descargar todo el equipaje para tener acceso a la rueda de recambio, luego me meto bajo el coche completamente salpicado de suciedad para colocar el gato. Lketinga me ayuda y al cabo de media hora lo hemos conseguido y podemos seguir viaje. Al fin llegamos a las manyattas.
La madre de Lketinga nos espera ante la casa con una gran sonrisa. Saguna se me echa a los brazos. Es un reencuentro cordial, y hasta a la madre le estampo un beso en la mejilla. Llevamos todo el equipaje al interior de la manyatta, que queda atiborrada hasta los topes. La madre prepara chai y le entrego a ella y a Saguna las faldas que he cosido yo misma. Todos están felices. Lketinga pone en marcha la radio con la cinta, lo que provoca un gran barullo. Cuando doy a Saguna la muñeca de color marrón que mi madre ha comprado para ella, todos se quedan boquiabiertos y Saguna sale de la cabaña gritando. No entiendo en absoluto el motivo de aquella confusión. También la madre se limita a mirar a la muñeca desde la distancia y Lketinga me pregunta realmente si aquello es un niño muerto. Tras un primer instante de perplejidad, no puedo contener la risa.
—No, no es más que plástico.
Pero solo después de un buen rato empiezan a cogerle confianza a la muñeca con sus cabellos y, sobre todo, con los ojos que se abren y se cierran. Acuden más y más niños que muestran su asombro y solo cuando otra niña pretende levantar la muñeca, Saguna da un salto y la aprieta contra su cuerpo. A partir de este instante, ya nadie puede tocar la muñeca, ni siquiera la madre de Lketinga. Ya no habrá manera de que Saguna se duerma si no es en compañía de su «bebé».
Cuando se pone el sol, los mosquitos empiezan a atacarnos. Como hay tanta humedad, parecen encontrarse a gusto. Pese a que en la cabaña está encendido el fuego, revolotean constantemente en torno de nuestras cabezas. No paro de agitar la mano ante mi cara. ¡Así es imposible dormir! Incluso me pican a través de los calcetines. Mi alegría de estar en casa se ha visto empañada. Duermo vestida y me tapo con la nueva manta. Pero no soy capaz de dormir con la cabeza tapada, a diferencia de los demás. Al borde del histerismo, de madrugada, me quedo finalmente dormida. Por la mañana no puedo abrir un ojo, tan hinchado está por las picaduras de los mosquitos. No estoy dispuesta a coger la malaria. Por eso quiero comprar un mosquitero, aunque ello implique cierto peligro por el fuego que arde en la manyatta.
En la misión, pregunto al padre si podría arreglarme el neumático. No tiene tiempo, pero me da un neumático de recambio y me aconseja que compre una segunda rueda de recambio, pues no es raro sufrir dos reventones a la vez. Aprovechando la ocasión le pregunto cómo se defiende de los mosquitos. En su confortable casa no tiene grandes problemas y se ayuda con un aerosol. Lo mejor sería construir cuanto antes una casa. Me dice que no cuesta mucho dinero. El jefe podría asignarnos un lugar que tendríamos que hacer inscribir en el registro de Maralal.
La construcción de la casa ya no se me va de la cabeza. ¡Sería fantástico tener una auténtica cabaña de madera! Animada por esta idea, regreso a la manyatta y se lo cuento todo a Lketinga. No se muestra tan entusiasmado y dice no saber si va a encontrarse a gusto en una casa. Aún podemos pensárnoslo. Aun así insisto en ir a Maralal, pues no quiero pasar otra noche sin mosquitero.
En poco tiempo el todoterreno vuelve a estar rodeado de gente. Todos quieren ir a Maralal. A algunos los conozco de vista, otros son completamente desconocidos para mí. Lketinga decide quién puede venir con nosotros. A última hora de la tarde llegamos a nuestra meta, después de casi cinco horas de viaje, pero esta vez sin avería. Primero llevamos a arreglar el neumático, operación que resulta ser muy laboriosa. Mientras tanto miro con más detalle los neumáticos de mi vehículo y compruebo que casi no les queda perfil. En el taller pregunto si tienen neumáticos nuevos. Me quedo de una pieza ante los precios exorbitados. Me piden casi mil francos al cambio por cuatro neumáticos. ¡Son precios como los de Suiza! Aquí esta cantidad equivale a tres meses de salario. Pero los necesito si no quiero quedarme constantemente tirada con el coche.
Entretanto he encontrado un mosquitero en una tienda y, además, compro cajas enteras de matamosquitos. Por la noche, en el bar de la pensión, conozco al gran jefe de la región de los samburu. Es un hombre agradable y habla muy bien el inglés. Ya había oído hablar de mí y, de todas formas, tenía previsto hacernos pronto una visita. A mi masai le felicita por tener una mujer tan valiente. Le explico el proyecto de construir una casa, de casarnos y el problema con el carnet de identidad. Promete ayudarnos en lo que pueda, pero dice que será difícil construir una casa, porque apenas queda madera.
Al menos, se ocupará de la tarjeta de identidad. Al día siguiente nos acompaña a la oficina. Se habla mucho, se rellenan impresos y se citan diversos nombres. Como sabe todo lo referente a la familia de Lketinga, el carnet también se puede expedir en Maralal en dos o tres semanas. Allí mismo rellenamos la solicitud para casarnos. Si en el transcurso de tres semanas nadie formula ninguna objeción, podremos casarnos. Solo tendremos que traer a dos padrinos que sepan escribir. Estoy tan contenta que no sé ni cómo darle las gracias al jefe. En todas partes tengo que pagar algo, pero al cabo de unas cuantas horas todo ha quedado encauzado. Nos dicen que volvamos dentro de quince días y que traigamos los certificados. De buen humor, invitamos a comer al jefe. Es el primero que nos ha ayudado realmente sin pedirnos nada a cambio. Lketinga también le pasa generosamente algo de dinero.
Después de haber pasado una noche en Maralal queremos partir. Poco antes de abandonar la población, me encuentro con Jutta. Naturalmente tomamos un chai y nos lo contamos todo. Quiere estar presente en nuestra boda. Actualmente se aloja en casa de Sophia, otra blanca que se mudó hace poco a Maralal con su novio rasta. Me dice que vaya a verla cuando pueda. Nosotras, las blancas, tenemos que estar unidas, dice riendo. Lketinga mira con expresión sombría, no entiende nada, porque todo el rato hablamos en alemán y nos reímos constantemente. Quiere ir a casa, por esto nos disponemos a ponernos en marcha. Esta vez nos atrevemos a tomar el camino que pasa por la selva. La carretera está en unas condiciones miserables y apenas me atrevo a respirar en la resbaladiza ladera. En esta ocasión mis jaculatorias son atendidas y llegamos a Barsaloi sin dificultades.
Los siguientes días transcurren tranquilamente, la vida sigue su curso habitual. La gente tiene leche suficiente, y en las tiendas medio en ruinas se puede comprar harina de maíz y arroz. La madre está ocupada con los preparativos de la mayor fiesta samburu. Pronto se va a celebrar el final de la etapa de los guerreros, los que tienen la misma edad que mi darling. Tras la fiesta, que se celebra en uno de los meses favorables, estos guerreros pueden oficialmente buscar novia y casarse. Un año después se confiere el estatus de guerrero a la siguiente generación, la de los actuales muchachos. Su admisión se celebra con una gran fiesta de circuncisión.
La fiesta, que se celebra en un lugar especial en el que todas las madres se encuentran con sus hijos guerreros, es muy importante para Lketinga. Dentro de dos o tres semanas su madre y nosotros abandonaremos ya nuestra manyatta para trasladarnos al lugar en el que las mujeres construirán nuevas cabañas exclusivamente para la citada fiesta. La fecha exacta de la ceremonia, que dura tres días, la sabrán todos muy poco antes, pues la luna representa en ello un papel de importancia. Calculo que unos quince días antes tendremos que ir al registro civil. Si algo sale mal, me quedarán solo unos pocos días hasta que expire mi visado.
Ahora Lketinga pasa mucho tiempo fuera de casa, pues tiene que encontrar un toro negro de un determinado tamaño. Esto requiere muchas visitas a casa de parientes para proponerles los necesarios trueques. De vez en cuando le acompaño, pero solo duermo en casa bajo el mosquitero que me protege de forma eficaz. Durante el día me ocupo de los trabajos habituales. A veces me llevo a Saguna, que se divierte enormemente si puede bañarse. Es la primera vez que la niña viene conmigo. Entretanto lavo nuestra ropa impregnada de humo, un trabajo que sigue sentando mal a mis tobillos. Después acarreamos agua a casa y a continuación vamos a buscar leña.