SITUACIÓN DESESPERADA
Mi decisión es firme. Quiero irme de aquí. Sea como fuere, no tenemos ninguna posibilidad de sobrevivir. Mi dinero se va consumiendo. Mi marido ya solo me pone en ridículo, y la gente nos da de lado, porque tras cada hombre ve a uno de mis amantes. Por otra parte, sé perfectamente que me quitará a mi hija si le abandono. También él la ama y, legalmente, le pertenece a él o a su madre. No existe ninguna posibilidad de marcharme de aquí con ella. Desesperada, reflexiono cómo podremos salvar nuestro matrimonio, porque sin Napirai no me marcharé.
Ahora no nos deja ni a sol ni a sombra, como si presintiera algo. Si pienso en mi casa en Suiza lo nota enseguida. Es como si supiera leer mis pensamientos. Se muestra muy atento con Napirai y se pasa todo el día jugando con ella. Desgarrada en mis sentimientos, no hay nada que desee más que formar una familia estable con el gran amor de mi vida, pero, por otra parte, poco a poco este amor se me está muriendo por su falta de confianza. Estoy cansada de volver a construir una y otra vez esta confianza y ser a la vez la única en quien recae toda la responsabilidad de nuestra supervivencia. Él no hace otra cosa que quedarse sentado por allí o dedicarse a sí mismo o a sus amigos.
Me saca de quicio que, cuando tenemos visitas masculinas, esos hombres se queden contemplando a mi hijita de ocho meses y hablen con Lketinga de futuros planes de un posible matrimonio. Con aire benévolo, escucha sus ofertas. Intento impedirlo por las buenas o también mostrándome furiosa. ¡Nuestra hija escogerá libremente a su marido y se casará con el hombre a quien ame cuando le llegue el momento! No estoy dispuesta a vendérsela a un viejo como segunda o tercera esposa. También la cuestión de la ablación de la niña nos lleva a frecuentes discusiones. En este punto topo con la incomprensión de mi marido, aunque sea un asunto para el que falta aún mucho tiempo.
Entretanto, James intenta sacar el mejor partido posible de la tienda. Ya sería hora de volver a contratar un camión, pero no tengo dinero suficiente. Aun así, decidimos ir a Maralal para vaciar también la cuenta que tengo en el banco.
Durante todo este tiempo, la batería permaneció en nuestra casa. Cuando estoy a punto de marcharme para pedirle al misionero que nos la instale, Lketinga declara que él también sabe hacerlo. No sirven de nada mis intentos de disuasión. Como no quiero otra pelea, le dejo hacer. Y, efectivamente, el coche se pone en marcha sin ningún problema. Pero más o menos una hora y media después, nos quedamos tirados en la selva sin que el coche responda ante nada. Al principio, no me lo tomo demasiado en serio y pienso que tal vez un cable esté mal conectado. Pero cuando abro el capó pienso que me va a dar algo. Lketinga no ha atornillado suficientemente la batería y a causa del traqueteo de la carretera se ha partido. Por un lado sale el líquido de la batería. Ahora sí que estoy al borde del histerismo. La nueva y cara batería ya se ha vuelto a estropear ¡y solo porque no fue instalada correctamente! Con chicle intento salvar el resto del líquido, pero es inútil. En poco tiempo, el ácido de la batería lo corroe todo. Me echo a llorar y estoy furiosa con mi marido. Bajo un sol abrasador nos hemos quedado tirados aquí fuera con un bebé. La única solución es que Lketinga regrese a pie a la misión en busca de ayuda mientras yo me quedo aquí esperando con Napirai. Serán horas de espera.
Gracias a Dios todavía tengo leche para alimentar a Napirai, si no, el caos sería total. Al menos, esta vez llevo agua potable. El tiempo avanza a paso de tortuga y la única diversión consiste en observar a una familia de avestruces y a unas cuantas cebras. Los pensamientos se me atropellan y estoy decidida a no invertir más dinero en la tienda. Quiero partir e irme a Mombasa, como Sophia. Allí podríamos abrir una tienda de souvenirs, que será más lucrativa y menos fatigosa que el negocio de aquí arriba. Pero ¿cómo hacérselo entender a mi marido? Tengo que convencerle y conseguir que acepte, de lo contrario, jamás podré salir de aquí con Napirai. De todas formas, no podría conseguirlo yo sola, ¿quién iba a sostenerla durante el largo viaje?
Después de algo más de tres horas, veo desde lejos una nube de polvo y supongo que será el padre Giuliano. Un rato más tarde se detiene a nuestro lado. Mira al interior del coche y mueve la cabeza en señal de incomprensión. Me pregunta por qué no le pedí a él que me instalara la batería. Ahora es inservible. De nuevo, se me caen las lágrimas cuando le digo que no tiene más de una semana. Intentará repararla, pero no lo puede prometer, y dentro de dos días partirá para Italia. Me da una batería de recambio y regresamos a Barsaloi. Allí repara la caja de la batería con alquitrán caliente. Aquella reparación provisional no aguantará mucho tiempo. La despedida del padre Giuliano me produce angustia. Durante los próximos tres meses estaré sin ángel de la guarda, porque el padre Roberto es una persona más bien inútil.
Como siempre, por la noche pasan los muchachos para entregarme el dinero que han recogido en la tienda. Suelo preparar chai y, si no está Lketinga, incluso algo para cenar. Cada vez que vienen, los muchachos me dan algo de moral, porque con ellos hay una auténtica comunicación. James se muestra decepcionado de que yo no quiera contratar otro camión.
Por primera vez expreso prudentemente la propuesta de marcharnos de aquí, porque, de lo contrario, nos quedaremos sin dinero. En la habitación reina un silencio sepulcral mientras explico que no tengo dinero para continuar aquí. El coche nos arruina. Inmediatamente Lketinga me corta diciendo que la reapertura de la tienda nos ha ido muy bien y que él quiere continuar así. Que esta es su patria y que no piensa dejar a su familia. Le pregunto con qué dinero piensa hacer la compra. Despreocupado, me contesta que puedo escribirle a mi madre para que nos mande dinero como siempre. No comprende que ese dinero es mío. Los muchachos me entienden, pero apenas pueden ayudarme, porque enseguida mi marido formula objeciones frente a sus propuestas. Intento hablar con toda la dulzura de que soy capaz, presentando Mombasa como una ciudad lo más atractiva posible para los negocios. James estaría dispuesto a marcharse en el acto a Mombasa, porque le encantaría ver el mar. Pero mi marido no quiere que nos marchemos de aquí.
Terminamos la conversación por hoy y, para finalizar, jugamos una partida de cartas. Nos reímos con ganas y Lketinga, que no quiere aprender a jugar, observa nuestro juego malhumorado. Las visitas de los muchachos siguen sin gustarle. La mayoría de la veces se sienta ostentosamente lejos de nosotros, masticando miraa y molestando a los muchachos hasta que no lo aguantan más y se marchan irritados. De todas formas son ya los únicos que aún vienen a vernos. Todos los días saco cuidadosamente a relucir el tema de Mombasa, porque sin los alimentos fundamentales realmente no se puede ganar mucho dinero en la tienda. También a Lketinga empieza a inquietarle esta situación, pero aún no cede.
Nuevamente, estamos los tres jugando a las cartas. Solo una lámpara de petróleo ilumina la mesa. Lketinga pasea arriba y abajo como un animal al acecho. Fuera, todo está iluminado porque pronto habrá luna llena. Me levanto un momento para estirar las piernas. Cuando salgo fuera, piso algo resbaladizo y, asqueada, me pongo a gritar.
Todos se echan a reír, salvo Lketinga. Trae la lámpara y contempla aquel extraño ser en el suelo. Parece un animal aplastado, debe de ser el embrión de una cabra. Los muchachos comparten mi opinión. Tiene un tamaño de apenas diez centímetros y por esto resulta aún indefinible. Lketinga me mira y afirma que es a mí a quien se le ha perdido aquella cosa. En el primer momento no entiendo a qué se refiere.
Alterado, quiere saber de quién estaba embarazada. Ahora también comprende por qué los muchachos vienen todos los días. Dice que estoy liada con uno de ellos. James intenta tranquilizarle, porque yo me he quedado petrificada. Le golpea los brazos para apartarle y se dispone a abalanzarse sobre el amigo de James. Pero los dos muchachos son más rápidos que él y abandonan la casa corriendo. Lketinga se acerca a mí, me sacude y quiere saber, al fin, el nombre de mi amante. Furibunda, me suelto y le grito:
—¡Estás completamente loco! ¡Sal de mi casa, estás loco!
Estoy preparada para recibir la primera paliza de él. Pero se limita a decir que vengará esta vergüenza. Que encontrará al muchacho y lo matará. Con estas palabras abandona la casa.
Por todas partes, la gente ha salido de sus cabañas y mira hacia nosotros. Cuando mi marido se ha alejado lo suficiente y lo he perdido de vista, cojo un fajo de billetes, nuestros pasaportes y a Napirai y me voy corriendo a la misión. Como loca llamo a la puerta y rezo para que Roberto me abra. Al cabo de un momento aparece y nos mira horrorizado. Le explico escuetamente el incidente y le pido que me lleve inmediatamente a Maralal, que es cuestión de vida o muerte. Roberto se retuerce las manos y afirma que no puede hacerlo. Que tiene que seguir esperando dos meses más aquí solo al padre Giuliano y que no quiere perderse las simpatías de la gente. Que regrese a mi casa, seguro que la cosa no es tan grave. Por lo visto, tiene miedo. Al menos, le doy el dinero y nuestros pasaportes para que un buen día mi marido no pueda destruirlos.
A mi regreso, lo encuentro ya en casa en compañía de su madre. Quiere saber qué es lo que he ido a hacer a la misión, pero no contesto. Después pregunta alterado dónde está el feto. Fiel a la verdad, digo que nuestro gato lo ha arrastrado afuera. Naturalmente no me cree y afirma que seguramente lo habré hecho desaparecer en el retrete. Le explica a su madre que ahora sabe que estoy liada con uno de los muchachos. Lo más probable es que Napirai tampoco sea hija suya sino de ese muchacho, porque estuve con él en una pensión en Maralal antes de hacer mi primer viaje a Suiza. ¿Cómo se habrá enterado de eso? La ayuda que entonces presté se convierte ahora en una fatalidad para mí. La madre me pregunta si eso es cierto. Por supuesto no puedo negarlo, y no hay manera de que me crean cuando les cuento que todo fue completamente inocente. Estoy sentada ante ellos llorando sin parar, lo que me hace aún más sospechosa.
Profundamente decepcionada de ambos, lo único que quiero ya es marcharme y poder hacerlo lo antes posible. Después de un rato de tira y afloja, la madre decide que Lketinga dormirá en la manyatta y que mañana ya veremos. Pero mi marido no se marcha sin Napirai. Le grito que deje en paz a mi hija, a quien, de todas formas, no considera suya. Pero se aleja con ella en la oscuridad.
Me quedo sola. Sentada en la cama me echo a llorar convulsivamente. Claro que podría coger el coche y abandonar el pueblo, pero sin mi hija esta posibilidad queda descartada. Fuera oigo voces y risas. Al parecer, algunas personas se alegran del incidente. Al cabo de un rato aparece el veterinario con su mujer para ver cómo me encuentro. Lo han oído todo e intentan tranquilizarme. Esta noche no pego ojo y me la paso rezando para que algún día logremos marcharnos de aquí. En estos momentos lo único que ha quedado de mi amor es odio. No puedo comprender cómo en tan poco tiempo todo ha podido cambiar tanto.
Por la mañana temprano me acerco rápidamente a la parte trasera de la tienda para comunicar a los muchachos que Lketinga abriga planes de venganza contra uno de ellos. Después corro a la cabaña de la madre, porque todavía tengo que darle el pecho a Napirai. La madre está sentada con ella ante la cabaña. Mi marido aún está durmiendo. Cojo a mi hija y le doy de mamar, y la madre me pregunta en serio si Lketinga es el padre. Con lágrimas en los ojos me limito a decir:
—Yes.