ROSTROS BLANCOS

Llevo a mi niña en un pañuelo sujeto en la espalda y, sin problemas, pasamos el control de pasaportes. Entonces descubro a mi madre y a Hanspeter, su marido. Grande es la alegría. Napirai contempla interesada sus rostros blancos.

Durante el viaje a la región alta de Berna veo en el rostro de mi madre que le preocupa mi aspecto. Una vez en casa, lo primero que hacemos es tomarnos un baño, ¡al fin un baño caliente! Mi madre ha comprado una pequeña bañera para Napirai y se encarga de ese trabajo. Cuando llevo unos diez minutos sentada en el agua caliente, me empieza a picar todo el cuerpo. Las pequeñas heridas que tengo en piernas y brazos están abiertas y supuran. Me las han producido mis adornos masai y se curan muy mal con el clima húmedo. Al salir de la bañera, veo que mi cuerpo está sembrado de manchas rojas. Napirai grita mientras la baña su desesperada abuela. También ella tiene el cuerpo repleto de pústulas rojas. Los picores son espantosos. Como mi madre teme que sea algo contagioso, pedimos hora a un dermatólogo para el día siguiente.

Se muestra sorprendido al darse cuenta de cuál es nuestra enfermedad: la sarna. En Suiza es una enfermedad rara. Son ácaros bajo la piel que avanzan cuando hace mucho calor; esto es lo que provoca aquel picor insoportable. Naturalmente, el médico se extraña y quiere saber dónde hemos contraído esta enfermedad. Le hablo de África. Cuando descubre además mis heridas, que ya tienen una profundidad de un centímetro, me propone que me haga la prueba del sida. En un primer momento quedo atónita, pero después acepto. Me da varias botellas con un líquido que tenemos que aplicarnos tres veces al día contra la sarna. Me dice que dentro de tres días llame para saber los resultados de la prueba. Estos días de espera son peores que todo lo vivido anteriormente.

El primer día duermo mucho y me acuesto temprano con Napirai. Por la noche del segundo día llaman por teléfono. Es el médico personalmente quien quiere hablar conmigo. Me retumba el pulso cuando cojo el auricular por el que voy a saber la respuesta sobre mi futuro destino. El médico se disculpa por llamar tan tarde, pero me quiere facilitar la espera y me comunica que la prueba dio negativo. Soy incapaz de decir nada más que ¡gracias!, pero me siento como nueva y una fuerza renovada invade mi cuerpo. Ahora sé que también venceré las secuelas de la hepatitis. Todos los días aumento un poco mi consumo de grasas y como todo lo que mi madre cocina para mí.

El tiempo pasa despacio, porque, pese a todo, aquí no me siento en casa. Damos muchos paseos, le hacemos una visita a mi cuñada Jelly y caminamos con Napirai por la primera nieve. Le gusta mucho la vida aquí, lo único que no le hace gracia es que haya que ponerse y quitarse constantemente la ropa.

Tras dos semanas y media tengo claro que solo voy a quedarme hasta Navidad. Pero el primer vuelo en el que encuentro plaza no sale hasta el 5 de enero de 1990. Así que, pese a todo, son casi seis semanas lejos de casa. La despedida se me hace dura, porque ahora volveré a estar sola y sin apoyo. Regreso con casi cuarenta kilos de equipaje. Para todos he comprado o cosido algo. Mi familia me ha dado muchas cosas, y también tengo que meter en el equipaje los regalos de Navidad para Napirai. Mi hermano ha comprado un artilugio de madera para que yo pueda llevar a la niña en la espalda.