DESCONFIANZA

Desde el río vienen los primeros hombres para preguntar si no pueden comprar alguna cerveza por aquí. Contesto negativamente. Aparece mi marido y pregunta a los tres a qué han venido. Se lo explico y Lketinga se dirige a los hombres para decirles que en el futuro, si quieren algo, no deberán preguntármelo a mí, sino a él, que él es el hombre y que él decide lo que hay que hacer. Consternados por su irritación, los hombres se vuelven a marchar. Le pregunto por qué habla así, pero Lketinga suelta una risa maliciosa y dice:

—Yo saber por qué gente venir aquí, no venir por cerveza, yo saber. Si ellos querer cerveza, ¿por qué no preguntar a mí?

¡Ya sabía yo que en algún momento habría una escena de celos, pese a que no hablé con nadie más de cinco minutos! Reprimo el enfado que se va apoderando de mí. Ya tengo suficiente con lo que los tres comentarán sobre esta escena, puesto que todo Barsaloi habla de nuestra discoteca.

Ahora Lketinga me dirige permanentemente miradas llenas de desconfianza. De vez en cuando coge el Datsun y va a ver a su hermanastro a Sitedi o a otros parientes. Claro que podría acompañarle, pero con Napirai no me apetece pasar el rato sentada en aquellas manyattas repletas de moscas. Así va pasando el tiempo y yo espero el día en que James termine, al fin, el colegio. Necesitamos urgentemente dinero para poder comprar alimentos y gasolina. Ahora que hay tantos forasteros aquí podríamos ganar mucho.

Lketinga está constantemente fuera de casa, porque en esas fechas se casan muchos compañeros de su edad. Todos los días aparecen guerreros que hablan de alguna boda. Casi siempre se une a ellos y, por regla general, no sé si volverá dentro de dos, tres o cinco días.

Cuando el padre Giuliano me pregunta si podría recoger otra vez a los alumnos, porque hoy termina la temporada del colegio, contesto, naturalmente, que sí. A pesar de que mi marido no está en casa, me pongo en marcha y dejo a Napirai con su madre. James me saluda alegremente y pregunta por nuestra disco. Así que ya se ha corrido la voz hasta aquí. Tengo que llevar a casa a cinco muchachos. Hacemos rápidamente la compra y voy a ver brevemente a Sophia. Ha vuelto ya de Italia, pero, cuanto antes, quiere mudarse nuevamente a la costa. Con Anika, Maralal le resulta demasiado fatigoso, y tampoco ve aquí un futuro razonable. Me duele lo que me acaba de comunicar, porque ahora en Maralal ya no me queda nadie a quien me haga ilusión ir a ver. Al fin y al cabo, hemos pasado juntas muchos momentos duros. Pero la comprendo y, al mismo tiempo, la envidio un poco. ¡Cuánto me gustaría ir otra vez al mar! Como la mudanza será en breve, nos despedimos ya ahora. Más adelante me dará su nueva dirección.

Poco después de las ocho llegamos a casa. Mi marido no está, así que preparo comida para los muchachos después de que hayan tomado chai en la choza de la madre de Lketinga. Pasamos una velada divertida en la que nos contamos muchas cosas. Napirai quiere mucho a su tío James. Una y otra vez tengo que hablarles de la disco. Sus ojos brillan mientras permanecen sentados, escuchándome. También a ellos les gustaría participar en una fiesta así. En realidad, teníamos previsto organizar otra para dentro de dos días, pero Lketinga no está, así que no será posible. Este fin de semana la gente cobra su paga y me piden constantemente que vuelva a organizar otra fiesta. Sin Lketinga no me atrevo, pero los muchachos me convencen y prometen que se ocuparán de todo si yo compro la cerveza y el agua carbonatada.

No me apetece ir a Maralal. Así que voy a Baragoi con James. Es la primera vez que voy a ese pueblo turkana. Es casi tan grande como Wamba y dispone de un auténtico mayorista que vende cerveza y soda, aunque a un precio algo más elevado que en Maralal. En solo tres horas y media lo hemos organizado todo. Uno de los muchachos escribe unas hojas de anuncio que luego reparten todos juntos. Todos esperan ansiosos la fiesta. Esta vez no hemos podido preparar carne, porque no había ninguna cabra en venta. No me he atrevido a ir a buscar una de las nuestras, a pesar de que algunas son mías. Cuando vuelvo a llevar a Napirai a la choza de la madre de Lketinga noto que no se muestra contenta a causa de la ausencia de Lketinga. Pero tengo que ocuparme de ganar dinero, al fin y al cabo, todos viven de mis ganancias.

La disco vuelve a ser un gran éxito. Hoy viene aún más gente, porque también están los muchachos del colegio. Incluso tres chicas se atreven a entrar. Con los muchachos y sin mi marido, el ambiente es mucho más distendido. Incluso aparece un joven somalí que toma Fanta. Me alegro de que haya venido, porque a veces Lketinga habla muy mal de los somalíes. Noto que formo parte de ellos y esta vez puedo hablar con mucha gente. Los muchachos se turnan para vender las bebidas. Es maravilloso y todos bailan al son de la alegre música kikuyu. Muchos se han traído sus propias cintas. También yo vuelvo a bailar por primera vez en más de dos años y me siento distendida.

Desgraciadamente, tenemos que bajar la música pasada la medianoche, pero el buen ambiente se mantiene. Hacia las dos de la madrugada cerramos, y a toda prisa me dirijo con la linterna de bolsillo a la manyatta para recoger a Napirai. Me cuesta encontrar la entrada entre los matorrales espinosos. Una vez en el poblado pienso que me va a dar algo. ¡Las lanzas de Lketinga están clavadas en el suelo ante la manyatta! El corazón se me desboca cuando me deslizo al interior de la cabaña. Por los gruñidos que emite me doy cuenta inmediatamente de su irritación. Napirai duerme desnuda al lado de la madre de Lketinga. Le saludo y le pregunto por qué no vino a la tienda. Primero no me contesta. De repente estalla. Me insulta horrorosamente y tiene un aspecto salvaje. Diga lo que diga, no me cree nada. Su madre intenta tranquilizarle, diciendo que todo Barsaloi va a oír sus gritos. También Napirai se ha puesto a chillar. Cuando dice que soy una puta que se acuesta con los kikuyus e incluso con los muchachos, envuelvo a la desnuda Napirai en una manta y corro, desesperada, a casa. Empiezo a tenerle miedo a mi propio marido.

No pasa mucho tiempo hasta que abre bruscamente la puerta, me saca de la cama y me pide que le diga los nombres de aquellos con quienes me he acostado. Ahora está seguro: Napirai no es hija suya. Le engañé diciendo que nació antes de tiempo a causa de mi enfermedad, pero en realidad estaba embarazada de otro. Con cada frase va desapareciendo mi ya maltrecho amor. Ya no le entiendo. Finalmente, se marcha de casa gritando que no volverá nunca más y que se buscará otra mujer mejor. En esos instantes me es completamente indiferente, lo único que quiero es que vuelva la calma.

Con mis ojos hinchados por las lágrimas casi no me atrevo a salir de casa a la mañana siguiente. Mucha gente ha oído nuestra pelea. Su madre se presenta sobre las diez y quiere saber dónde está Lketinga. No lo sé. En su lugar aparece James con su amigo. Él tampoco entiende nada, lo que pasa es que su hermano jamás fue al colegio y esos guerreros no entienden nada de negocios. Por James me entero de lo que opina la madre de Lketinga. Quiere hablar con él y convencerle de que deje de estar furioso, porque seguro que volverá. Dice que deje de llorar y que no escuche a Lketinga, porque todos los hombres son así y que por eso es mejor que tengan varias mujeres. James no piensa igual, pero, en definitiva, tampoco me sirve de nada. Incluso aparece el vigilante de la misión a quien ha enviado el padre Giuliano para saber qué ha pasado. Todo eso me resulta tremendamente desagradable. Lketinga no aparece hasta la noche y apenas hablamos. La vida cotidiana sigue su curso, nadie menciona el incidente. Una semana después vuelve a marcharse a otra ceremonia.

Mi «chica para el agua» me deja plantada cada vez con mayor frecuencia. Me veo, pues, obligada a ir con el coche al río a buscar dos bidones de agua mientras los muchachos cuidan de Napirai. Cuando quiero marcharme del río, ya no puedo cambiar de marcha, el embrague no agarra. Deprimida por esta primera avería, cuando no hace más de dos meses que tenemos el coche, me dirijo a pie a la misión, porque no puedo dejar el coche junto al río. Giuliano no se muestra precisamente entusiasmado, pero aun así me acompaña e inspecciona el coche. Comprueba que, efectivamente, el embrague ha dejado de funcionar. Lo lamenta, pero en este caso, realmente, no puede ayudarme. Tal vez pueda haber piezas de recambio en Nairobi, pero en todo el mes él no va a ir a dicha ciudad. Me echo a llorar, porque ya no veo ninguna posibilidad de conseguir alimentos para Napirai y para mí. Empiezo a estar harta de los constantes problemas.

Finalmente arrastra el coche hasta nuestra casa y me promete que intentará pedir por teléfono las piezas de recambio a Nairobi. Si durante los próximos días vienen los hindúes en avión, quizá puedan traer las piezas. Aunque, por el momento, no puede prometer nada.

Pero cuatro días más tarde se presenta a toda velocidad montado en su moto para comunicarme que el avión aterrizará a las once. Que vienen los hindúes para ver cómo va la construcción del colegio. Aún no sabe si lo de las piezas de recambio se ha podido arreglar.

Y, realmente, al mediodía aterriza el avión. El padre Giuliano se acerca con su Land Cruiser a la pista provisional, recoge a los dos hindúes y se dirige al río. Sigo con la vista el coche y veo que Giuliano continúa viaje enseguida, supongo que a Wamba. Como no sé en qué ha quedado lo de las piezas de recambio, decido acercarme al colegio a pie. A Napirai la dejo en la cabaña de la madre de Lketinga.

Los dos hindúes con sus turbantes me miran sorprendidos. Me saludan cortésmente con un apretón de manos y me ofrecen una Coca-Cola. Después quieren saber si pertenezco a la misión. Les contesto que no, que vivo aquí, porque soy la mujer de un samburu. Ahora me parece descubrir una curiosidad aún mayor en sus miradas. Quieren saber cómo una blanca puede vivir en la selva. Han oído que sus trabajadores tienen grandes problemas de avituallamiento. Les hablo de mi coche, que desgraciadamente está averiado. Me preguntan llenos de compasión si entonces el embrague era para mí y no para la misión. Confirmo su suposición y pregunto preocupada si no pudieron traer las piezas. No, es la descorazonadora respuesta, porque existen varios modelos y solo las piezas desmontadas permitirán ver cuáles son las necesarias. Mi decepción es mayúscula, algo que no se les escapa a los dos. Uno quiere saber dónde se encuentra mi coche. Entonces pide al mecánico que ha venido con ellos que lo mire y desmonte las piezas. Dentro de una hora regresarán en avión.

El mecánico trabaja deprisa y al cabo de solo veinte minutos sé que los discos del embrague y el cambio de marchas están completamente inservibles. Empaqueta las pesadas piezas y regresamos. Uno de los hindúes mira las piezas desmontadas y dice que en Nairobi debería ser posible encontrar piezas de recambio, pero que serán caras. Los dos deliberan durante un instante e, inesperadamente, me preguntan si quiero acompañarles. La pregunta me coge por sorpresa y balbuceo que mi marido no está y que además tengo en casa una niña de seis meses. Me dicen que no hay ningún problema, que puedo traerme a la niña, hay sitio para las dos.

En el primer momento titubeo, diciendo que no conozco bien Nairobi.

—No hay ningún problema —dice ahora uno de los hindúes. El mecánico conoce todas las tiendas de piezas de recambio y me recogerá mañana en el hotel para intentar encontrar conmigo las piezas que necesito. De todas formas, por el color de mi piel, me lo venderían todo a un precio exagerado.

Me quedo atónita al ver lo abrumadoramente serviciales que son estos desconocidos. Antes de poder seguir dándole vueltas, me dicen que dentro de un cuarto de hora me esperan junto al avión.

—Sí, muchísimas gracias —balbuceo nerviosa.

El mecánico me lleva a casa. Rápidamente voy a la cabaña de la madre de Lketinga y le explico que me voy a Nairobi en avión. Cojo a Napirai y dejo atrás a la madre completamente desconcertada. En casa meto en una bolsa lo más indispensable para mi niña y para mí. A la mujer del veterinario le explico mi intención y que volveré lo antes posible con las piezas de recambio. Le pido que le dé recuerdos a mi marido y que le explique por qué no puedo esperar para pedirle permiso.

Después corro al avión. Napirai va colgada en mi kanga y en una mano llevo mi bolsa de viaje. En torno al avión ya se ha reunido un grupo de curiosos que enmudecen un instante al verme a mí. La mzungu se marcha, esto es asombroso, pues mi marido se encuentra ausente. Soy consciente de que aquello puede traerme problemas. Por otra parte, pienso que estará contento de que su amado coche vuelva a funcionar y de que no tenga que ir él a Nairobi.

Los hindúes aparecen en un coche de los trabajadores en el preciso instante en que la madre de Lketinga se acerca balanceándose y con expresión sombría. Me da a entender que deje aquí a Napirai, pero yo descarto totalmente esa posibilidad. La tranquilizo y le prometo que volveré. Entonces me encomienda a mí y a la niña a Enkai. Subimos al avión y el motor emite un rugido. La gente se aparta asustada. Saludo a todos con la mano y ya el avión avanza traqueteante por la pista.

Los hindúes quieren saber muchas cosas. Cómo conocí a mi marido, por qué vivimos aquí en este desierto. A ratos su asombro me divierte y me siento alegre y libre como hacía mucho tiempo que no me sentía. Tras aproximadamente hora y media llegamos a Nairobi. A mí me parece un milagro el que hayamos hecho el largo viaje en tan poco tiempo. Ahora me preguntan adónde quiero que me lleven. Ante mi respuesta de que me dejen en el hotel Igbol, cerca del cine Odeon, se muestran horrorizados y dicen que una señora como yo no puede ir a ese barrio, que es demasiado peligroso. Pero es el único alojamiento que conozco e insisto en que me dejen allí. Uno de los hindúes, por lo visto el más importante de los dos, me tiende su tarjeta de visita, diciendo que le llame al día siguiente a las nueve de la mañana, que su chófer me recogerá. Me abruma tanta amabilidad y doy las gracias efusivamente.

En el Igbol me empiezan a asaltar dudas de que pueda pagar todo esto, pues llevo solo unos mil francos conmigo. Es todo el dinero que tenía en casa y lo tenía solo porque habíamos organizado la discoteca. Le cambio los pañales a Napirai y bajamos al restaurante. Resulta difícil comer con ella sentada a la mesa. Lo tira todo al suelo o quiere gatear. Desde que ha descubierto el gateo, se desplaza a toda prisa por el suelo. Aquí todo está tan sucio que no quiero bajarla. Pero no para de patalear y de chillar hasta que consigue su voluntad. En poco tiempo está completamente sucia, y los indígenas no comprenden cómo se lo permito. Algunos turistas blancos, en cambio, se divierten viéndola pasar por debajo de las mesas. Sea como fuere, ella está contenta y yo también. De vuelta en la habitación, la limpio a fondo en el lavabo. Para poder ducharme yo misma tengo que esperar a que se haya quedado dormida.

Al día siguiente llueve a cántaros. A las ocho y media me pongo en la cola que se ha formado ante las cabinas de teléfono. Estamos completamente empapadas cuando una mujer nos deja pasar. En el acto logro establecer contacto con el hindú y le comunico dónde nos encontramos, ante el cine Odeon. Me dice que dentro de veinte minutos estará aquí su chófer con el coche. Regreso a toda prisa al Igbol para cambiarnos de ropa. Mi niña se porta como una valiente. No llora, pese a que está empapada. Junto al cine Odeon nos espera el chófer y nos conduce a una zona industrial donde nos llevan a una oficina lujosa. El amable hindú nos recibe con una sonrisa, sentado tras su escritorio, y nos pregunta inmediatamente si todo ha transcurrido sin problemas. Llama por teléfono y al instante aparece el mecánico africano de ayer. Le da algunas direcciones a las que deberá llevarnos para localizar las piezas de recambio que necesito. A su pregunta de si llevo bastante dinero, contesto:

—¡Espero que sí!

Atravesamos todo Nairobi. Antes del mediodía hemos encontrado las piezas del embrague por solo ciento cincuenta francos. Napirai y yo estamos sentadas en la parte trasera del coche. Como ha dejado de llover y el sol vuelve a brillar, empieza rápidamente a hacer calor en el coche. Pero no debo abrir las ventanas, porque estamos dando vueltas por los barrios más peligrosos de Nairobi. El chófer lo intenta una y otra vez, pero no encuentra lo que busca. Napirai suda y llora. Está harta de ir en coche, y ya llevamos seis horas en él cuando el mecánico manifiesta que es inútil, que no vamos a encontrar la pieza que falta. Hoy todas las tiendas cierran a las cinco, porque mañana es Viernes Santo. ¡Me he olvidado completamente de que estamos en Pascua! Le pregunto ingenuamente cuándo volverán a abrir. Los talleres permanecerán cerrados hasta el martes, es la respuesta. Me horroriza la idea de tener que permanecer tanto tiempo a solas con Napirai en esta ciudad. Lketinga perderá la cabeza si me paso una semana lejos de casa. Decidimos dirigirnos a la oficina del hindú.

El amable hindú se muestra muy apenado por mis dificultades. Mira el desgastado cabezal del cambio de marchas y pregunta al mecánico si es posible repararlo. Este contesta negativamente, supongo que, en parte, porque quiere irse a su casa. De nuevo, el hindú llama por teléfono. En el marco de la puerta aparece otro hombre que lleva un delantal y unas gafas protectoras. El hindú le da instrucciones para que lime y suelde los puntos desgastados. Enérgicamente le dice al desconcertado empleado que le debe traer la pieza reparada dentro de media hora, porque él tiene que marcharse de viaje y yo tampoco puedo esperar más tiempo. Con una sonrisa me da a entender que dentro de media hora podré emprender el viaje de regreso a casa.

Le doy las gracias y pregunto cuánto le debo. Cortésmente me dice que nada. Me insiste en que puedo llamarle siempre que tenga problemas. Para él es un placer poder ayudarme. Cuando esté de vuelta en Barsaloi, que vaya a ver al maestro de obras. Se ocupará de que me monten las piezas, ya está informado. Apenas puedo creer que de repente alguien me ayude gratis, ¡y en qué medida! Poco después abandono su oficina. Las piezas pesan mucho, pero estoy orgullosa del éxito. Aquella misma noche tomo el autobús a Nyahururu para llegar a tiempo y poder coger a la mañana siguiente el que va a Maralal. Se me hace muy duro cargar con las dos bolsas y con Napirai a la espalda.

Una vez en Maralal, no sé cómo trasladarme a Barsaloi. Exhausta, me dirijo a la pensión para beber y comer algo después del fatigoso y polvoriento viaje. Después tengo que volver a lavar una docena de pañales, lavar a Napirai y lavarme yo misma. Muerta de cansancio, caigo en la cama. Por la mañana pregunto en todas partes si hay alguien que vaya a Barsaloi. En la tienda de un mayorista me entero de que hay un camión que llevará mercancía a los somalíes. Pero después de tantas fatigas no quiero someterme a mí y someter a Napirai a un viaje en camión. Me quedo esperando, porque me he encontrado con un muchacho que acaba de venir a pie desde Barsaloi y que me comunica que mañana el padre Roberto vendrá a Maralal a recoger el correo. Llena de expectación, recojo al día siguiente mis cosas en la pensión para ocupar mi puesto junto a la oficina de correos. Tengo que esperar cuatro horas en el borde de la carretera hasta que diviso, al fin, el coche blanco de la misión. Contenta, me dirijo a Roberto para regresar a casa con él. No hay ningún problema, me dice, dentro de unas dos horas saldrá.