CUARENTENA
Hacia las nueve me empiezan unos horrorosos espasmos de estómago. Estoy tumbada en la cama, completamente encogida, con las rodillas bajo la mandíbula para poder soportar el dolor. Así no puedo amamantar a Napirai. Está con su padre y llora. Esta vez, Lketinga se muestra paciente y pasea durante horas cantando por el piso. La niña se calma brevemente, pero después sigue chillando. Hacia la medianoche me siento tan mal que vomito. Devuelvo toda la comida sin digerir. Vomito y vomito sin poder parar. Ya no sale más que un líquido amarillento. El suelo está sucio, pero me siento demasiado mal para limpiarlo. Tengo frío y estoy segura de tener fiebre alta.
Lketinga se muestra preocupado y va a la cabaña de la vecina, pese a lo avanzado de la hora. No pasa mucho tiempo sin que venga a mi lado. Como si fuera lo más natural del mundo, recoge toda la suciedad del suelo. Preocupada, me pregunta si es posible que vuelva a tener la malaria. No lo sé y espero no tener que volver de nuevo al hospital. Los dolores de estómago empiezan a ceder, y puedo volver a estirar las piernas. Ahora también estoy en condiciones de darle el pecho a Napirai.
Se marcha la vecina, y mi marido duerme sobre un segundo colchón, junto a mi cama. Por la mañana me encuentro pasablemente y tomo el chai que Lketinga ha preparado. Pero media hora más tarde, el té sale incontroladamente de mi boca como de un surtidor. Al mismo tiempo vuelven a empezar los dolores de estómago. Se hacen tan intensos que me pongo en cuclillas en el suelo con las piernas encogidas. Al cabo de algún tiempo, el estómago vuelve a calmarse y empiezo a lavar a la niña y los pañales. Después de unos instantes me siento completamente exhausta, pese a que en esos momentos no tengo ni dolores ni fiebre. Tampoco se presenta el típico escalofrío. Dudo de que sea malaria y creo más bien que se trata de una indigestión.
Durante los dos días siguientes fracasa cualquier intento de comer o beber algo. Los dolores persisten durante más tiempo y con mayor intensidad. El tamaño de mis pechos disminuye, porque no puedo comer nada sin devolverlo. Al cuarto día, he perdido todas mis fuerzas y no soy capaz ya ni de levantarme. Mi amiga viene todos los días y ayuda en lo que puede, pero amamantar a la niña es algo de lo que tengo que ocuparme personalmente.
Hoy la madre de Lketinga viene a vernos, porque él fue a buscarla. Me mira y me aprieta el estómago, con lo cual me causa un dolor infernal. Luego señala mis ojos, diciendo que están amarillos y que también mi rostro tiene un extraño color. Quiere saber qué es lo que he comido. Pero hace ya mucho tiempo que mi cuerpo no retiene nada más que agua. Napirai grita y pide el pecho, pero ya no puedo sostenerla, porque no soy capaz de incorporarme sola. La madre de Lketinga me la coloca en mi pecho flácido. Dudo de que tenga aún bastante leche y me preocupa el pensar qué otra cosa puede tomar la niña. Como tampoco la madre de Lketinga sabe de ningún remedio contra esta enfermedad, decidimos ir al hospital de Wamba.
Lketinga conduce mientras mi amiga sostiene a Napirai. Yo estoy demasiado débil. Naturalmente, en el camino se nos vuelve a reventar un neumático. Es desesperante, odio este coche. Me siento dificultosamente a la sombra para amamantar a Napirai mientras los otros dos cambian la rueda. A última hora de la tarde llegamos a Wamba. Me arrastro hasta la recepción y pregunto por la doctora suiza. Pasa más de una hora hasta que aparece el médico italiano. Me pregunta en qué consisten mis molestias y me saca sangre. Después de algún tiempo nos enteramos de que no es malaria. Los detalles no los sabrá hasta el día siguiente. Napirai se queda conmigo mientras mi marido y mi amiga regresan, aliviados, a Barsaloi.
Nos vuelven a instalar en la sección de las embarazadas para que Napirai pueda dormir en la camita infantil a mi lado. Como no está acostumbrada a dormirse sin mí, llora todo el tiempo hasta que una enfermera la coloca en mi cama. Inmediatamente se pone a chupar hasta quedarse dormida. A primeras horas de la mañana aparece al fin la doctora suiza. No está nada contenta de volver a verme en este estado junto con mi hija.
Después de examinarme, me comunica el diagnóstico: ¡hepatitis! En el primer momento, no entiendo de qué se trata. Preocupada, me explica que consiste en una ictericia, mejor dicho en la inflamación del hígado y que, además, es contagiosa. Mi hígado ha dejado de procesar los alimentos. La menor ingesta de grasa produce los dolores. Tengo que someterme inmediatamente a un régimen muy severo, tener reposo absoluto y permanecer en cuarentena. Luchando con las lágrimas, pregunto durante cuánto tiempo. Llena de compasión nos mira a Napirai y a mí y dice:
—Seguramente unas seis semanas. Entonces la enfermedad habrá dejado de ser contagiosa, pero aún no estará curada, ni mucho menos.
También hay que comprobar cómo está Napirai. ¡Seguramente se habrá contagiado ya! Ahora yo no puedo contener las lágrimas. La buena de la doctora intenta consolarme, diciendo que aún no es seguro que Napirai tenga la misma enfermedad. También mi marido tiene que someterse rápidamente a una revisión médica.
Después de estas informaciones descorazonadoras, la cabeza me da vueltas. Aparecen dos enfermeras negras con una silla de ruedas y me trasladan con todas mis pertenencias a una nueva ala del hospital. Me dan una habitación con lavabo, cuya parte delantera es de cristal, pero que no tiene puerta. Desde dentro, no es posible abrir la habitación. Hay un torno que se abre para pasar la comida. Esta ala es nueva, y la habitación tiene un aspecto agradable, pero ya ahora me siento como una prisionera.
Se llevan nuestras cosas para desinfectarlas y me vuelven a dar el uniforme del hospital. Ahora examinan también a Napirai. Cuando le sacan sangre, se pone, naturalmente, a gritar como una condenada. Me da una pena infinita, aún es tan pequeña, acaba de cumplir sus primeras seis semanas y ya tiene que sufrir tanto… Me conectan el suero y me dan un jarro de agua que ha sido endulzada con medio kilo de azúcar. Tengo que beber grandes cantidades de agua azucarada, porque es lo mejor para que el hígado se recupere. Después necesito tranquilidad, tranquilidad absoluta. Eso es todo lo que pueden hacer por mí. Se llevan a mi bebé. Lloro desesperada hasta quedarme dormida.
Me despierto a plena luz del sol sin saber qué hora es. El silencio sepulcral me produce pánico. No se oye absolutamente nada, y si quiero establecer contacto con el exterior tengo que tocar el timbre. Entonces aparece una enfermera negra tras el cristal y se dirige a mí a través de la apertura agujereada. Quiero saber cómo está Napirai. Irá a buscar a la doctora. Pasan unos minutos que, en este silencio, me parecen una eternidad. Entonces la doctora entra en mi habitación. Asustada, pregunto si no se va a contagiar también ella. Me tranquiliza esbozando una sonrisa.
—¡Una vez hepatitis, nunca más hepatitis! —Ella ya pasó la enfermedad hace años.
Después, por fin, recibo una buena noticia. Napirai está completamente sana, solo que se niega en redondo a tomar leche de vaca o leche en polvo. Con voz temblorosa, pregunto si no podré sostenerla en brazos durante las seis semanas siguientes. Si hasta mañana sigue sin aceptar la otra alimentación, no habrá más remedio y tendré que seguir dándole el pecho, pese a que el peligro de contagio es enorme, explica la doctora. De todas formas, es un milagro que aún no se haya contagiado.
Hacia las cinco me dan mi primera comida, arroz hervido con col, y un tomate de acompañamiento. Como despacio. Esta vez mi cuerpo retiene la pequeña ración, pero los dolores vuelven, aunque no con tanta intensidad. Dos veces me muestran por el cristal a Napirai. Mi niñita llora y tiene la barriguita hundida.
Al día siguiente, las enfermeras, con los nervios destrozados, me traen a mi pequeño fardito de color marrón. Me invade una profunda sensación de felicidad, como hace mucho tiempo que no he sentido. Busca ávidamente mi pecho y se tranquiliza al chupar. Al contemplar a mi Napirai me doy cuenta de que la necesito para encontrar la tranquilidad necesaria y la voluntad de aguantar este aislamiento. Mientras bebe, me mira fijamente con sus grandes ojos oscuros y tengo que dominarme para no apretarla con demasiada fuerza contra mí. Cuando, más tarde, la doctora pasa a vernos, dice:
—¡Veo que las dos os necesitáis mutuamente para recuperar la salud o para mantenerla!
Al fin, soy otra vez capaz de sonreír y le prometo que me esforzaré.
Todos los días bebo con grandes esfuerzos hasta tres litros de agua tan extremadamente dulce que me produce náuseas. Como ahora también me dan sal, la comida sabe un poco mejor. Para desayunar me traen té y una especie de tostada con un tomate o una fruta. Para comer, siempre lo mismo: arroz hervido con o sin col. Cada tres días me sacan en las revisiones sangre y recogen una muestra de orina. Al cabo de una semana, ya me siento mejor, aunque todavía muy débil.
Dos semanas más tarde viene el siguiente golpe. Han comprobado por la orina que mis riñones ya no trabajan correctamente. Es cierto que me dolía la espalda, pero lo achacaba al hecho de tener que permanecer tumbada durante tanto tiempo. Ahora me suprimen también la sal en la comida ya de por sí sosa. En cambio, me conectan una bolsa para la orina, lo que resulta muy doloroso. Tengo que anotar todos los días cuánto bebo y la enfermera mide a través de la bolsa la cantidad que vuelvo a expulsar. ¡Cuando había recuperado fuerzas suficientes para dar unos pasos vuelvo a estar de nuevo atada a la cama! Al menos, Napirai está conmigo. Sin ella, seguro que ya habría perdido las ganas de vivir. Por lo visto, se da cuenta de que no me encuentro bien, pues, desde que está conmigo, ha dejado de llorar.
Dos días después de mi ingreso, mi marido se presentó en el hospital para someterse a una revisión. Está sano y no ha vuelto a asomar por aquí durante los últimos diez días. Seguro que mi aspecto no era precisamente agradable y, además, no pudimos hablar. Con expresión triste, permaneció ante la ventana de cristal, y media hora después se marchó. De vez en cuando me manda saludos. Me comunican que nos echa mucho de menos y que, para matar el tiempo, va y viene constantemente con nuestro rebaño. Desde que en Wamba han tenido conocimiento de que una mzungu se encuentra en el hospital, aparecen regularmente visitantes extraños ante el cristal que clavan sus miradas en mí y en mi hija. A veces son hasta diez personas. Estas visitas me resultan irritantes y me suelo tapar con la sábana.
Los días pasan lentamente. O juego con Napirai, o leo el periódico. Ya llevo dos semanas y media aquí y durante este tiempo no he sentido ni un rayo de luz ni aire fresco. También echo en falta el canto de las cigarras y el trinar de los pájaros. Poco a poco me voy sumiendo en una depresión. Me paso largos ratos reflexionando sobre mi vida, y noto claramente que añoro Barsaloi y a sus habitantes.
Se aproxima la hora de visita y me escondo bajo la manta cuando una enfermera me comunica que alguien ha venido a verme. Saco la cabeza y veo a mi marido con otro guerrero tras el cristal. Feliz y radiante, nos mira a Napirai y a mí. En el acto, su aspecto alegre y hermoso me produce un entusiasmo como no lo he sentido durante mucho tiempo. Cuánto me gustaría acercarme ahora a él, tocarle y decirle:
—Darling, no hay ningún problema, todo se arreglará.
Como esto no es posible, sostengo a Napirai de tal forma que vea a su hija de frente mientras señalo a su padre. Ella patalea y agita graciosamente sus piernecitas gordezuelas y sus bracitos. Cuando de nuevo unos extraños intentan mirar por el cristal, veo a mi marido que los ahuyenta, y ellos se van. Me entra la risa y también él conversa riendo con su amigo. Su rostro adornado reluce a la luz del sol. ¡Ah, pese a todo sigo amándole! El tiempo de visita ha terminado y nos saludamos con la mano. La visita de mi marido me da la fuerza necesaria para restablecerme psicológicamente.
Al cabo de tres semanas me retiran la bolsa de la orina, porque ahora los valores han mejorado considerablemente. Al fin, puedo lavarme como Dios manda, incluso puedo ducharme. Durante la visita, la doctora se sorprende al ver que me he arreglado. He recogido mi cabello con una cinta roja en una coleta y me he pintado los labios. Me siento como una persona nueva. Cuando me comunica que dentro de una semana podré salir al aire libre durante un cuarto de hora, me siento realmente feliz. Entretanto, cuento los días que faltan.
Ha pasado la cuarta semana y me permiten abandonar mi jaula con mi hija a la espalda. Casi me corta la respiración el aire tropical que aspiro con avidez. Ahora, después de casi un mes en que me estuvieron vedados, percibo con una agudeza extraordinaria lo maravilloso que es el canto de los pájaros y lo bien que huelen los arbustos rojos. Quisiera lanzar gritos de júbilo.
Como me han dicho que no me aleje de esta ala del hospital, recorro algunos metros junto a los cristales. Lo que descubro tras ellos es horroroso. Casi todos los niños tienen malformaciones. A veces hay hasta cuatro camitas en una habitación. Veo cabezas o cuerpos deformes, niños con la espalda abierta, otros sin piernas o brazos o con un pie contrahecho. Lo que veo en la tercera ventana casi me deja sin respiración. Ante mis ojos yace muy quieto un pequeño cuerpecito de bebé con una inmensa cabeza que parece estar a punto de reventar. Solo se mueven los labios, supongo que debe de estar llorando. No puedo aguantar por más tiempo esa visión y regreso a mi habitación. Me siento tremendamente turbada, porque nunca antes había visto malformaciones como estas. Cobro conciencia de lo afortunada que soy con mi hija.
Cuando la doctora viene a verme, le pregunto por qué estos niños siguen con vida. Me explica que este hospital es de la misión y que aquí no se ayuda a morir. En la mayoría de los casos, los niños fueron abandonados ante las puertas del hospital y esperan aquí la muerte. Aún me siento muy mal y tengo mis dudas de poder volver a dormir alguna vez tranquilamente y sin pesadillas. La doctora me sugiere que al día siguiente pasee por la parte trasera del ala, así me ahorro esa visión. Realmente, hay allí un prado con bonitos árboles y nos permiten pasar todos los días hasta media hora allí fuera. Me paseo por el césped con Napirai en brazos, cantando en voz alta. Le gusta, pues de vez en cuando también ella emite algún sonido.
Pero pronto la curiosidad dirige de nuevo mis pasos hacia donde se encuentran los niños deformes. Como ahora sé lo que me espera, no me asusto tanto al verlos. Algunos de ellos perciben que alguien los está mirando desde arriba. Cuando me dispongo a regresar a mi cuarto encuentro abierta la puerta de la habitación de cuatro camas. La enfermera negra, que cambia los pañales de los niños, me invita con una sonrisa a acercarme. Vacilante, avanzo hasta el marco de la puerta. Me muestra las diferentes reacciones de los niños cuando les habla o cuando se ríe con ellos. Me sorprende ver con qué alegría son capaces de reaccionar estos niños. Me emociona y me avergüenza a la vez que haya podido dudar del derecho que estos niños tienen a la vida. Sienten dolor y alegría, hambre y sed.
A partir de ese día, me acerco siempre a las diferentes puertas y canto las tres canciones que aún recuerdo de mi época escolar. Me abruma ver la alegría que sienten ya al cabo de unos días cuando me reconocen o me oyen. Incluso el bebé hidrocéfalo deja de gemir cuando le canto mis canciones. Al fin, he encontrado una manera de transmitir a otros la alegría de vivir que yo he recuperado.
Un día, estoy empujando arriba y abajo al sol a Napirai que va sentada en un asiento infantil con ruedas. Ella estalla en alegres risitas cuando rechinan las ruedas o se bambolea el cochecito. Con el tiempo, entre las enfermeras se ha convertido en una atracción. Todas se acercan y quieren levantar en brazos a esta niña de color castaño claro. Se deja hacer pacientemente y hasta se muestra divertida. De repente, tengo ante mí a mi marido con su hermano James. Inmediatamente, Lketinga se abalanza sobre Napirai y la saca del cochecito. Después me saluda también a mí. Me alegro enormemente de su inesperada visita.
Napirai, en cambio, parece tener dificultades ante el rostro pintado y el largo cabello rojo de su padre, pues, tras un breve instante, se echa a llorar. Enseguida, James se dirige a ella y le habla en voz baja. También él está entusiasmado con nuestra hija. Lketinga lo intenta cantando, pero es inútil, ella quiere venir conmigo. James se la quita y, al instante, vuelve a tranquilizarse. Rodeo a Lketinga con mi brazo e intento consolarle explicándole que Napirai necesita un tiempo para volver a acostumbrarse a él, puesto que ya llevamos aquí más de cinco semanas. Desesperado, quiere saber cuándo regresaremos al fin a casa. Le prometo que se lo preguntaré por la noche a la doctora y le digo que vuelva una vez más durante el horario de visitas.
Por la tarde, se lo pregunto al médico durante la visita. Me asegura que podré abandonar el hospital dentro de una semana si prometo no trabajar y seguir el régimen alimenticio. Dentro de tres o cuatro meses podré empezar a tomar poco a poco algo de grasa. Creo haber oído mal. ¡Durante otros tres o cuatro meses tengo que comer este menú de arroz hervido o de patatas! Me apetece enormemente algo de carne y de leche. Por la noche, vuelven a aparecer Lketinga y James. Me traen carne magra hervida. No puedo resistirlo y, muy despacio y masticando largamente, como unos cuantos trozos, el resto se lo devuelvo con gran pesar de mi corazón. Acordamos que vendrán a recogerme dentro de una semana.
De noche, siento fuertes dolores de estómago. Mi interior arde como si un fuego estuviera devorando la pared de mi estómago. Al cabo de media hora no aguanto más y llamo a la enfermera. Al ver cómo me revuelvo, encogida, en la cama, va a buscar al médico. Me dirige una mirada severa y me pregunta qué es lo que he comido. Siento mucha vergüenza al tener que admitir que he comido unos cinco trocitos de carne magra sin grasa. Se enfada muchísimo y me llama estúpida. Que para qué he venido si no estoy dispuesta a someterme a sus instrucciones. Que ya está harto de dedicarse a salvarme la vida, ¡al fin y al cabo no soy su única paciente!
Si en aquel instante no hubiera entrado la doctora, seguramente habría continuado la bronca. En cualquier caso, su acceso de rabia me ha dejado completamente desconcertada, pues hasta ahora siempre fue muy amable. Napirai grita y también yo lloro. El médico abandona la habitación y la doctora suiza me tranquiliza, pidiéndome que disculpe al doctor, que está completamente agotado y lleva una sobrecarga de trabajo. Hace años que no ha hecho vacaciones y todos los días lucha por salvar vidas humanas, en la mayoría de los casos en vano. Encorvada por el dolor, pido disculpas y me siento como si hubiera cometido un grave delito. La doctora se marcha y yo paso la noche atormentada por el dolor.
Espero impaciente que me den el alta. Al fin llega el momento. Ya nos hemos despedido de la mayoría de las enfermeras y estamos esperando a Lketinga. No aparece hasta pasado el mediodía y viene acompañado de James, pero su expresión no es tan radiante como yo hubiera esperado. En el trayecto tuvo problemas con el coche. De nuevo, el cambio de marchas no funcionó como debía. Varias veces no pudo cambiar de marcha y ahora el coche se encuentra en el taller de la misión de Wamba.