BUROCRACIA

El tiempo pasa y tenemos que ir a Maralal para casarnos. La madre de Lketinga está enfadada por el hecho de que él se marche cuando falta tan poco para la ceremonia, pero nosotros pensamos que una semana es más que suficiente. Aquel mismo día su madre lo deja todo y se pone en marcha con las demás madres y los burros cargados a tope. De ninguna manera quiere venir con nosotros. Jamás se ha sentado en un coche y ya no está dispuesta a probarlo. Así que me limito a meter mis bolsas en el coche, la madre de Lketinga se ocupa del resto.

Lketinga se lleva a Jomo, un tipo mayor que sabe algo de inglés. Me resulta antipático, y durante el camino insiste constantemente en ser nuestro padrino o, al menos, en asistir a la boda. Después hablan de la próxima fiesta. Con este motivo acuden las madres de todos los lugares. Se construirán con seguridad cuarenta o cincuenta manyattas y se bailará mucho. Esta gran fiesta, a la que podré asistir, me hace mucha ilusión. Nuestro pasajero dice que, por la posición de la luna, pasarán aún unas dos semanas.

En Maralal nos dirigimos primero a la oficina de empadronamiento. El funcionario no está, y nos dicen que volvamos al mediodía del día siguiente. Sin carnet de identidad no podemos solicitar fecha para la boda. Recorremos Maralal en busca de dos padrinos. Pero no resulta tan fácil. Los que conocen a Lketinga no saben escribir o no entienden suahili o inglés. Su hermano es demasiado joven, otros tienen miedo de entrar en la oficina, porque no entienden para qué sirve todo aquello. Solo al día siguiente nos encontramos con dos moran con experiencia por haber vivido en Mombasa y que, además, tienen carnets. Prometen quedarse en Maralal los siguientes días.

Cuando, por la tarde, volvemos a presentarnos en el registro, realmente está preparado el carnet de Lketinga. Solo tiene que poner la marca de su dedo debajo. Luego nos vamos al «registro civil» para pedir una fecha. El funcionario comprueba mi pasaporte y mi certificado de soltería. De vez en cuando le hace alguna pregunta en suahili a Lketinga, que por lo visto este no siempre entiende. Se empieza a poner nervioso. Me atrevo a preguntar por la fecha y a la vez doy los nombres de los padrinos. El funcionario dice que tenemos que hablar con el oficial del distrito, pues solo él puede celebrar la boda.

Nos sentamos en la fila de la gente que espera. Todos quieren hablar con ese hombre importante. Al cabo de unas dos horas nos hacen pasar. Tras un elegante escritorio está sentado un hombre corpulento. Pongo nuestros papeles sobre su mesa y le explico que hemos venido a solicitar una fecha para casarnos. Empieza a pasar las hojas de mi pasaporte y me pregunta por qué quiero casarme con un masai y dónde vamos a vivir. Debido a los nervios, me resulta difícil formular frases correctas en inglés.

—Porque lo amo y porque queremos construirnos una casa en Barsaloi.

Durante un rato nos mira alternativamente a Lketinga y a mí. Al fin dice que nos presentemos en la oficina dentro de dos días a las dos de la tarde con los padrinos. Muy contentos, le damos las gracias y nos marchamos.

Todo se desarrolla de repente con una normalidad con la que no hubiera osado ni soñar. Lketinga compra miraa y se sienta en la pensión con una cerveza. Le insisto en que no le conviene, pero me dice que ahora la necesita. Hacia las nueve llaman a la puerta. Es nuestro acompañante. También él está masticando miraa. Lo volvemos a comentar todo otra vez, pero conforme van pasando las horas, Lketinga está cada vez más inquieto. No sabe si no es un error casarse de esa forma. No conoce a nadie que lo haya hecho en una oficina. Ahora estoy contenta de que el otro se lo explique todo. Lketinga se limita a asentir con la cabeza. ¡Solo espero que los dos días pasen sin que él acabe trastornado! Soporta muy mal estas visitas a sitios oficiales.

Al día siguiente voy a ver a Jutta y Sophia. Las dos están en casa. Sophia vive rodeada de auténtico lujo en una casa de dos habitaciones con luz eléctrica, agua e incluso una nevera. Las dos se alegran con nuestra boda y prometen acudir a la oficina a las dos de la tarde. Sophia me presta un bonito pasador para el pelo y una preciosa blusa. Para Lketinga compramos dos bonitos kangas. Estamos preparados.

En la mañana del día de nuestra boda acabo por ponerme algo nerviosa. A las doce todavía no han aparecido nuestros padrinos y no saben siquiera que dentro de dos horas es necesaria su presencia. Por esto tenemos que encontrar otros dos. Finalmente, Jomo consigue lo que quería y a mí ya me da igual con tal de que encontremos a una segunda persona. En mi desesperación pregunto a la dueña de nuestra pensión que asiente en el acto entusiasmada. A las dos de la tarde nos encontramos ante la oficina. Sophia y Jutta han venido incluso con cámaras fotográficas. Estamos sentados en el banco, esperando en compañía de algunas personas más. El ambiente es algo tenso, y Jutta no para de tomarme el pelo. La verdad es que me había imaginado que los minutos previos a mi boda serían algo más solemnes.

Ya ha pasado media hora sin que nos llamen. Hay gente entrando y saliendo. Un hombre me llama especialmente la atención porque ya es la tercera vez que entra. El tiempo pasa y Lketinga se empieza a alterar. Teme que lo metan en la cárcel si algo en los papeles no estuviera correcto. Intento tranquilizarle lo mejor que puedo. Apenas ha dormido a causa de la miraa.

Hakuna matata, estamos en África, pole, pole —dice Jutta cuando, de repente, se abre la puerta y nos piden a Lketinga y a mí que pasemos.

Los testigos tienen que esperar. Ahora también yo empiezo a ponerme nerviosa.

El oficial del distrito vuelve a estar sentado tras su elegante escritorio y ante él hay dos hombres más sentados a la larga mesa. Uno de ellos es aquel que entraba y salía constantemente. Nos dice que nos sentemos enfrente de los dos. Los dos hombres se presentan como policías vestidos de paisano y piden mi pasaporte y el carnet de Lketinga.

El corazón me late hasta las sienes. ¿Qué pasa aquí? Tengo miedo de que los nervios me impidan entender el inglés de los funcionarios. Me atosigan con un montón de preguntas. Desde cuándo vivo en la región de los samburu, dónde conocí a Lketinga, desde cuándo le conozco y de qué vivimos, cuál es mi profesión, cómo nos entendemos, etcétera. Las preguntas no tienen fin.

Lketinga quiere saber constantemente de qué estamos hablando, pero aquí no puedo explicárselo a la manera que utilizamos para entendernos. Ante la pregunta de si ya he estado casada anteriormente estoy a punto de perder los estribos. Alterada contesto que mi partida de nacimiento y mi pasaporte llevan el mismo apellido y que también tengo un certificado del ayuntamiento suizo redactado en inglés. Uno de los hombres dice que no reconocen ese certificado porque no está ratificado por la embajada de Nairobi.

—Pero mi pasaporte… —exclamo irritada.

Pero no puedo seguir. El funcionario contesta que también puede estar falsificado. Ahora estoy realmente furiosa. Después le pregunta a Lketinga si ya se ha casado con una mujer samburu. Fiel a la verdad, contesta que no. ¿Cómo puede demostrarlo?, quiere saber el funcionario. En Barsaloi lo saben todos. Pero aquí estamos en Maralal, es la respuesta. ¿Y en qué idioma queremos que nos casen? Pienso que en inglés, traducido al idioma masai. El funcionario suelta una risita irónica, diciendo que no tiene tiempo para casos especiales como el nuestro y que, además, no domina el idioma masai. Que volvamos cuando hablemos el mismo idioma, inglés o suahili, cuando me hayan sellado mi documento en Nairobi y Lketinga traiga una carta firmada por el jefe con la confirmación de que no está casado.

La rabia que me producen estas triquiñuelas me hacen perder los nervios. Gritando, pregunto al funcionario por qué no nos dijo todo esto la primera vez. Altanero, dice que es él quien decide lo que comunica y cuándo, y que, si no estoy de acuerdo, puede encargarse de que me pongan en la frontera mañana mismo. ¡Esto sí que es un golpe bien dado!

—Ven, cariño, vámonos, no nos quieren casar.

Furiosa, abandono la oficina entre lágrimas. Lketinga me sigue. Fuera se disparan las cámaras de Sophia y Jutta que creen que ya estamos casados.

Entretanto se han reunidos al menos veinte personas ante la oficina. Quisiera que la tierra me tragara. Jutta es la primera en darse cuenta:

—¿Qué pasa, Corinne, Lketinga, cuál es el problema?

—Yo no saber —contesta él desconcertado.

Corro a mi todoterreno y a toda velocidad me dirijo a la pensión. Quiero estar sola. Allí me dejo caer en la cama, deshecha en lágrimas que convulsionan todo mi cuerpo. ¡Estos malditos cerdos!, pienso.

Me doy cuenta de que Lketinga está sentado a mi lado, intentando tranquilizarme. Aunque sé que él no entiende las lágrimas, no consigo parar de llorar. También Jutta aparece y me trae un aguardiente keniano. Con repugnancia apuro la copa de un solo trago, y poco a poco el llanto convulsivo se va calmando. Me siento cansada y como si me hubiera quedado sorda. Llega un momento en que Jutta se marcha, Lketinga bebe cerveza y mastica miraa.

Al cabo de un rato llaman a la puerta. Yo estoy tumbada en la cama mirando el techo. Lketinga abre y los dos policías vestidos de paisano entran sigilosamente. Se disculpan cortésmente y quieren ofrecer su ayuda. Al ver que no reacciono, uno de ellos, el samburu, se dirige a Lketinga. Cuando comprendo que lo único que quieren esos cerdos es mucho dinero por dejar que nos casemos, vuelvo a perder los estribos. Gritando, les invito a salir de nuestra habitación. Me casaré con ese hombre en Nairobi o en cualquier otro lugar, y lo haré sin recurrir a sus sucias triquiñuelas. Finalmente, abandonan nuestra habitación con el rabo entre las piernas.

Mañana iremos a Nairobi para que ratifiquen mi formulario y, como medida de precaución, pediré una prórroga de mi visado. Ahora, con los impresos de solicitud de la boda debería ser posible. Luego tendremos otros tres meses de tiempo para conseguir el papel del jefe. ¡Ya veremos si va a ser posible sin sobornar a nadie! El antipático Jomo asoma por la habitación en el preciso instante en que estoy a punto de quedarme dormida. Lketinga le cuenta nuestro plan y él dice que quiere acompañarnos porque asegura conocer muy bien Nairobi. Como la carretera que lleva a Nyahururu sigue en muy malas condiciones, decidimos ir a Isiolo pasando por Wamba y tomar allí un autobús público a Nairobi. A causa de la fiesta inminente solo tenemos cuatro o cinco días de tiempo.

Este trayecto es nuevo para mí, pero todo transcurre sin problemas. Al cabo de unas cinco horas llegamos a Isiolo. Pregunto cómo se llega a la misión para, con algo de suerte, aparcar allí nuestro coche. El misionero me da permiso. Si dejamos el coche aparcado sin vigilancia, no seguirá allí por mucho tiempo. Eso, seguro.

Como desde aquí quedan otras tres o cuatro horas de viaje hasta Nairobi, decidimos pernoctar para partir temprano por la mañana e ir a la oficina por la tarde. Ahora nuestro acompañante me explica que se ha quedado sin dinero. No me queda más remedio que pagar su habitación, la comida y la bebida. Lo hago a disgusto, porque sigue cayéndome antipático. En la habitación caigo en la cama y me quedo dormida antes de que anochezca. Los dos beben cerveza y hablan. Por la mañana tengo mucha sed. Desayunamos, y subimos a un autobús que va a Nairobi. Pasa más de una hora hasta que, al fin, está lleno y empieza el viaje. Cuando llegamos a Nairobi falta poco para el mediodía.

En primer lugar, nos dirigimos a la embajada suiza para hacer ratificar el documento extendido por el ayuntamiento de mi ciudad de residencia. Pero allí no hacen este tipo de ratificaciones y, además, me dicen que con mi pasaporte alemán tengo que ir a la embajada alemana. Dudo de que los alemanes conozcan los sellos de los ayuntamientos suizos, pero no hay manera de convencerles. La embajada alemana se encuentra en otro barrio. Se me hace muy pesado atravesar la calurosa y sofocante ciudad de Nairobi. En la embajada de los alemanes hay un gran ajetreo, y tenemos que hacer cola. Cuando, al fin, me toca el turno, el funcionario niega con la cabeza y pretende enviarme a la embajada suiza. Irritada, le digo que es precisamente de allí de donde venimos. Entonces el hombre coge el auricular y llama a los suizos para preguntar. Regresa, haciendo movimientos negativos con la cabeza, y nos dice que ahora va a hacer algo totalmente absurdo, pero que para Maralal es suficiente que en el documento haya el mayor número posible de sellos y firmas. Le doy las gracias y después abandonamos la embajada.

Lketinga quiere saber por qué a nadie le gustan mis papeles. No se me ocurre ninguna respuesta y esto hace crecer su desconfianza hacia mí. Con paso cansino, nos dirigimos ahora a otro distrito, al edificio Nyayo, para prolongar mi visado que expira dentro de diez días. Las piernas me pesan como plomo, pero en la hora y media que nos queda quiero conseguir el visado. De nuevo hay que rellenar formularios en el edificio Nyayo. Ahora agradezco la presencia de nuestro acompañante, porque tengo la cabeza como un bombo y solo entiendo una de cada dos preguntas. Lketinga, en quien todos clavan las miradas por su vestimenta, se ha tapado casi por completo la cara con su kanga. Nos sentamos a esperar que me llamen. El tiempo va pasando. Llevamos ya más de una hora esperando en la sala donde el ambiente es sofocante. Estoy a punto de no poder aguantar por más tiempo la cháchara de la multitud. Miro el reloj. Dentro de quince minutos cerrarán la oficina, y mañana comenzará de nuevo la espera.

Pero, finalmente, alguien levanta mi pasaporte en alto.

—¡Miss Hofmann! —se oye una resoluta voz de mujer.

Abriéndome paso entre la gente, consigo llegar a la ventanilla. La mujer me mira y me pregunta si quiero casarme con un africano.

Yes —es mi escueta respuesta.

—¿Dónde está su marido?

Señalo hacia el lugar donde se encuentra Lketinga. La mujer pregunta divertida si, realmente, quiero convertirme en la mujer de un masai.

—Sí, ¿por qué no?

Se marcha y regresa con dos compañeras que también clavan la mirada en Lketinga y luego en mí. Las tres se echan a reír. Permanezco de pie con aire orgulloso sin mostrarme ofendida por sus impertinencias. Al fin, estampa el sello en una hoja de mi pasaporte. Tengo mi visado. Doy las gracias en tono cortés y después abandonamos el edificio.