MIEDO POR MI HIJO

Por la noche, matan una de nuestras ovejas. Nunca he comido aquí carne de cordero, y siento verdadera curiosidad. La madre prepara la parte que nos toca. Cuece simplemente varios trozos en agua. Tomamos taza tras taza de aquel caldo grasiento e insípido. La madre dice que es bueno para las embarazadas que tienen que recuperar fuerzas. Por lo visto, no me sienta bien, pues durante la noche me viene una diarrea. Aún me da tiempo de despertar a mi marido, que me ayuda a abrir la puerta de los matorrales espinosos. Después de atravesarla, no puedo recorrer ni veinte metros más. La diarrea parece no querer terminar nunca. Me arrastro de vuelta a nuestra manyatta, y Lketinga se muestra seriamente preocupado por mí y nuestro hijo.

De madrugada, la cosa se repite, y después vomito. Pese al inmenso calor, siento frío. Ahora también yo me doy cuenta del color amarillo de mis ojos, y envío a Lketinga a la misión. Tengo miedo por el niño, pues estoy segura de que es el comienzo de otra crisis de malaria. No pasan ni diez minutos hasta que oigo el coche de la misión y el padre Giuliano se presenta en nuestra cabaña. Al verme, pregunta qué me ha pasado. Por primera vez le cuento que estoy en el quinto mes de embarazo. Se muestra sorprendido, porque no se había dado cuenta. Inmediatamente propone llevarme a Wamba, al hospital de la misión, porque si no podría perder al niño. Rápidamente recojo mis cosas y nos marchamos. Lketinga se queda, porque la tienda está abierta.

El coche del padre Giuliano es más cómodo que el mío. Conduce a toda velocidad, pero conoce muy bien la carretera. Aun así me resulta difícil agarrarme, porque con una mano protejo mi vientre. Apenas hablamos durante las tres horas de viaje hasta el hospital de la misión. Dos monjas enfermeras vestidas de blanco nos esperan. Me apoyo en ellas y me conducen a una consulta donde me puedo tumbar en una camilla. Me sorprende la limpieza y el orden. No obstante, tumbada así, tan desvalida, en la camilla, una profunda tristeza se apodera de mí. Cuando entra Giuliano para despedirse, se me saltan las lágrimas. Asustado, pregunta qué me pasa. ¡Pero ni yo misma lo sé! Temo por mi hijo. Además, he dejado a mi marido solo con la tienda. Intenta tranquilizarme y promete pasar todos los días por la tienda para ver si todo está en orden. Por radio llamará a las enfermeras para comunicar las novedades. Ante la comprensión que me demuestra, me echo de nuevo a llorar.

Va a buscar a una enfermera, que me pone una inyección. Después aparece el médico y me examina. Cuando oye de cuántos meses estoy embarazada dice preocupado que estoy demasiado delgada y, además, anémica. Que por eso el niño es demasiado pequeño. A continuación pronuncia su diagnóstico: malaria en fase inicial.

Temerosa, pregunto qué consecuencias tendrá esto para mi hijo. Con un gesto de la mano elude mi pregunta y dice que primero tengo que recuperarme, que entonces tampoco le pasará nada al niño. Si hubiera venido más tarde, mi propio cuerpo habría inducido el parto prematuro como consecuencia de la anemia. Pero las esperanzas son buenas, en cualquier caso el niño está vivo. Estas palabras me hacen sentirme tan feliz que decido hacer todo lo que esté en mis manos para recuperarme lo antes posible. Me instalan en la sección de maternidad, en una habitación de cuatro camas.

Fuera, veo arbustos con flores rojas. Todo es tan distinto de Maralal… Menos mal que he actuado con celeridad. Viene la enfermera y me explica que todos los días me pondrán dos inyecciones y suero con una infusión de cloruro sódico. Que la necesito urgentemente, de lo contrario, el cuerpo se deshidrata. ¡Así que es este el tratamiento que debe aplicarse en caso de malaria! Entonces comprendo que en Maralal salvé la vida por los pelos. Es emocionante ver cómo me cuidan las enfermeras. Al tercer día, quedo finalmente liberada del suero, pero aún tengo que soportar las inyecciones durante dos días más.

Las enfermeras me comunican que en la tienda todo funciona perfectamente. Me siento como nueva, y estoy impaciente por regresar a casa con mi marido. Al séptimo día, este aparece con dos guerreros. Me alegro muchísimo, pero aun así me sorprende que haya abandonado la tienda.

—¡No problema, Corinne, mi hermano estar allí! —contesta riendo. Luego cuenta que ha echado a Anna porque nos robaba y regaló parte de los alimentos. No puedo creérmelo y le pregunto, temerosa, quién va a ayudarnos en el futuro. Me dice que ha contratado a un muchacho a quien controlan su hermano mayor y él. Casi me echo a reír, porque me resulta un enigma cómo dos analfabetos pretenden controlar a alguien que ha ido al colegio. Además, me dice que la tienda está casi vacía. Que por esto ha venido con el todoterreno y quiere seguir viaje hasta Maralal para organizar una carga de camión con los dos guerreros. Horrorizada, pregunto:

—¿Con qué dinero?

Me muestra su bolso lleno de billetes. Fue a buscar todo el dinero a casa del padre Giuliano. Me pongo a pensar febrilmente qué debo hacer. Si va a Maralal con los dos guerreros, lo desplumarán como a un pavo de Navidad. Lleva los billetes sueltos en su bolsa de plástico, y ni siquiera sabe cuánto dinero es.

Mientras estoy aún reflexionando, llega el médico y los guerreros tienen que abandonar la habitación. El médico dice que, por esta vez, la malaria está vencida. Pido que me dé el alta y me lo promete para el día siguiente. Pero insiste en que no trabaje mucho y en que me presente en el hospital a más tardar tres semanas antes de la fecha prevista para el parto. Me siento aliviada por poder abandonar el hospital y se lo digo a Lketinga. También él se alegra y promete venir a recogerme al día siguiente. Ellos se alojarán en Wamba en una pensión.

Durante el viaje a Maralal me siento yo al volante y, como siempre que mi marido viene conmigo, no surge ningún tipo de dificultad. Para el día siguiente podemos contratar ya un camión. En la pensión cuento el dinero que Lketinga trae consigo. Con espanto compruebo que faltan unos cuantos miles de chelines kenianos para poder pagar la carga. Interrogo a Lketinga y me dice con evasivas que aún queda algo de dinero en el almacén. No tengo, pues, más remedio que volver a sacar dinero en vez de llevar las ganancias al banco. Pero me alegro de que podamos regresar tan pronto a Barsaloi. Al fin y al cabo, hace ya más de diez días que falto de casa.

El camión, acompañado por uno de los guerreros, toma el rodeo, nosotros vamos por la selva. Me siento feliz de estar con mi marido, y físicamente me encuentro bien porque la comida regular en el hospital me ha sentado de maravilla.