BARRERAS BUROCRÁTICAS

Vamos a un hotel en el que nos han dicho que se aloja un masai con su mujer blanca. Me resulta difícil de imaginar, pero estoy muy intrigada pensando en que podría hacerle algunas preguntas a esa mujer. Cuando nos encontramos con ellos, me siento decepcionada. El aspecto de ese masai es el de un negro «normal», sin adornos ni ropa tradicional. En cambio, lleva un caro traje hecho a medida y es algunos años mayor que Lketinga. También la mujer está ya cerca de los cincuenta. Todos hablan a la vez, y Ursula, que es alemana, pregunta:

—¿Qué? ¿Pretendes venir aquí y vivir con ese masai?

Contesto afirmativamente y, con timidez, pregunto qué es lo que hay en contra de este proyecto.

—¿Sabes? —dice—, mi marido y yo llevamos ya quince años viviendo juntos. Es abogado, pero, aun así, tiene problemas con la mentalidad alemana. Y ahora mira a Lketinga, que jamás ha ido al colegio, no sabe leer ni escribir y apenas habla inglés. No tiene ni la menor idea de los usos y costumbres de Europa y, especialmente, de la perfecta Suiza. ¡Eso tiene que fracasar, sin la menor duda!

Me dice que, aquí, las mujeres no tienen derechos de ningún tipo. Ella descarta totalmente la posibilidad de vivir en Kenia. En cambio, pasar las vacaciones aquí es fantástico. Me dice que le tengo que comprar enseguida otra ropa a Lketinga, que no puedo pasearme con él vestido de esa manera.

Habla y habla, y el alma se me va cayendo a los pies ante tantos problemas. También su marido opina que sería mejor que Lketinga me fuera a visitar a Suiza. No puedo creer lo que dicen, y mis sentimientos hablan en contra. Aun así, aceptamos la ayuda ofrecida, y, al día siguiente, iniciamos el viaje a Mombasa para solicitar un pasaporte para Lketinga. Cuando expreso mis dudas, Lketinga pregunta si tengo un marido en Suiza, pues, de lo contrario, podría llevarlo sin problema conmigo. Y eso cuando diez minutos antes dijo que no quería abandonar Kenia, ya que ni sabía dónde estaba Suiza ni cómo era mi familia.

En el camino hacia la oficina de pasaportes me asaltan dudas que, luego, se confirman. A partir de este momento terminan los pacíficos días en Kenia y empieza la lucha con la burocracia. Entramos en la oficina los cuatro y nos pasamos, como mínimo, una hora en la cola antes de que nos hagan pasar. Tras un gran escritorio de caoba está sentado el funcionario que se encarga de resolver las peticiones. Entre el marido de Ursula y él se inicia una discusión de la que Lketinga y yo no entendemos ni palabra. Solo me doy cuenta de que, una y otra vez, miran a Lketinga con su atavío exótico.

—¡Vámonos! —oigo tras cinco minutos y, desconcertados, abandonamos la oficina.

Haber tenido que esperar una hora para que nos atendieran durante cinco minutos es algo que me indigna.

Pero eso es solo el inicio. El marido de Ursula nos dice que aún hay que arreglar algunas cosas. Que de ningún modo Lketinga podría abandonar inmediatamente el país conmigo; tal vez, si todo salía bien, dentro de un mes más o menos. Primero había que hacer fotos, luego volver y rellenar formularios que, no obstante, en este momento estaban agotados pero que volverían a estar disponibles dentro de unos cinco días.

—¿Qué? En una ciudad tan grande no tienen formularios para solicitar un pasaporte —me indigno.

No puedo creerlo. Cuando, tras una larga búsqueda, encontramos al fin un fotógrafo, resulta que tenemos que esperar varios días para poder recoger las fotos. Agotados por el calor y aquella eterna espera, decidimos regresar a la costa. Los otros dos desaparecen en el lujoso hotel diciendo que ahora ya sabemos dónde está la oficina y que allí podemos localizarlos si surgen problemas.

Como nos vemos apurados de tiempo, regresamos a la oficina al cabo de solo tres días con las fotos. De nuevo tenemos que esperar, y más aún que la primera vez. A medida que nos acercamos a la puerta aumenta mi nerviosismo, porque Lketinga se encuentra muy incómodo y se apodera de mí el pánico al comprobar la precariedad de mi inglés. Por fin expongo dificultosamente ante el funcionario nuestra petición. Tras un buen rato, el hombre levanta la vista de su periódico y pregunta para qué quiero yo en Suiza a un tipo como ese, y lanza una mirada despectiva a Lketinga.

—Vacaciones —replico.

El funcionario se echa a reír y dice que mientras ese masai no se vista de forma civilizada no se le dará un pasaporte. Y que como mi amigo no tiene educación ni idea de lo que es Europa, tengo que depositar una fianza de mil francos suizos y conseguir, además, un billete válido de avión para el viaje de ida y de vuelta. Solo cuando haya cumplimentado estas formalidades podrá darme el impreso de solicitud.

Agotada por la arrogancia de aquel gordo asqueroso, pregunto cuánto tardarán en dárselo a partir del momento en que yo lo tenga todo resuelto.

—Unas dos semanas —contesta, y nos invita con un gesto a abandonar la oficina. Con ademán aburrido coge el diario. Tanta impertinencia me deja atónita. En vez de abandonarlo todo, su comportamiento me incita aún más a querer demostrarle quién va a ganar la partida. Por encima de todo quiero evitar que Lketinga se sienta inferior. Además quiero poder presentárselo pronto a mi madre.

Me ofusco cada vez más con esta idea fija y decido ir a la agencia de viajes más próxima para arreglar todo lo necesario con Lketinga, que ya está impaciente y parece decepcionado. Damos con un hindú amable que se hace cargo de la situación y me dice que tenga cuidado, ya que muchas mujeres blancas han perdido su dinero de manera parecida. Acuerdo con él que nos dé un certificado sobre el billete de avión, y le entrego en depósito el dinero necesario. Me facilita un recibo y me promete que me devolverá el importe si lo del pasaporte sale mal.

Algo me dice que mi forma de proceder es arriesgada, pero confío en mi intuición. Lo importante es que Lketinga sepa adónde puede dirigirse cuando tenga el pasaporte y sea necesario presentar el billete con la fecha del viaje. «¡Otro paso más!», pienso combativa.

En un mercado cercano compramos para Lketinga pantalones, una camisa y zapatos. No resulta fácil, pues nuestros gustos son completamente opuestos. Él quiere pantalones rojos o blancos. Blanco, pienso, resulta imposible para la selva y rojo no es precisamente un color «masculino» en el mundo occidental. El destino viene en mi ayuda, pues todos los pantalones son demasiado cortos para mi hombretón de dos metros. Tras una larga búsqueda, encontramos, al fin, unos tejanos que le van bien. Con los zapatos se repite la historia. Hasta ahora solo había llevado una especie de abarcas confeccionadas con neumáticos de coche. Nos ponemos de acuerdo en comprar unas zapatillas de deporte. Al cabo de dos horas va vestido con ropa nueva. Pero curiosamente, ahora no me gusta. Ya no anda como flotando, sino arrastrando los pies. Él, en cambio, se muestra orgulloso de llevar, por primera vez en su vida, pantalones largos, una camisa y zapatillas de deporte.

Naturalmente ya es tarde para volver otra vez a la oficina, así que Lketinga propone ir a la costa norte. Quiere presentarme a algunas amigos y mostrarme dónde vivía antes de instalarse en casa de Priscilla. Dudo un instante, porque ya son las cuatro y nos veríamos obligados a regresar a la costa sur de noche. De nuevo dice:

—¡No problem, Corinne!

Esperamos, pues, a que pase un matatu con destino Norte, pero pasan dos autobuses abarrotados, y solo en el tercero encontramos un espacio minúsculo. Tras pocos minutos, el sudor me cae ya a chorros.

Afortunadamente llegamos pronto a un pueblo masai realmente grande donde encuentro por primera vez mujeres masai que me saludan cordialmente. En las cabañas reina un continuo ir y venir. No sé si la causa de su asombro soy yo o la nueva vestimenta de Lketinga. Todos soban la camisa clara, los pantalones, y hasta por los zapatos muestran su admiración. Poco a poco el color de la camisa se va volviendo más oscuro. Dos o tres mujeres intentan hablarme todas a la vez, y yo sonrío, sentada en silencio, sin entender nada.

Entretanto, aparecen muchos niños en la cabaña. Se quedan asombrados o me miran soltando risitas. Me llama la atención lo sucios que van todos.

—Tú esperar aquí —dice de repente Lketinga, y desaparece. No me siento nada cómoda. Una mujer me ofrece leche, que rechazo en vista de los enjambres de moscas. Otra me regala una pulsera masai, que me pongo muy satisfecha.

Poco después, vuelve a aparecer Lketinga y me pregunta:

—¿Tú tener hambre?

Y esta vez mi respuesta afirmativa es sincera, pues tengo realmente hambre. Vamos a un cercano fonducho en el lindero de la selva. Es parecido al de Ukunda, pero mucho más grande. Tiene una sección para mujeres y, más al fondo, otra para hombres. Naturalmente tengo que quedarme en la de mujeres, y Lketinga se marcha con los otros guerreros. La situación no me gusta, hubiera preferido estar en mi pequeña cabaña en la costa sur. Colocan ante mí un plato con carne y hasta algunos tomates que nadan en un líquido con aspecto de salsa. En un segundo plato hay una especie de torta. Observo a otra mujer que tiene ante sí el mismo «menú». Con la mano derecha desmigaja la torta, luego la moja en la salsa, coge además un trozo de carne y se lo mete todo con la mano en la boca. La imito, aunque para conseguirlo necesito las dos manos. De repente se hace el silencio, todos me miran mientras como. Aquello me resulta muy violento, ya que, además, se han reunido diez niños o más en torno a mí y, con los ojos muy abiertos, observan mi torpeza al comer. Después, empiezan de nuevo a hablar todos a la vez. Aun así, sigo incómoda sintiéndome observada. Me lo trago todo lo más rápidamente posible, con la esperanza de que Lketinga vuelva pronto. Cuando no quedan más que los huesos, me dirijo a una especie de barril puesto allí con agua para quitar la grasa de las manos, propósito, naturalmente, ilusorio.

Espero y espero, y al fin llega Lketinga. Siento ganas de echarle los brazos al cuello. Pero me mira con expresión extraña, casi de enfado, sin que yo pueda imaginar qué es lo que he hecho mal. Por su camisa veo que también él ha comido.

—Ven, ven —dice.

En el trayecto hasta la carretera pregunto:

—Lketinga, ¿cuál es el problema?

La expresión de su cara me da miedo. Me entero de que yo soy la causa de su enfado. Toma mi mano izquierda y dice:

—¡Esa mano no buena para comida! ¡Tú no comer con esa!

Entiendo sus palabras, pero no comprendo que eso sea motivo suficiente para ponerme esa cara. Le pregunto, pero no recibo ninguna respuesta.

Fatigada por los acontecimientos del día e insegura por ese nuevo enigma, me siento incomprendida y quisiera regresar a nuestra casita de la costa sur. Intento decírselo a Lketinga:

—¡Volvamos a casa!

Me dirige una mirada imposible de describir, pues, de nuevo, no veo más que el blanco de sus ojos y el reluciente botón de nácar.

—No —dice—, masai todos ir a Malindi esta noche.

Casi se me para el corazón. Si he entendido bien sus palabras, quiere realmente continuar viaje hasta Malindi, donde tienen que actuar en una sesión de danza.

—Ser buen negocio en Malindi —le oigo decir.

Se da cuenta de que no estoy precisamente entusiasmada y, enseguida, me pregunta con tono preocupado:

—¿Tú estar cansada?

—Sí, estoy cansada. No sé dónde está exactamente Malindi, y tampoco tenemos ropa para cambiarnos.

Dice que aquello no es ningún problema, que puedo quedarme a dormir con las massai ladies y que mañana por la mañana volverá. Estas palabras me quitan completamente el sueño. Quedarme aquí y sin poder hablar una sola palabra, es una idea que me llena de pánico.

—No, iremos juntos a Malindi —decido.

Al fin, Lketinga vuelve a reír y, de nuevo, oigo su familiar no problem!

En compañía de algunos otros masai subimos a un autobús que resulta realmente más cómodo que los peligrosísimos matatus. Cuando me despierto, estamos en Malindi.

Lo primero que hacemos es buscar un alojamiento para indígenas, porque después de la actuación seguramente todo volverá a estar ocupado. No hay gran cosa donde escoger. Encontramos uno en el que ya se albergan otros masai, y nos dan la última habitación libre. Solo tiene tres por tres metros. Junto a dos paredes de hormigón hay un par de camas de hierro con colchones delgados y hundidos y sendas mantas de lana colocadas encima. Del techo cuelga una bombilla desnuda. Dos sillas cojas completan el mobiliario. Al menos, es baratísimo. Por noche cuesta cuatro francos al cambio. Nos queda aún media hora antes de que comience la actuación de los bailarines masai. Me voy a tomar rápidamente una Coca-Cola.

Grande es mi sorpresa cuando, poco después, regreso a nuestra habitación. Lketinga está sentado en una de las camas, con los tejanos bajados hasta las rodillas, tirando, enfadado, de ellos. Por lo visto, quiere quitárselos, porque tenemos que marcharnos enseguida y, naturalmente, no puede actuar con ropa europea. Al verle así, tengo que hacer un esfuerzo para no echarme a reír. Como lleva los zapatos, no consigue quitarse los tejanos. Ahora, los pantalones están caídos y no logra ni subirlos ni bajarlos. Me arrodillo e intento sacar los zapatos de las perneras de los tejanos mientras él grita, señalando los pantalones:

—¡No, Corinne, pantalones fuera!

Yes, yes —contesto, e intento explicarle que primero tiene que volver a ponérselos, luego quitarse los zapatos y que solo entonces podrá deshacerse de los pantalones.

La media hora ha pasado con creces, y nos vamos corriendo al hotel. Me gusta mil veces más con su vestimenta de costumbre. Los zapatos nuevos le han hecho grandes ampollas porque, naturalmente, se emperró en llevarlos sin calcetines. Llegamos en el último instante, cuando ya va a empezar la representación. Me siento con los espectadores blancos. Algunos me lanzan miradas despectivas, porque sigo llevando la misma ropa que por la mañana, y seguro que no se ha vuelto más bonita ni está más limpia. Tampoco huelo tan bien como aquellos blancos recién duchados, por no hablar ya de mi pelo apelmazado. Y, aun así, soy seguramente la mujer más orgullosa de toda la sala. Al ver a los hombres bailando se apodera de mí aquella sensación de pertenecer a ellos. Es una sensación que ahora ya me resulta familiar.

Es casi medianoche cuando terminan el espectáculo y la venta de adornos típicos. Lo único que quiero ahora es dormir. En la habitación quiero lavarme al menos un poco, pero Lketinga entra, seguido de otro masai, y dice que su amigo va a dormir en la otra cama. No me entusiasma precisamente la idea de tener que compartir este cuarto de tres por tres metros con un desconocido, pero no digo nada para no resultar descortés. Me acomodo, pues, vestida, con Lketinga en la cama estrecha y hundida, y, pese a todo, al final me quedo dormida.

Por la mañana, al fin, puedo ducharme, aunque no con mucho lujo sino bajo un miserable chorrito de agua que, para colmo, está fría. Pese a la ropa sucia, me encuentro algo mejor durante el viaje de regreso a la costa sur.

En Mombasa me compro un vestido sencillo, ya que tenemos que pasar por la oficina para preguntar por el pasaporte y los formularios. Y hoy, efectivamente, tenemos suerte. Tras la inspección del billete provisional y el certificado sobre el dinero depositado, se nos facilita, al fin, un impreso de solicitud. Al intentar contestar a las numerosas preguntas del formulario, compruebo que la mayoría apenas las entiendo, por lo que decido rellenar el papel con ayuda de Ursula y de su marido.

Tras cinco horas de viaje estamos, al fin, de vuelta en nuestra casita en la costa sur. Priscilla estaba ya muy preocupada, porque no sabía dónde habíamos pasado la noche. Lketinga tiene que explicarle por qué lleva ropa europea. Yo me tumbo un rato, porque fuera hace un calor insoportable. También tengo hambre. Sin duda, habré adelgazado ya unos cuantos kilos.

Me quedan seis días hasta el viaje de vuelta, y aún no he hablado con Lketinga de nuestro futuro en común en Kenia. Todo gira únicamente en torno a aquel estúpido pasaporte. Empiezo a pensar, pues, a qué podría dedicarme aquí. Para vivir de esta manera modesta no hace falta mucho dinero, pero, aun así, necesito un trabajo e ingresos adicionales. De repente se me ocurre la idea de buscarme un local para instalar una tienda en uno de los numerosos hoteles. Podría dar trabajo a una o dos modistas, traer de Suiza patrones para vestidos y ser aquí propietaria de una tienda de confección. Hay telas bonitas en abundancia, también hay buenas costureras que trabajan por unos trescientos francos al mes, y vender es precisamente mi punto fuerte.

Entusiasmada con esa idea, llamo a Lketinga, le hago entrar en la casita e intento explicarle mi plan, pero no tardo en darme cuenta de que no me entiende. No obstante, se trata de algo que me parece muy importante ahora, y por eso voy a buscar a Priscilla. Ella traduce y Lketinga se limita a asentir de vez en cuando con la cabeza. Priscilla me explica que, sin permiso de trabajo o sin previa boda, no podré realizar mi proyecto. La idea es buena, pues ella conoce aquí a algunas personas que se ganan bien la vida con una sastrería a medida. Pregunto a Lketinga si tiene interés en una posible boda. En contra de lo que yo esperaba, su reacción es reservada. Y opina muy sensatamente que, si tengo una tienda en Suiza que marcha tan bien, no debo venderla sino venir dos o tres veces al año para pasar las vacaciones, ¡él me esperará siempre!

Su respuesta me irrita. Cuando estoy a punto de dejar todo lo que tengo en Suiza, él me hace ¡propuestas de vacaciones! Me siento decepcionada. Lo nota enseguida y dice, con toda la razón del mundo, que no me conoce bien y que tampoco conoce a mi familia. Necesita tiempo para reflexionar. E insiste en que también yo tengo que reflexionar y, además, tal vez él vaya a Suiza. Me limito a decir:

—Lketinga, cuando hago algo, lo hago lo mejor que puedo y no a medias.

O quiere que venga y sus sentimientos son semejantes a los míos o intentaré olvidar todo lo que ha habido entre nosotros.

Al día siguiente vamos a ver a Ursula y a su marido al hotel para rellenar el formulario. No los encontramos, pues se han marchado a un safari de varios días. De nuevo maldigo mis pobres conocimientos de inglés. Intentamos encontrar a otra persona que nos haga de intérprete. Lketinga solo quiere un masai, no se fía de los demás.

De nuevo, nos marchamos a Ukunda, donde pasamos horas en la casa de té hasta que, al fin, aparece un masai que sabe leer, escribir y hablar inglés. No me gusta su carácter soberbio, pero rellena con Lketinga todos los papeles y me dice que aquí no funciona nada sin sobornar a quien haga falta. Como me muestra su pasaporte y, por lo visto, ha estado ya dos veces en Alemania, le creo. Añade que, debido a mi piel blanca, la cantidad del soborno se multiplica inmediatamente por cinco. A cambio de una reducida compensación, irá al día siguiente con Lketinga a Mombasa para arreglarlo todo. Malhumorada, doy mi consentimiento, pues empiezo a perder la paciencia y no tengo ganas de enfrentarme de nuevo con aquel funcionario necio y arrogante. Por solo cincuenta francos está dispuesto a encargarse de todo. Incluso acompañará a Lketinga al aeropuerto. Les entrego un poco más de dinero para sobornar al funcionario, y parten los dos para Mombasa.

Al fin, vuelvo a la playa y me dejo mimar por el sol y la buena comida del hotel, que, naturalmente, cuesta diez veces más que la de los restaurantes indígenas del lugar. Al caer la tarde, regreso a la casita donde ya me está esperando Lketinga con expresión furiosa. Nerviosa, le pregunto cómo ha ido en Mombasa. Pero él solo quiere saber dónde he estado. Riendo, le contesto:

—¡En la playa, y comiendo en el hotel!

Además quiere saber con qué personas he hablado. No le doy mayor importancia y menciono a Edy y a otros dos masai con los que cambié unas palabras en la playa. Su rostro tarda en volverse más amable y, de pasada, dice que lo del pasaporte tardará entre tres y cuatro semanas.

Me alegro, e intento hablarle de Suiza y de mi familia. Me da a entender que tiene ganas de ver a Eric pero, en lo concerniente a los demás, no sabe qué le espera. Tampoco yo me siento muy cómoda cuando pienso en cómo reaccionará ante él la gente de Biel. Sin ir más lejos, se sentirá desconcertado ante el tráfico en las calles, los establecimientos lujosos y extravagantes.

Mis últimos días en Kenia transcurren de forma más tranquila. De vez en cuando vamos al hotel, a la playa o pasamos el día en el poblado con gente diversa, tomando y preparando té. Ya en el último día, me siento un tanto triste e intento no perder la compostura. También Lketinga está nervioso. Muchos me traen algún regalo, casi siempre adornos masai. Mis brazos están cubiertos de brazaletes casi hasta los codos.

Lketinga vuelve a lavarme otra vez el pelo, me ayuda a hacer el equipaje y no para de preguntar:

—Corinne, ¿realmente tú volver con mí?

Por lo visto, no cree que yo vuelva. Según él, muchas blancas prometen regresar y, luego, no lo hacen o, si lo hacen, eligen otro hombre.

—¡Lketinga, no quiero ningún otro, solo a ti! —repito una y otra vez.

Escribiré mucho, mandaré fotos y le avisaré cuando lo haya arreglado todo. Al fin y al cabo, tengo que encontrar a alguien que me compre el negocio y a quien se quede con mi piso y con todo el mobiliario.

Quedamos en que me comunicará a través de Priscilla la fecha de su viaje a Suiza en caso de que le den el pasaporte.

—Si no te lo dan, o si realmente no quieres ir a Suiza, me lo dices y no te preocupes.

Necesitaré unos tres meses para arreglarlo todo. Me pregunta cuánto son tres meses.

—¿Cuántas lunas llenas?

—Tres veces luna llena —le contesto riendo.

El último día pasamos todos los minutos juntos y decidimos ir a la Bush Baby hasta las cuatro de la mañana para no quedarnos dormidos y aprovechar el tiempo. Nos pasamos la noche hablando, comunicándonos con gestos, interpretándolos, y siempre vuelve a surgir la misma pregunta: si realmente voy a regresar. Lo prometo por vigésima vez y me doy cuenta de que también Lketinga está muy emocionado.

Media hora antes de la partida llegamos al hotel, acompañados de otros dos masai. Los blancos adormecidos, que esperan la salida, nos miran irritados. Con mi bolsa de viaje y los tres masai con sus adornos y sus rungus debo de parecerles una imagen extraña. Llega el momento de subir al autocar. Lketinga y yo nos volvemos a abrazar, y él dice:

No problem, Corinne! ¡Yo esperar aquí o yo ir con tú!

Luego —apenas puedo creerlo— me da un beso en la boca. Me siento emocionada, subo al autocar y, agitando la mano, me despido de los tres que se quedan atrás en la oscuridad.