EN LA NUEVA PATRIA

Desde el aeropuerto de Mombasa me permiten ir al Africa-Sea-Lodge en un autocar dispuesto para el servicio de los huéspedes de los hoteles, pese a que no tengo reserva en ninguno. Priscilla y Lketinga estarán sin duda informados de la hora de mi llegada. Pero siento cierta inquietud. ¿Qué pasará si no viene nadie? Tras mi llegada al hotel ya no me queda tiempo para pensar. Miro a mi alrededor y no veo a nadie que haya venido a recibirme. Allí estoy, de pie, con mi pesada bolsa. Poco a poco va cediendo la tensión y me siento decepcionada. Pero, de repente, oigo mi nombre, y, cuando miro hacia el camino, veo que Priscilla, con los pechos bamboleantes, se acerca a toda prisa. Se me saltan las lágrimas de alivio y alegría.

Nos abrazamos efusivamente, y, por supuesto, le pregunto de inmediato dónde está Lketinga. Su rostro se pone sombrío, y me responde mirando hacia otro lado:

—Corinne, ¡por favor, no sé dónde está!

No le ha vuelto a ver desde entonces, hace más de dos meses. Se cuentan muchas cosas, pero ella no sabe si son verdad. Quiero saberlo todo, pero Priscilla dice que, primero, deberíamos ir al poblado. La ayudo a colocarse mi pesada bolsa en la cabeza y yo cojo mi equipaje de mano. Luego, nos ponemos en marcha.

Dios mío, ¿qué será de mis sueños de felicidad y amor?, pienso. ¿Dónde estará Lketinga? No puedo creer que lo haya olvidado todo. En el poblado nos encontramos con otra mujer, una musulmana. Priscilla me la presenta diciendo que es una amiga. De momento tendremos que vivir las tres en su morada, puesto que esta mujer no quiere volver con su marido. La casita no es muy grande, pero, por el momento, será suficiente.

Tomamos té, pero las dudas siguen acosándome. De nuevo pregunto por mi masai. Priscilla cuenta vacilante lo que ha llegado a sus oídos. Uno de sus compañeros dice que se ha marchado a su casa. Estuvo tanto tiempo sin recibir cartas mías que se puso enfermo.

—¿Cómo? —replico alterada—. ¡Pero si he escrito, al menos, cinco veces!

También en la mirada de Priscilla se percibe ahora un asomo de sorpresa.

—Pero ¿adónde escribiste? —quiere saber.

Le muestro la dirección con el apartado de correos en la costa norte. Entonces, dice, no es extraño que Lketinga no haya recibido esas cartas. Se trata de un apartado que pertenece a todos los masai de la costa norte, y cada uno puede retirar de él lo que quiera. Como Lketinga no sabe leer, seguramente, alguien se habrá quedado con sus cartas.

Me cuesta creer lo que cuenta Priscilla. Pensaba que todos los masai son amigos o casi como hermanos. ¿Quién iba a hacer algo así? Y ahora, por primera vez, me habla de la envidia y la rivalidad entre los guerreros aquí en la costa. Cuando me marché, hace tres meses, algunos de los hombres que llevan ya mucho tiempo viviendo en la costa se burlaron de Lketinga diciéndole: «Una mujer así, tan joven y guapa, y con mucho dinero, seguro que no va a regresar a Kenia por un negro que no tiene nada».

—Y así —prosigue Priscilla— él, que lleva aún poco tiempo aquí, seguro que, al no recibir cartas, habrá creído lo que los otros le decían.

Llena de curiosidad, pregunto a Priscilla de dónde es Lketinga. No lo sabe con exactitud, pero de algún lugar en la región de los samburu, a una distancia aproximada de tres días de viaje. Que no me preocupe, el caso es que he llegado bien, ella intentará ahora encontrar a alguien que tenga previsto ir allá pronto y le pedirá que le lleve un aviso.

—Con el tiempo sabremos lo que ha pasado. Pole, pole —dice, lo que equivale a «Calma, calma»—. Ahora estás en Kenia, y aquí se necesita mucho tiempo y paciencia para todo.

Las dos mujeres me cuidan como a una chiquilla. Hablamos mucho, y Esther, la musulmana, habla de su calvario con el marido. Me advierten, aconsejándome que no me case jamás con un africano. Que no son fieles y tratan mal a las mujeres. Mi Lketinga es distinto, pienso, y me callo.

Decidimos comprar una cama. Durante la pasada noche no pude pegar ojo, pues Priscilla y yo compartimos una estrecha cama mientras Esther dormía en otra cama al lado. Como Priscilla es bastante voluminosa, apenas me quedaba sitio y tuve que pasarme la noche agarrada al borde de la cama para no deslizarme y acabar encima de ella.

Salimos, pues, para Ukunda, y a cuarenta grados a la sombra vamos de tienda en tienda. En la primera no tienen camas de matrimonio, pero el dueño dice que podría hacer una en tres días. Pero yo quiero tener una cama ahora mismo. En la siguiente encontramos una cama trabajada maravillosamente por ochenta francos. Quiero comprarla enseguida, pero Priscilla exclama indignada:

—¡Demasiado cara!

Creo haber oído mal. ¡Por ese dinero una cama de matrimonio tan bonita y además hecha a mano! Pero Priscilla sigue insistiendo:

—Ven, Corinne, ¡es demasiado cara!

La historia se repite una y otra vez toda la tarde hasta que, al fin, puedo comprar una por sesenta francos. El artesano la desmonta, y nosotras llevamos las piezas hasta la calle principal. Allí Priscilla compra además un colchón de espuma, y, tras esperar durante una hora bajo el sol abrasador junto a la calzada polvorienta, regresamos al hotel en matatu. Lo descargamos todo. Nos encontramos ahora con las piezas desmontadas y, naturalmente, estas piezas pesan, puesto que todo es de madera maciza.

Sin saber qué hacer miramos a nuestro alrededor. Y entonces vemos a tres masai que vienen de la playa. Priscilla habla con ellos y, en el acto, aquellos guerreros que, habitualmente, suelen rehuir el trabajo, nos ayudan a llevar mi nueva cama de matrimonio al poblado. Tengo que contener la risa, pues todo aquello tiene un aspecto verdaderamente cómico. Cuando, al fin, llegamos a la casita, quiero poner enseguida manos a la obra y atornillar las piezas de la cama, pero es imposible, porque los masai pretenden hacerlo en mi lugar. Ya son ahora seis los que se afanan con mi cama.

A última hora de la tarde podemos sentarnos, agotadas, en el borde de la cama. Se sirve té para todos, y, de nuevo, se ponen a hablar en la lengua de los masai, que me resulta incomprensible. Los guerreros me miran detenidamente uno tras otro, y de vez en cuando entiendo el nombre de Lketinga. Al cabo de aproximadamente una hora, se marchan todos y las mujeres nos disponemos a dormir. Esto significa lavarse provisionalmente fuera de la casita, algo que no ofrece ningún problema, porque es noche cerrada y seguro que no hay nadie observándonos. También vamos a orinar a cierta distancia de la cabaña, pues en la oscuridad ya no se sube por la escalera de gallinero. Agotada, caigo en la nueva cama en un maravilloso sueño. Esta vez no noto el cuerpo de Priscilla, puesto que la cama es suficientemente ancha. Pero ya no queda casi espacio en la cabaña, y, ahora cuando vienen visitas, todos utilizan el borde de la cama como asiento.

Los días pasan volando, y Priscilla y Esther se empeñan en mimarme. Una hace la comida, la otra acarrea agua e incluso lava mi ropa. Si protesto me replican que hace demasiado calor para que yo trabaje. Paso, pues, la mayor parte del tiempo en la playa, esperando una señal de Lketinga. Por la noche, nos vienen a ver a menudo guerreros masai. Jugamos a las cartas o intentamos contar historias. Con el tiempo me voy dando cuenta de que algunos muestran interés por mí, pero no me apetece seguirles la corriente, puesto que yo no quiero a nadie más que a aquel hombre único. Ninguno es ni la mitad de hermoso y elegante que mi «semidiós», por quien lo he dejado todo. Cuando los guerreros notan mi desinterés, oigo más rumores sobre Lketinga. Por lo visto, todos saben que aún sigo esperándole.

Cuando, de nuevo, rechazo con cortesía pero decididamente la amistad que me ofrecen, entiéndase, una relación amorosa, el masai de quien partió la oferta se limita a decir:

—¿Por qué esperas a ese masai? Todo el mundo sabe que con el dinero que le diste para el pasaporte se ha ido a Watamu Malindi y se lo ha gastado todo bebiendo con chicas africanas.

Después, se levanta, y dice que considere en serio su oferta. Enfadada, le digo que no quiero volver a verle más. Pero, aun así, me siento sola y traicionada. ¿Y qué será de mí si aquello es cierto? Me pasan por la mente muchos pensamientos, y, en definitiva, solo sé a ciencia cierta que no quiero creer lo que me han dicho. Podría ir a ver al hindú de Mombasa, pero algo me impide reunir el valor para hacerlo, pues difícilmente podría soportar el ridículo. Todos los días me encuentro en la playa con guerreros, y las historias no cesan. Uno incluso indica que Lketinga está loco y que lo han llevado a su casa. Allí se casó con una muchacha joven y ya no volverá a Mombasa. Si me hace falta consuelo, él estará siempre a mi disposición. Dios mío, ¿es que no van a dejarme en paz? Empiezo a sentirme como un ciervo perdido entre leones. ¡Todos quieren comerme!

Por la noche le cuento a Priscilla los últimos rumores y el acoso de los guerreros. Dice que es normal, que llevo aquí tres semanas sola sin hombre, y la experiencia de esa gente es que una mujer blanca nunca permanece mucho tiempo sola. Luego me habla Priscilla de dos mujeres blancas que llevan ya bastante tiempo viviendo en Kenia y que persiguen a casi todos los masai. Por un lado, me siento escandalizada y, por otro, sorprendida al oír que aquí hay otras mujeres blancas y que incluso hablan alemán. Esta información despierta mi curiosidad. Priscilla señala otra casita en el poblado y explica: «Esta es de Jutta, una alemana que debe de andar por la región de los samburu y, en estos momentos, trabaja para un cámping de turistas, pero tiene previsto pasar por aquí dentro de unas semanas». Siento curiosidad ante esa misteriosa Jutta.

Entretanto, se van repitiendo los ofrecimientos y los intentos de aproximación, y me siento cada vez más incómoda. Una mujer sola parece ser presa fácil. Tampoco Priscilla puede hacer nada para evitarlo, o no quiere hacerlo. Cuando le cuento algo, estalla a veces en una risa infantil. Es una reacción que me resulta incomprensible.