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Relación de mi última entrevista con David Hume

[Recogida parcialmente en mi Diario, y ampliada

parcialmente de memoria, 3 de marzo de 1777.]

JAMES BOSWELL

James Boswell se resistía a creer en el estoicismo de Hume; de ahí la autenticidad de este testimonio. Hume murió justo cuando estallaba la Revolución americana, que él había predicho y apoyado. De hecho, sus ideas dejaron una profunda huella en muchos de los que firmaron la Declaración de Independencia.

El domingo 7 de julio de 1776 por la mañana, como ya era demasiado tarde para la iglesia, fui a ver al señor David Hume, que había vuelto de Londres y de Bath, y se estaba muriendo. Le encontré solo, reclinado en su salón. Estaba flaco, cadavérico, como de tierra. Llevaba un traje de paño gris con botones blancos de metal, y una especie de peluquín. Se parecía poco a la figura oronda que solía presentar. Tenía delante la Filosofía de la retórica del doctor Campbell. Parecía sereno, e incluso alegre. Dijo que se estaba acercando a su final. Creo que fueron sus palabras. No sé cómo me las ingenié para que saliese el tema de la inmortalidad. Dijo que a partir de sus lecturas de Locke y Clarke jamás había albergado ninguna creencia religiosa. Yo le pregunté si en su juventud no había sido religioso. Dijo que sí, y que en aquel entonces leía De los deberes del hombre y del ciudadano; que había resumido el catálogo de vicios del final de la obra, y lo había usado para examinarse, descartando el asesinato, el robo y otros vicios que no tenía ocasión de cometer, puesto que tampoco sentía inclinación alguna a hacerlo. Dijo que era una extraña tarea: tratar, por ejemplo, de no sentir orgullo o vanidad pese a sobresalir entre todos sus compañeros de estudios. Sonrió, burlándose de ello como absurdo y contrario a los principios fijos y las consecuencias necesarias, sin advertir que la disciplina religiosa no tiene por fin extinguir las pasiones, sino moderarlas; y a fe que el exceso de orgullo o vanidad es peligroso y dañino en términos generales. Dijo después, rotundamente, que la moral de cualquier religión es mala, y tuve la certeza de que no bromeaba al asegurar que cuando oía llamar religioso a alguien, concluía que era un granuja, pese a haber conocido algunos casos de hombres muy buenos y religiosos. No era sino un reverso extravagante del comentario habitual sobre los infieles.

Tenía yo una gran curiosidad por saber si persistía en no creer en ningún estado futuro, ni siquiera con la muerte ante sus ojos, y tanto lo que dijo como su forma de decirlo me convencieron de que sí. Le pregunté si no era posible que hubiera un estado futuro. Él contestó que era posible que un trozo de carbón no ardiese al ser puesto sobre el fuego, y añadió que la fantasía de existir para siempre era muy poco razonable; que si existía la inmortalidad, debía ser general; que una gran proporción de la especie humana apenas posee cualidades intelectuales; que, sin embargo, todos ellos deben ser inmortales; que el portero que se emborracha con ginebra a las diez debe ser inmortal; que es menester conservar la escoria de todas las épocas, y que deben crearse nuevos universos para contener números tan infinitos. Pareciéndome una objeción poco filosófica, le dije: «Señor Hume, ya sabe que el espíritu no ocupa lugar».

Para aclarar esto último que dijo, señalaré que en una conversación anterior sobre el mismo tema usó prácticamente el mismo razonamiento, recalcando que Wilkes y su pandilla debían ser inmortales. En el pasado mes de mayo iba yo una noche por King Street, Westminster, y me encontré con Wilkes, que me llevó a Parliament Street para que viese pasar una curiosa procesión: el funeral de un farolero, al que asistían unos cuantos centenares de su gremio, todos con antorchas. Wilkes, que es o finge ser infiel, peroraba en los siguientes términos: «Yo creo que aquí se acaba este hombre. Creo que no resucitará». Yo le dije con mucha calma: «Me hace usted pensar en el argumento más convincente que he oído contra un estado futuro», y le referí la objeción de David Hume de que Wilkes y su pandilla debían ser inmortales. Creo que produjo la debida impresión, ya que Wilkes sonrió avergonzado, como se ponen más blancos los negros al ruborizarse. Pero volvamos a mi última entrevista con el señor Hume.

Le pregunté si nunca le inquietaba la idea de la aniquilación. Él dijo que en absoluto, tan poco como la de que no había existido, como observa Lucrecio. «Bueno —dije yo—, señor Hume, pues espero triunfar sobre usted cuando volvamos a vernos en un futuro estado; y entonces, acuérdese de no fingir que toda esta infidelidad fue en broma». Por este registro de buen humor y ligereza hice discurrir nuestra conversación. Quizá estuviera mal hacerlo sobre un tema tan grave, pero al no haber nadie más con nosotros, consideré que no podía tener efectos negativos. Aun así, experimenté cierto grado de horror, mezclado con una especie de recuerdo absurdo, extraño y fugaz de las pías instrucciones de mi excelente madre, de las nobles lecciones del doctor Johnson y de los sentimientos y afectos religiosos sentidos a lo largo de mi vida. Era yo como quien, viéndose de pronto en gran peligro, busca sus armas defensivas; y no pude evitar que me asaltasen dudas pasajeras al tener frente a mí a un hombre de tales facultades, y de tan amplias investigaciones, muriendo con la certeza de que sería aniquilado. A pesar de todo, conservé la fe. Le dije que creía en la religión cristiana como creía en la historia. Él dijo: «No cree en ella como cree en la Revolución». «Sí —dije yo—, pero la diferencia es que la verdad de la Revolución no me interesa tanto; de lo contrario, tendría ansiosas dudas sobre ella. El hombre enamorado duda sin razón de los afectos de su dama». Mencioné el librito de Soame Jenyns en defensa del cristianismo, que acababa de publicarse, pero que yo aún no había leído. El señor Hume comentó: «Me han dicho que carece por completo de su espíritu habitual».

Una tarde de sol, el señor Hume me había dicho que no quería ser inmortal, idea de lo más asombrosa. La razón que adujo fue que se encontraba muy bien en aquel estado del ser, que las posibilidades jugaban en contra de que volviera a estar igual de bien en otro estado, y que él prefería no seguir siendo que estar peor. Yo le respondí que era razonable esperar que estuviese mejor; que habría una mejora progresiva. En la entrevista que refiero, sometí el mismo tema a su atención, diciendo que un estado futuro era una idea ciertamente agradable. Él dijo que no, porque siempre se accedía a él por algo lúgubre; siempre había un Flegetonte o un infierno. «Pero ¿no sería agradable —dije yo— tener la esperanza de volver a ver a nuestros amigos?». Y mencioné a tres hombres recientemente difuntos, a quienes él había tenido en mucho aprecio: el embajador Keith, lord Alemoor y el barón Mure. Él reconoció que sería agradable, pero añadió que ninguno de los tres albergaba tal idea. Creo que dijo tan tonta o tan absurda idea; como incrédulo, era de una contundencia indecente y descortés. «Sí —dije yo—, lord Alemoor era creyente». David reconoció que un poco, pero solo él.

De alguna manera introduje en la conversación el nombre del doctor Johnson. Le había oído hablar más de una vez con gran intransigencia de aquel gran hombre. Esta vez dijo: «A Johnson debería gustarle mi Historia». Yo, molesto por haberle oído atacar tantas veces a mi venerado amigo, le respondí que el doctor Johnson no le otorgaba mucho mérito, puesto que decía: «Ese, señor mío, es tory por casualidad». Lamento haberlo mencionado en un momento así. Estaba con la guardia baja, pues era tal la cortesía del señor Hume que, a decir verdad, la escena no tenía nada de solemne. En aquel momento, la muerte no parecía lóbrega. Me sorprendió ver que hablaba de diversos temas con una tranquilidad mental y una lucidez de pensamiento de la que pocos hombres gozan en momento alguno. Recuerdo dos detalles: La riqueza de las naciones de Smith, que encareció mucho, y el Origen del lenguaje de Monboddo, que trató con desprecio. Le dije: «Yo, en su caso, sentiría la aniquilación. Si hubiera escrito una historia tan admirable, lamentaría abandonarla». Él dijo: «Dejaré esa historia de la que tiene usted la amabilidad de hablar tan favorablemente lo más perfecta que pueda». También dijo que todas las grandes facultades de las que habían estado revestidos los hombres eran relativas a este mundo. Dijo que al estudiar para su historia se había hecho más amigo de la familia Estuardo, y que esperaba haber vindicado a los dos primeros con bastante eficacia como para que no volvieran a sufrir ningún ataque.

Pasó un momento el señor Lauder, su cirujano, así como el señor Mure, el hijo del barón. Con ambos estuvo complaciente, o así al menos me lo pareció. Dijo que no sentía dolores, pero que se estaba consumiendo. Al irme, me llevé unas impresiones que durante cierto tiempo me quitaron el sosiego.

(Añadidos de memoria, 22 de enero de 1778). Hablando de su singular idea de que los hombres de religión eran generalmente malos, dijo: «Uno de los hombres (o “el hombre”, no sé cuál de ambas cosas) de más honor que he conocido es mi señor mariscal, ateo redomado. Recuerdo que una vez insinué algo así como que creía en la existencia de un Dios, y estuvo una semana sin hablarme».

Cuando criticó a Monboddo, yo le dije que este me había comunicado sus sospechas de que las críticas insultantes contra su libro en The Edinburgh Magazine and Review estaban escritas por indicación del señor Hume. Me pareció que se enfadaba. Dijo: «¿Eso dice el bribón?» (o «granuja»; estoy seguro de que fue una de las dos palabras). Después me dijo que le había comentado a alguien de la Facultad de Abogados que Monboddo se equivocaba en su observación de que xxxxxx, y puso como prueba el verso de Milton. Cuando salió la crítica, se encontró precisamente con aquella observación, y le dijo al abogado: «¡Ajá! Le he descubierto», recordándole la circunstancia.[1]

Fue increíble verle tan agudo en su estado. Debo añadir una circunstancia más, que es importante, ya que demuestra que tal vez no carecía por completo de la esperanza de un estado futuro, y que su ánimo encontraba apoyo en la conciencia (o como mínimo la idea) de que su conducta había sido virtuosa. Dijo: «Si hubiese un estado futuro, señor Boswell, creo que podría responder de mi vida tan bien como la mayoría de la gente».