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De La hija del reverendo
GEORGE ORWELL
El famoso «salto de fe» de Kierkegaard adolece del enorme inconveniente moral y práctico de que no se puede hacer una sola vez, sino que debe repetirse constantemente. George Orwell (1903-1950) creía que la decadencia de la religión, especialmente la de la creencia en la inmortalidad personal, nos exigía elaborar una base posteísta para la moral. En este texto de su primera novela, La hija del reverendo, vemos cómo Dorothy, la protagonista, vive en su soledad interna el duro trance de descubrir que el «salto» reporta unos beneficios cada vez menores.
Arrodillada, con la cabeza gacha y las manos sujetando las rodillas, se puso rápidamente a rezar antes de que su padre llegara hasta ella con la hostia. Pero la corriente de su pensamiento se había roto. De pronto era inútil tratar de rezar; sus labios se movían, pero sus oraciones no tenían ni alma ni significado. Podía escuchar las botas de Proggett arrastrándose y la voz clara y profunda de su padre que susurraba «tomad y comed», podía ver el gastado trozo de alfombra roja bajo sus rodillas, podía oler el polvo y la colonia y el alcanfor; pero sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sobre el motivo por que se hallaba allí, era como si hubiera perdido la capacidad de pensar. Un vacío absoluto había ocupado su mente. Tenía la impresión de que de hecho no podía rezar. Luchó, concentró sus pensamientos, repitió mecánicamente las primeras frases de una plegaria; pero eran inútiles, carecían de sentido, no eran sino cáscaras vacías de palabras. Su padre alzaba la hostia ante ella en su hermosa y anciana mano. La sostenía entre el índice y el pulgar, con gesto exigente y un punto de desdén, como si fuera la cucharada de un medicamento. Su mirada se detuvo sobre miss Mayfill, que se doblaba sobre sí misma como la oruga de una polilla, con muchos crujidos, y persignándose de modo tan elaborado que uno podía imaginar que estaba marcando dónde colocar unos broches sobre el frente de su abrigo. Dorothy dudó varios segundos y no cogió la hostia. No se atrevió a cogerla. Mejor, mucho mejor descender del altar que aceptar el sacramento con semejante confusión en su corazón.
Entonces ocurrió que miró hacia un lado, a la puerta sur que estaba abierta. Un fugaz rayo de sol había atravesado las nubes. Se precipitaba hacia abajo por las hojas de los tilos, y un montón de hojas en el umbral brillaba con un verde pasajero e incomparable, más verde que el jade, o la esmeralda o las aguas del Atlántico. Era como si una joya de esplendor inimaginable se hubiera iluminado por un instante, llenando la puerta de luz verde, y luego se hubiera apagado. Un torrente de alegría recorrió el corazón de Dorothy. El destello de color vivo le había devuelto, gracias a un proceso más profundo que la razón, su paz de espíritu, su amor a Dios, su capacidad de adoración. De algún modo, gracias al verdor de las hojas, volvía a ser posible rezar. «¡Oh, todas las cosas verdes del mundo, alabad al Señor!». Empezó a rezar, con fervor, con gratitud, con alivio. La hostia se derritió en su boca.