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Apología de un agnóstico

LESLIE STEPHEN

A otro ilustre Victoriano, Leslie Stephen (1832-1904), también víctima de la teocracia de Oxford y Cambridge, le irritaba la idea de tener que ordenarse para impartir clases en Trinity Hall. A consecuencia de ello, dimitió de su cargo y se hizo famoso como biógrafo de Thomas Hobbes, Samuel Johnson y George Eliot. Stephen, que en algunos círculos ha quedado sobre todo como el fundador del Dictionary of National Biography, se hizo otro hueco en la misma obra como padre de Virginia Woolf Este ensayo es una defensa de Thomas Huxley, quien a pesar de lo rudimentario del «darwinismo social» que profesaba, enzarzó al obispo Wilberforce en un debate histórico sobre la teoría de la evolución, debate que se produjo en Oxford poco después de la publicación de El origen de las especies de Darwin.

La palabra agnóstico, acuñada originalmente por el profesor Huxley en torno a 1869, ha conquistado la aceptación general. A veces se usa para designar la teoría filosófica que el señor Herbert Spencer, según él mismo reconoce, desarrolló a partir de la doctrina de Hamilton y Mansel. Sobre esta teoría yo no me pronuncio. Tomo la palabra en un sentido más vago, y me complace pensar que su uso marca un adelanto en las cortesías de la polémica. El viejo término teológico para señalar a un contrincante intelectual era ateo, palabra que todavía conserva cierto olor a las hogueras de este mundo y a los fuegos del infierno en el siguiente, y que por otro lado comporta una imprecisión de cierto peso. El ateísmo dogmático (la doctrina de que no hay Dios, sea cual sea el sentido de la palabra Dios) es un estadio de opinión como mínimo infrecuente. En cambio, la palabra agnosticismo parece entrañar una idea bastante exacta de una forma de credo que ya es común, y cuya extensión crece a diario. Agnóstico es quien afirma (cosa que nadie niega) que la esfera de la inteligencia humana tiene límites. También afirma (como han sostenido expresamente muchos teólogos) que dichos límites excluyen como mínimo lo que llamó Lewes conocimiento «metempírico». Pero aún va más allá, y en contraposición a los teólogos afirma que la teología queda dentro de esta esfera prohibida. Esta última afirmación es la que plantea la cuestión decisiva. No seré yo quien pretenda inventarme un nuevo nombre con el que denostar a la escuela rival, pero a efectos de este artículo me atreveré a definirla como la de los gnósticos.

El gnóstico sostiene que en cierto sentido nuestra razón puede trascender los límites estrechos de la experiencia. Sostiene que podemos alcanzar verdades que ni pueden ni necesitan verificarse mediante la experimentación y la observación. Sostiene también que el conocimiento de esas verdades es básico para los más altos intereses de la humanidad, y que en cierto modo nos permite resolver el oscuro enigma del universo. Según reconoce todo el mundo, la solución completa queda fuera de nuestro alcance, pero es posible dar cierta respuesta a las dudas que nos causan angustia y perplejidad cada vez que intentamos formular alguna concepción adecuada del magno orden del que constituimos una parte insignificante. No podemos decir por qué es como es tal o cual disposición; lo que sí podemos decir, aunque sea de manera confusa, es que alguna respuesta existe, y que si la encontrásemos sería satisfactoria. Abrumados, como lo está a veces cualquier pensador honrado y serio, por la visión del sufrimiento, la insensatez y la impotencia, por las discordias que estremecen la vasta armonía del universo, de vez en cuando podemos oír el susurro de que todo está bien, y confiar en que proceda de la fuente más auténtica, y en que los barrotes temporales de los sentidos sean lo único que nos impide reconocer con certeza que la armonía bajo las discordancias es una realidad, no un sueño. Este conocimiento se encarna en el dogma central de la teología. El nombre de la armonía es Dios, y Dios es cognoscible. ¿Quién no estaría contento de aceptar esta creencia, si pudiera hacerlo con honestidad? ¿Quién no se alegraría de poder decir confiadamente: «El mal es transitorio, el bien eterno, nuestras dudas se deben a limitaciones condenadas a desaparecer, y en realidad el mundo es una encarnación de amor y de sabiduría, por muy oscuro que pueda presentarse a nuestras facultades»? Sin embargo, si fuera ilusorio este supuesto conocimiento, ¿no nos ligarían nuestras obligaciones más sagradas a reconocer los hechos? Nuestro breve camino es oscuro con cualquier hipótesis. No podemos permitirnos ir tras el primer ignis fatuus sin preguntar si lleva a un terreno más firme o a cenagales sin escapatoria. Tal vez en su momento los sueños sean más agradables que las realidades, pero la felicidad hay que ganársela adaptando nuestras vidas a las realidades. ¿Y quién que haya sentido el peso de la existencia, y haya sufrido que intentasen consolarle con la mejor intención, negará que esos consuelos son la más amarga de las burlas? El dolor no es malo; la muerte no es una separación; la enfermedad no es sino una bendición disimulada. ¿Habrán torturado tanto alguna vez a los sufrientes las más tétricas especulaciones de los pesimistas como estos amables lugares comunes? ¿Existe alguna sátira más incisiva que referirse, durante nuestro entierro, a «la segura esperanza de una dichosa resurrección»? Por muy saludable que sea disipar sinceras esperanzas, también puede ser doloroso. Reconfortaría un poco suprimir estos esfuerzos espasmódicos por llevar la contraria a los hechos, incluso en el dolor que se proponen aliviar.

Junto a la importante pregunta de si el gnóstico es capaz de demostrar sus dogmas, tenemos por tanto la de si los dogmas, una vez aceptados, tienen algún sentido. ¿Responden a nuestras dudas, o nos engañan con falsas apariencias de respuesta? Los gnósticos se gozan en su conocimiento. ¿Tienen algo que decirnos? Censuran lo que llaman «el orgullo de la razón» en nombre de un orgullo todavía más desmesurado. El razonador científico es arrogante porque establece límites a la facultad en la que confía, y niega la existencia de cualquier otra facultad. Ellos son humildes porque se atreven a penetrar en las regiones que él declara inaccesibles. Pero incluso dejándonos de acusaciones, o de disputas sobre si es mayor este orgullo o el otro, de alguna manera deberán justificar los gnósticos su complacencia. ¿Han descubierto algún apoyadero firme desde el que tengan derecho a mirar con compasión o desdén a quienes, desde abajo, lo consideran como una simple acumulación de sandeces? Si han reducido ni que sea un ápice el peso de una duda fugaz, deberíamos estarles agradecidos. Tal vez debiéramos convertirnos. Si no, ¿a qué viene condenar el agnosticismo?

He dicho que nuestro conocimiento es limitado se mire por donde se mire. Podría añadir que desde cualquier punto de vista es peligroso no reconocer los límites del conocimiento posible. La palabra gnóstico tiene algunas resonancias incómodas. Antiguamente describió a unos herejes que tuvieron problemas por imaginarse que los hombres podían formular teorías sobre el modo divino de existencia. Hace siglos que murieron esas sectas, pero es dudoso que hayan desaparecido del todo sus premisas básicas; al menos hace poco apareció en la prensa una serie de proposiciones formulada, se nos dijo, por algunos de los teólogos vivos de mayor objetividad y erudición. Dichas proposiciones recurrían a diversos lenguajes para definir las relaciones exactas que hay entre las personas de la Trinidad. Resulta curioso (aunque no sin precedentes, sino todo lo contrario) que el no creyente no pueda citarlas por miedo a ser irreverente. Si se trasplantasen a las páginas de la Fortnightly Review, sería imposible convencer a nadie de que la intención fuera otra que burlarse de esos simples de los que cabe suponer que tampoco fueron intencionadamente irreverentes. Baste decir que definían la naturaleza de Dios Todopoderoso con una precisión a la que no se atrevería un naturalista pudoroso al describir la génesis de una cucaracha. Ignoro si esos dogmas se exponían como artículos de fe, conjeturas piadosas o aportaciones provisionales a una teoría sólida. En todo caso, se los suponía de interés para seres de carne y hueso. No queda más que preguntarse con asombro qué es más fuerte, si la absoluta falta de reverencia que implica esta manera de abordar los misterios sagrados, la absoluta ignorancia del estado actual del mundo que implica la premisa de que lo que realmente divide a la humanidad es la doble procesión del Espíritu Santo, la absoluta incapacidad de especular que implica la confusión entre estas pieles muertas de antiquísimas modalidades de pensamiento y el tejido intelectual vivo, o la absoluta falta de imaginación, o hasta del más rudimentario sentido del humor, que implica la hipótesis de que la promulgación de semejantes dogmas podía despertar algo más que la risa de los escépticos y el desprecio del intelecto humano sano.

La secta con la que hay que tratar en nuestros días no es ninguna que se pasme ante el filioque, sino ciertos sucesores de aquellos efesios que le dijeron a san Pablo que ni siquiera sabían «si había algún Espíritu Santo». No obstante, explica algunos fenómenos modernos constatar que las grandes figuras de la teología albergan la esperanza de conciliar fe y razón, y de demostrar que los antiguos símbolos siguen teniendo derecho a la lealtad de nuestros corazones y cerebros, exponiendo estas solemnes proposiciones. Nosotros estamos lidiando con hechos objetivos, y ellos pretenden armarnos con los instrumentos olvidados de la escolástica. Nosotros deseamos alimento espiritual, y deberíamos conformarnos con estas antiguas pantomimas de dogmas olvidados. Si el agnosticismo es la actitud mental que rechaza de plano estas imbecilidades, y a la que le gustaría impedir que el intelecto humano desperdiciara sus facultades en tentativas de inducir por galvanismo una falsa actividad en este caput mortuum de la vieja teología, nadie tiene nada que temer del nombre. Con semejantes adversarios, cualquier disputa sería una pérdida de tiempo y una insensatez. Que los muertos entierren a sus muertos, y que los católicos viejos decidan si el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo o solo del Padre. Está claro que unos señores que aún leen el Credo Atanasiano, y pretenden asignarle algún sentido a sus afirmaciones, no tienen derecho a mirar con desdén a aquellos de sus semejantes que persisten en tomarse las cosas en serio. Sin embargo, para quien ansia hechos, no palabras, la única vía posible es dejar que estas excentricidades sigan su propio camino hacia el limbo al que están destinadas por naturaleza, limitándose a señalar de pasada que el gnosticismo moderno puede llevar a unas puerilidades que provocan rubor solo de observarlas.

No son estos los fenómenos con los que debemos enfrentarnos seriamente. Nadie sostiene que el intelecto humano sea capaz de descubrir sin ayuda la verdadera teoría de la Trinidad. La acusación de agnosticismo no se refiere al ámbito de la revelación, por descontado, sino al de la razón. Aun así, la mayoría de quienes atacan la doctrina creen en la revelación, y en ese sentido deberían dignarse contestar a una pregunta importante. ¿No es un tópico entre los teólogos denunciar la razón? ¿Hay algo más fácil que formar una cadena con los defensores más filosóficos del cristianismo que han agotado el lenguaje para declarar la impotencia del intelecto por sí solo? No ha sido más explícito Comte en enunciar la incapacidad humana de entender lo Absoluto y lo Infinito que toda una serie de escritores ortodoxos. Si os fiais de vuestra razón, nos han dicho tantas veces que ya nos hemos cansado de la frase, acabaréis siendo ateos o agnósticos. Pues os tomamos la palabra: nos hemos vuelto agnósticos. ¿Qué derecho tenéis a regañarnos por llevar la lógica un paso más lejos que vosotros? Nuestro derecho, contestáis, se basa en una revelación divina, hecha a nosotros mismos o a nuestra Iglesia. Reconozcamos, siendo muy generosos, que pueda establecerse de alguna manera ese derecho. No por ello dejaremos de estar todos de acuerdo en que, como ya hemos dicho, el hombre natural no puede saber nada de la naturaleza divina. Eso es agnosticismo. No solo se nos reconoce nuestro principio fundamental, sino que se afirma. Otra cosa es la pirueta lógica que os permita superar las barreras que habíais declarado infranqueables. En todo caso, carecéis de base prima facie para atacar nuestra premisa de que los límites del intelecto humano son los que le asignáis vosotros mismos. Y no es pura retórica. La mitad o más de nuestros adversarios aceptan formalmente nuestro principio más importante. No pueden atacarnos sin que tiemble el propio suelo en el que se apoyan los mejores defensores de su postura. El último escritor inglés que profesó defender el cristianismo con armas tomadas del saber filosófico más amplio y genuino fue Dean Mansel. El meollo de su argumentación consistía pura y exclusivamente en afirmar los principios iniciales del agnosticismo. En su programa, Herbert Spencer, profeta de lo Incognoscible y principal representante del agnosticismo, profesa llevar «un paso adelante la doctrina establecida por Hamilton y Mansel». Sospecho que actualmente nadie negaría, y que nadie ha negado jamás con seriedad, a excepción del propio Dean Mansel y de la prensa «religiosa», que el «paso adelante» en cuestión fuera el más lógico. La legitimidad de esta filiación ha sido reconocida por opositores de dentro y fuera de la Iglesia: los señores Maurice y Mill. El Jehová representado en el Antiguo Testamento es humano y vengativo, y preceptúa inmoralidades; por consiguiente, Jehová no era el auténtico Dios. Hasta ahí la deducción del infiel. Respuesta: no sabemos nada sobre el auténtico Dios, puesto que Dios significa lo Absoluto y lo Infinito. De Dios puede emanar cualquier acto especial, ya que puede tratarse de un milagro moral; la naturaleza de Dios puede presentarse al hombre con cualquier atributo, ya que no sabemos nada de nada sobre sus verdaderos atributos, y ni siquiera podemos concebirle como dotado de atributos. La doctrina de la Expiación no puede ser repulsiva, porque no puede tener ningún sentido. No puede decirse que el señor Spencer vaya más lejos que el original, como no sea en franqueza, ciertamente.

La mayoría de los creyentes rechazan los argumentos de Dean Mansel. Eran un anacronismo. Fueron fatales para el credo en decadencia del teísmo puro, e inútiles ante el credo en crecimiento del agnosticismo. Cuando la teología tenía bastante fuerza vital como para que le brotasen nuevas ramas, los ortodoxos podían atreverse a atacar a los deístas, y los deístas podían arremeter contra las creencias tradicionales. Ahora que el impulso se está debilitando, se ve que es una guerra suicida. Los antiguos rivales deben aliarse contra el enemigo común. Los teólogos deben pedir ayuda a los metafísicos a quienes despreciaban. Antes, la ortodoxia llamaba ateo a Spinoza, pero ahora se alegra de poder argumentar que hasta Spinoza es un testimonio favorable a ella. Sin embargo, la teología más auténtica sigue reconociendo su odio a la razón, y desconfiando de las falsas alianzas. A diferencia de Dean Mansel, Newman no era un metafísico profundo, pero su admirable retórica expresaba un instinto religioso muy superior. Aunque no razonase tan sistemáticamente, sentía con mayor intensidad, y no puede negarse la fuerza de un lado de sus argumentos. Sostiene que la razón no puede recabar suficiente apoyo por sí sola para creer en Dios. Como tantos escritores con menos fuerza que él, declara que «en la auténtica filosofía no existe punto medio entre el ateísmo y el catolicismo, y que una mente de absoluta coherencia, en las circunstancias en las que se encuentra aquí abajo, debe abrazar el uno o el otro». Busca sin encontrarlo a algún antagonista, fuera de la Iglesia católica, capaz de plantar cara a «la energía feroz de la pasión, y el escepticismo que todo lo corroe y lo disuelve, del intelecto en cuestiones religiosas». En realidad, esta doctrina no es más que un corolario natural de la doctrina de la corrupción humana, compartida por todos los teólogos de verdad. La base de la teología ortodoxa es la separación entre la creación y el Creador. En la Gramática del asentimiento, Newman nos dice que «en la superficie del mundo solo podemos recoger algunas visiones débiles y fragmentarias» de Dios. «Frente a un hecho tan crítico —añade—, solo veo dos alternativas: o no hay Creador, o ha renegado de sus criaturas». La ausencia de Dios en su propio mundo es lo que más sorprende y horroriza a Newman, que, como es natural, no ve o no reconoce la consecuencia obvia. Pone todo su énfasis en declarar que cree en la existencia de Dios tan firmemente como en la propia, y encuentra la prueba definitiva de esta doctrina (prueba que no puede expresarse en modo y figura) en el testimonio de la conciencia. Sin embargo, parece admitir que el ateísmo es igual de lógico, es decir, igualmente libre de contradicciones internas, que el catolicismo. Lo que declara, sin la menor duda, es que, a pesar de que los argumentos habituales sean concluyentes, en la práctica no son convincentes. Por supuesto que un raciocinio irreprochable daría fundamento a la teología, pero el hombre, corrupto, no razona ni puede razonar irreprochablemente. Pero Newman va más lejos. Su teísmo solo puede sostenerse con la ayuda de su catolicismo. Por tanto, si Newman desconociese la existencia del catolicismo (es decir, si estuviera en la misma situación que la gran mayoría de los seres humanos vivos en la actualidad, y que la abrumadora mayoría de la especie que ha vivido desde su aparición), no tendría más remedio que optar entre dos cosas: o ser ateo, o ser agnóstico. Aunque su conciencia le dijera que Dios existe, sus observaciones lo negarían. Además, la voz de la conciencia se ha interpretado de maneras muy distintas. La interpretación de Newman carece de fuerza para quien no participe de sus intuiciones, como es el caso de la mayoría de la gente. Así pues, tal como pone en evidencia el propio Newman, para estas últimas personas no puede haber ningún otro refugio que el del ateísmo, cuya lógica se reconoce. Incluso si participaran de las intuiciones de Newman, serían necesariamente escépticos hasta que acudiese en su ayuda la Iglesia católica, ya que sus intuiciones chocarían sin remedio con su experiencia. No hace falta que añada que, según cómo se mire, esta propuesta de alianza con la razón por parte de una Iglesia que admite que sus principios fundamentales se ven corroídos y disueltos cada vez que se permite que la razón en estado libre actúe sobre ellos es cuanto menos sospechosa. En todo caso, los argumentos de Newman demuestran que el hombre guiado por la razón debería ser agnóstico, y que en el momento actual el agnosticismo es la única fe razonable como mínimo para tres cuartas partes de la especie.

Por consiguiente, todos los que piensan que los hombres no deberían ser dogmáticos sobre cuestiones que quedan más allá del ámbito de la razón, y hasta de lo concebible, y que sostienen que por muy débil que sea la razón es nuestra única guía, o que ven que su conciencia no atestigua la divinidad del Dios católico, sino que declara que las doctrinas morales del catolicismo son demostrablemente erróneas, tienen derecho a sostener que estos escritores ortodoxos comparten sus principios fundamentales, aunque se nieguen a extraer las conclusiones legítimas. Naturalmente, se podría rechazar la autoridad de Dean Mansel y de Newman, pero en cierto sentido no hacen más que exponer un hecho innegable: colectivamente, la especie es agnóstica, al margen de lo que puedan pensar los individuos. Aunque Newton estuviera convencido de sus teorías, otros pensadores estaban igualmente convencidos de que eran falsas. No podría decirse que esas teorías fueran ciertas con total seguridad mientras hubiera razonadores competentes que dudasen de ellas con buena fe. Aunque Newman esté tan convencido de su teología como el profesor Huxley de que es errónea, si nos referimos a la especie, no al individuo, no hay en toda la historia un hecho tan evidente como que a día de hoy no se ha alcanzado ningún conocimiento. No existe ni una sola prueba de la teología natural cuya negación no se haya defendido con la misma fuerza que su afirmación.

Avergonzaos, nos decís, de profesar ignorancia. ¿Qué tiene de vergonzosa la ignorancia sobre cuestiones que aún están sometidas a una discusión interminable e incorregible? ¿No es más bien un deber? ¿Por qué va a ser dogmático un muchacho que, tras pasar por el trance de los exámenes, se ha refugiado en una rectoría rural, si la mitad de los filósofos del mundo denuncian sus dogmas como erróneos? ¿Qué teoría del universo puedo yo aceptar como de solidez probada? En los primeros albores de la filosofía, los hombres estaban divididos por versiones anteriores de los mismos problemas que les siguen dividiendo. ¿Qué seré, platónico o aristotélico? ¿Debo admitir o negar la existencia de ideas innatas? ¿Debo considerar posible o imposible trascender la experiencia? Acude a la filosofía medieval, dice un polemista. ¿A qué filosofía medieval, si puede saberse? ¿Seré nominalista o realista? ¿Y por qué voy a creerte a ti en vez de a los grandes pensadores del siglo XVII, todos los cuales convinieron en que la primera condición del progreso intelectual era destruir esa filosofía? Si fuera una cuestión de ciencia física, no habría dificultades; yo podría dar crédito sin vacilar a Galileo, a Newton y a sus sucesores, hasta Adams y Leverrier, ya que en lo básico están todos de acuerdo; pero cuando los hombres abordan los antiguos problemas, persisten las antiguas dudas. ¿Daré crédito a Hobbes o a Descartes? ¿Puedo pararme donde se paró Descartes, o debo seguir hasta Spinoza? ¿O me orientaré más bien por Locke, y acabaré en el escepticismo de Hume? ¿O escucharé a Kant? En este último caso, ¿decidiré que tiene razón al destruir la teología, al reconstruirla, o en ambas iniciativas? ¿Tiene Hegel la llave del secreto, o es un simple creador de jerga? ¿No serán Feuerbach o Schopenhauer quienes representan la verdadera evolución de las indagaciones metafísicas? ¿Daré crédito a Hamilton y a Mansel? En tal caso, ¿debo leer sus conclusiones con la ayuda de Spencer, o creer a Mill o Green? Dadme una sola proposición en la que estén de acuerdo todos los filósofos y aceptaré que es probable, pero mientras cualquier filósofo contradiga de plano los principios básicos de sus predecesores, ¿de qué sirve fingir certidumbre? El único punto en el que veo acuerdo es que no hay ningún filósofo sobre quien sus adversarios no hayan dicho que sus opiniones conducen lógicamente al panteísmo o al ateísmo.

Cuando todos los testigos se contradicen entre sí de esta manera, el resultado prima facie es el puro escepticismo. No hay ninguna certeza. ¿Quién soy yo, aunque fuese el más capacitado de los pensadores modernos, para decir sumariamente que todos los grandes hombres que discreparon de mí se equivocan, hasta el punto de que su discrepancia no debería despertar ni una sola duda en mi pensamiento? La verdad es que este escepticismo tiene una escapatoria, una sola, al menos que vea yo: el propio carácter insoluble de la polémica demuestra que los razonadores han estado trascendiendo los límites de la razón. Han llegado a un punto en que las brújulas, como en el polo, señalan indistintamente a cualquier parte. Por lo tanto, existe la posibilidad de conservar lo que hay de valioso en el caos de la especulación y descartar lo que me desconcierta constriñendo el pensamiento a sus debidos límites. Pero ¿se ha propuesto alguna vez un límite, como no sea alguno que en lo sustancial venga a excluir toda la ontología? En suma, que si quiero evitar el puro escepticismo, ¿no tendré que ser agnóstico?

Supongamos, a pesar de todo, que puede soslayarse esta dificultad. Supongamos que, tras llamar a declarar a testigos de todas las escuelas y épocas, logro hallar una base para excluir a todos los testigos que disientan de mí. Digamos, por ejemplo, que toda la escuela que se niega a trascender la experiencia yerra por maldad de corazón, y por la consiguiente insuficiencia intelectual. Parece que hay gente que lo considera como una hipótesis plausible y feliz. Concedámosle al teólogo las leyes de pensamiento necesarias para establecer verdades que no precisen de confirmación por la experiencia. ¿Dónde terminará el proceso? La pregunta se responde por sí misma. De tan trillado, este camino se ha vuelto archisabido, como la primera regla de la aritmética. Si reconocemos que la mente puede razonar sobre lo Absoluto y lo Infinito, desembocaremos en la postura de Spinoza, o en alguna otra equivalente en lo sustancial. La cadena de razonamiento, en definitiva, es demasiado corta y simple para llevar a engaño. La teología, si es lógica, lleva directamente al panteísmo. El Dios Infinito lo es todo. Todo está unido por una relación de causa-efecto. Dios, la causa primera, es la causa de todos los efectos, incluso los más remotos. Tal es, en una forma u otra, la conclusión a la que se aproxima la teología cuando se la lleva hasta su legítimo resultado.

Tenemos, pues, lo que parece una victoria sobre el agnosticismo. Sin embargo, nadie puede aceptar a Spinoza sin rechazar todas las doctrinas que defienden realmente los gnósticos. Para empezar, desaparecen la revelación y el Dios de la revelación. El argumento de Spinoza contra el sobrenaturalismo solo difiere del de Hume en que es más perentorio. Hume se limita a negar que sea posible demostrar con pruebas un milagro del pasado, mientras que Spinoza niega que pueda haberse producido. De hecho, fueron los deístas los primeros en atacar los milagros y una revelación local, antes y más eficazmente que los escépticos. La teología antigua fue considerada indigna del Dios de la naturaleza antes de que se dijera que la naturaleza no podía ser vista a través de la representación teológica. En segundo lugar, el ataque ortodoxo al valor del panteísmo es irresistible. El panteísmo no puede ofrecer ninguna base para la moral, puesto que la naturaleza es tan causante del vicio como de la virtud; tampoco puede ofrecer ninguna base para una visión optimista del universo, puesto que la naturaleza causa tanto males como bienes. Es cierto que ya no dudamos de si existe Dios, ya que Dios significa toda la realidad, pero todas las dudas que albergábamos sobre el universo se descargan en ese mismo Dios que es el molde de todo el universo. Como bien dicen los teólogos, de nada sirve intentar trasladar al ser puro o a la abstracción Naturaleza los sentimientos con los que se nos enseña a venerar a una persona de sabiduría y benevolencia trascendentes. En este sentido, es lo mismo negar la existencia de Dios que negar la existencia de no-Dios. Conservamos la vieja palabra, pero cambiamos todo su contenido. El panteísta, por lo general, es alguien que mira el universo a través de sus emociones, no de su razón, y que lo considera con amor porque su actitud mental es habitualmente afable. Carece, sin embargo, de argumentos lógicos contra el pesimista, que lo mira con un terror no teñido de amor, o contra el agnóstico, a quien le resulta imposible mirarlo con nada que no sea una emoción incolora. […]

Hay, en suma, dos preguntas sobre el universo que es necesario responder para huir del agnosticismo. La gran realidad que desconcierta al pensamiento es la magnitud del mal. Podría responderse que el mal es una ilusión, ya que Dios es benévolo, o que el mal es merecido porque Dios es justo. En un caso, se elimina la duda negando la existencia de la dificultad, y en el otro se vuelve tolerable satisfaciendo nuestras conciencias. Ya hemos visto qué puede hacer la razón natural para justificar estas respuestas. Huyendo del agnosticismo, nos volvemos panteístas; entonces la realidad divina tiene que ser el equivalente de la realidad fenoménica, y se repiten todas las dificultades. Huimos del panteísmo mediante el recurso ilógico del libre albedrío. Entonces Dios sí es bueno y sabio, pero ya no omnipotente. Erigimos a su lado un fetiche llamado libre albedrío, bastante poderoso para derrotar todos los buenos propósitos de Dios y convertir su ausencia de su propio universo en el hecho más conspicuo que nos proporciona la observación; un fetiche que al mismo tiempo, por su propia naturaleza, es intrínsecamente arbitrario en sus acciones. Vuestro gnosticismo nos dice que hay una benevolencia todopoderosa que vela por todo, y que de todo mal hace bien. Entonces, ¿de dónde sale el mal? Del libre albedrío; es decir, ¡de la casualidad! Es una excepción, una excepción que cubre, digamos, la mitad de los fenómenos, y que engloba todo lo que nos desconcierta. Decid sin rodeos que no es posible dar una explicación, y denunciad a partir de ahí el agnosticismo. Volviendo al problema de la moral, la visión panteísta muestra que el merecimiento ante Dios es en sí mismo una contradicción. Somos como nos creó Él, o, mejor dicho, no somos sino manifestaciones de Él. ¿De qué puede quejarse? Si huimos del dilema independizándonos de Dios, el resultado, al menos el que nos muestra el universo observado, es un Dios sistemáticamente injusto. Recompensa a buenos y malos, y da la misma recompensa a quien actúa libremente que al esclavo del destino. ¿Dónde buscar la solución?

Busquémosla en la revelación. Tal es la respuesta más obvia. De acuerdo, busquémosla, aunque sería admitir que la razón natural no puede ayudarnos; o, dicho de otro modo, que genera directamente más agnosticismo, aunque indirectamente abra una vía a la revelación. Aquí se nos presenta una dificultad incuestionable. Como ya hemos observado, el teísmo puro en realidad es tan contrario vitalmente a la revelación histórica como el simple escepticismo. La palabra Dios la usan tanto el metafíisico como el salvaje; puede significar cualquier cosa, desde «Ser Puro» hasta el más degradado fetiche. El «acuerdo universal» consiste en usar la misma expresión para conceptos enfrentados: orden y caos, unidad absoluta o heterogeneidad total, universo regido por una voluntad humana o por una voluntad completamente inconcebible para el hombre. Como es natural, al ortodoxo esta dificultad le resbala. Él apela a su conciencia, la cual le dice punto por punto lo que quiere oír. Su conciencia le revela a un Ser situado justo en el punto entre los dos extremos que conviene a sus intereses. Pondré un ejemplo. Abro un tratadito inofensivo de un religioso a quien no hace falta nombrar. Afirma conocer por intuición que existe un Dios no solo benévolo y sabio, sino dotado de personalidad, es decir, un Dios de concepción bastante antropomórfica como para poder incidir en el universo, pero bastante distinto del hombre como para poder arrojar un velo decente de misterio sobre sus actos más dudosos. Ah, pues a mí, respondo yo, la intuición no me dice que exista ningún Ser así. En ese caso, dice el religioso, yo no puedo demostrar mis afirmaciones, pero usted mismo reconocería que son ciertas si no tuviera corrupto el corazón o el pensamiento. Es un tipo de argumento al que uno está perfectamente acostumbrado en teología. Yo tengo razón, y usted se equivoca; y tengo razón porque soy bueno y sabio. Claro, claro; veamos, pues, qué son capaces de decirnos su sabiduría y su bondad.

La revelación cristiana afirma cosas que, en caso de ser ciertas, revestirían sin duda la máxima importancia. Dios está enfadado con el hombre. O nos arrepentimos y creemos, o nos condenaremos todos. La verdad es que a sus propios defensores les resulta imposible decirlo sin contradecirse de inmediato. Les asusta su propia doctrina. Explican de varias maneras que muchísima gente se salvará sin creer, y que ninguna condenación eterna es eterna ni condenación. Eso solo se lo cree la gente vulgar, a la que no hay que mover de sus ideas, faltaría más; no los inteligentes. Dios otorga «misericordias no pactadas», es decir, que a veces perdona a un pecador sin haberlo pactado legalmente, ¡explicación calculada para elevar nuestro concepto de la Deidad! Pero pasemos por alto esta alternancia interminable entre el horror y el sinsentido. El cristianismo nos explica de varias maneras cómo apaciguar la ira del Creador, y cómo asegurarse su buena voluntad. Está claro que es una doctrina importante para los creyentes, pero ¿nos da una imagen más cálida o más alegre del universo? Que es lo que necesita la confusión de los agnósticos. Si se resolviera parcialmente el misterio, o si escampasen las nubes en alguna medida, por pequeña que fuera, el cristianismo saldría vencedor por sus méritos intrínsecos. Así las cosas, no queda sino formular de nuevo la pregunta: ¿el cristianismo muestra al gobernante del universo como benévolo o justo?

Si yo afirmase que nueve de cada diez seres nacidos en este mundo se condenarán, y que todos los que se nieguen a creer lo que no les parece demostrado, o pequen por una tentación abrumadora, o no hayan tenido la suerte de experimentar una conversión milagrosa o recibir una gracia transmitida por arte de magia, sufrirán una tortura eterna, ¿qué contestaría un teólogo ortodoxo? No podría decir «Es falso», ya que entonces yo podría apelar a las máximas autoridades para justificarme; tampoco podría negar esa posibilidad, que él mismo reconoce: dice que el infierno existe, y que no sabe quiénes se condenarán, aunque sí sabe que todos los hombres son corruptos por naturaleza, y pueden condenarse si no les salva la gracia sobrenatural. Lo que podría decir, lo que probablemente dijera, es lo siguiente: «Habla usted sin pensar. No tiene autoridad para decir cuántos se perderán y cuántos se salvarán; ni siquiera puede decir qué significan el infierno y el cielo. No puede saber hasta qué punto Dios puede dar más de lo prometido, aunque puede estar seguro de que no incumplirá su palabra». ¿Todo eso no equivale a reconocer que no se sabe nada? O, dicho de otro modo, a recaer en el agnosticismo. La dificultad, como bien dicen los teólogos, más que lo eterno del mal, es su existencia, lo cual equivale básicamente a admitir sin rodeos que puesto que nadie puede explicar el mal, nadie puede explicar nada. Esa revelación vuestra que tenía que demostrar la benevolencia de Dios solo ha demostrado que la benevolencia de Dios puede ser coherente con el sufrimiento eterno e infinito de la mayoría de sus criaturas; solo os escapáis diciendo que también es coherente con que no sea eterno ni infinito. O sea, que la revelación no revela nada.

Sin embargo, la revelación muestra que Dios es justo. Pues bien, si se rechaza la hipótesis del libre albedrío (como hacen no solo los infieles, sino los teólogos más coherentes), ni siquiera puede plantearse la cuestión. Jonathan Edwards demostrará que entre hombre y Dios no puede hablarse de justicia. La criatura no tiene derechos ante su Creador. La cuestión de la justicia se funde con la de la benevolencia, y Edwards añadirá que la mayoría de los hombres están condenados, y que los benditos darán gracias a Dios por sus torturas. Es lógico, pero no consolador. Pasemos. ¿La revelación puede demostrar que Dios es justo, suponiendo que la palabra justicia sea aplicable a los tratos entre el alfarero y la jarra?

Llegados a este punto, se nos remite al «gran argumento de Butler». Como en el caso de otros argumentos teológicos ya resaltados, muchos pensadores (por ejemplo, James Mill y el doctor Martineau) ven este gran argumento como un ataque directo al teísmo, o, dicho de otro modo, como un argumento a favor del agnosticismo. En resumidas cuentas, sería el siguiente: según los deístas, el Dios de la revelación no puede ser el Dios de la naturaleza porque el Dios de la revelación es injusto. Butler responde que el Dios de la revelación sí puede ser el Dios de la naturaleza porque el Dios de la naturaleza es injusto. Tal es, si la podamos de complicaciones, la sustancia de este razonamiento tan celebrado. Ya que hablamos de Butler, debo decir que se merece un gran respeto por dos cosas. La primera es que es el único teólogo que ha tenido el valor de admitir alguna dificultad cuando más denodadamente lidiaba con ella (aunque ni siquiera él fuera capaz de reconocer que esa dificultad pudiera afectar la conducta de un hombre). La segunda es que su argumento se basa en una teoría moral que no carece de grandeza estoica, pese a equivocarse, y mucho, en varias cosas. Claro que reconocer que Butler fue un pensador noble, y relativamente sincero, no es lo mismo que reconocer que llegase a abordar la auténtica dificultad. No es momento de preguntar por qué medios la eludió. En todo caso, su postura es clara. Según él, el cristianismo nos dice que Dios condena a los hombres por ser malos, al margen de que pudieran evitarlo, y que les perdona, a todos o a algunos, por el sufrimiento de otros. Condena a los indefensos y castiga a los inocentes. ¡Horrible!, exclama el infiel. Tal vez, responde Butler, pero la naturaleza es igual de mala. El sufrimiento siempre es un castigo. No distingue entre buenos y malos. Peca el padre, y sufre el hijo. Mi hijo sufre de gota porque yo he bebido demasiado. Podemos suponer que en otro mundo regirá todavía más a fondo el mismo sistema. Dios perdonará a algunos pecadores porque castigó a Cristo, y a otros les condenará para siempre. Es como actúa. Aquí, cierto grado de mal comportamiento lleva a un sufrimiento irremediable, o, mejor dicho, solo remediable por la muerte. En el siguiente mundo no existe la muerte, y por consiguiente el sufrimiento no tendrá remedio alguno. El mundo es un campo de pruebas cuyo objetivo es prepararnos para una vida mejor. Lo cierto es que la mayoría de los hombres no se disciplinan en la virtud, sino en el vicio, y en consecuencia es de suponer que se condenen. Lo mismo vemos en la pérdida de semillas y vida animal, lo cual parece indicar que forma parte del plan general de la Providencia.

He aquí la revelación cristiana, según Butler. ¿Mejora en algo el mundo? ¿O aumenta indefinidamente el terror que produce ver todos sus padecimientos, y justifica el sentimiento de James Mill de que preferiría la ausencia de Dios a la existencia de un Dios así? ¿Qué escapatoria puede ofrecerse? La más obvia: que todo es un misterio. ¿Y qué es misterio sino la manera teológica de decir agnosticismo? Dios ha hablado, confirmando nuestras más horribles dudas. Ha dicho hágase la luz, y no la hay; no hay luz, sino una oscuridad visible que solo sirve para descubrir tribulaciones.

Los creyentes deseosos de suavizar los antiguos dogmas (o, dicho de otra manera, de refugiarse de los resultados desagradables de su doctrina entre los agnósticos, y conservar los resultados desagradables entre los gnósticos) tienen otra manera de escapar. Saben que Dios es bueno y justo, que de alguna manera desaparecerá el mal, y que de alguna manera se corregirán lo que parecen injusticias. La objeción realista a este credo insinúa un comentario triste sobre toda la polémica. Nos refugiamos en la religión huyendo de nuestros malos presentimientos, ansiando oír que no están fundamentados, y en cuanto nos lo dicen, desconfiamos de nuestra autoridad. No hay poesía que solo refleje emociones alegres. Nuestras más dulces canciones son las que transmiten los más tristes pensamientos. Podemos sacar armonía de la melancolía, pero no expulsar la melancolía del mundo. Las expresiones religiosas, que son la forma más alta de poesía, se rigen por la misma ley. Hay en el mundo una profunda tristeza. Por mil vueltas que le demos, no hay escapatoria. El optimismo sería un consuelo si fuera posible, pero la verdad es que no lo es; se trata, por tanto, de una burla constante, y de todos los dogmas que se han inventado, el que menor vitalidad posee es el de que todo lo que existe es bueno.

A pesar de todo, pensemos un momento en cuál es el resultado neto de este agradable credo. Su base filosófica puede buscarse en la razón pura o la experiencia, pero sus adeptos, por lo general, están dispuestos a admitir que no se puede establecer una doctrina de estas características sin que la razón pura reciba el apoyo de las emociones, y por lo tanto están teñidos de cierto misticismo. Más que saber, sienten. La veneración que experimentan ante el universo, la cálida llama de amor y reverencia que enciende en ellos la simple contemplación de la naturaleza, les parecen una garantía definitiva de sus creencias. ¡Feliz quien siente tales emociones! Eso sí: al tratar de extraer afirmaciones concluyentes y objetivas de estos sentimientos, harían bien en prestar atención al grado y virulencia del choque entre ellas y la realidad. Por lo demás, a los que se han desengañado con Cándido, los que han sentido el cansancio y el dolor de «este mundo ininteligible» y no han podido refugiarse en ningún arrebato místico, tampoco les faltan argumentos en apoyo de su versión de los hechos. ¿Es un sueño la felicidad, o el sufrimiento, o ambas cosas? ¿No cambia nuestra respuesta en función de nuestra salud y nuestro estado? Cuando, absortos en la seguridad de una vida feliz, nos resulta inconcebible que pueda haber un término a esa felicidad, somos optimistas. Cuando algún golpe surgido al azar de las tinieblas derrumba las columnas por las que trepaba nuestra vida con la indiferencia de un niño apartando una telaraña, cuando un solo paso nos hace atravesar la endeble corteza de la felicidad, arrojándonos a las profundas simas que hay debajo, sentimos la tentación del pesimismo. ¿Quién y cómo lo decidirá? Sin duda, la más importante de todas las preguntas que se pueden formular es la siguiente: ¿la maraña de este mundo se compone sobre todo de felicidad o de dolor? Y sin duda, entre todas las preguntas que se pueden formular, es la que menos respuesta tiene. ¿Por qué? Pues porque en ningún otro problema es tan insuperable la dificultad de deshacerse de las ilusiones que nacen de nuestra propia experiencia, eliminar el «error personal» y mirar las cosas desde fuera.

En todo caso, si a algo se debe recurrir es a la experiencia. Que fabriquen los ontólogos bibliotecas enteras de jerigonza sin tocar lo más fundamental. Ellos nunca han tendido un puente, ni sugerido la más ínfima posibilidad de tenderlo, entre el mundo de la razón pura y el mundo contingente en el que vivimos. Para el pensador que intenta construir el universo a partir de la razón pura, la existencia del error en nuestras mentes, y del desorden en el mundo exterior, presenta una dificultad tan insuperable como la que presenta la existencia del vicio y el dolor al optimista que intenta construir el universo a partir de la bondad pura. Decir que no existe el dolor es contradecir el testimonio primordial de la conciencia; argumentar, sobre bases a priori, que predomina el dolor o la felicidad es misión tan imposible como deducir la distancia entre San Pablo y la abadía de Westminster del principio del tercio excluido. Las cuestiones relativas a los hechos solo se pueden resolver analizando hechos. Quizá esas pruebas demostrasen (como sospecho yo, dicho sea por si algo valen las corazonadas) que en la composición del mundo conocido predomina la felicidad sobre el dolor. Por lo tanto, no tengo prejuicios contra la conclusión de los gnósticos, pero añado que las pruebas están tan abiertas a mi postura como a la suya. Quizá el mundo en que vivimos sea una ilusión, un velo que será retirado en un estado más alto del ser, pero en todo caso constituye la fuente de todas las pruebas de las que podemos partir. Si aquí predomina el mal, no tenemos ningún motivo para suponer que en algún otro sitio predomine el bien. Ni todo el ingenio de los teólogos podrá hacer flaquear nuestra convicción de que los hechos son como sentimos que son, ni dar la vuelta a la pura deducción a partir de los hechos; y los hechos están tan abiertos a una escuela de pensamiento como a la otra.

¿Cuál es el balance, en suma? Pues que, desde que nació en el mundo el pensamiento, las mentes de los hombres se han visto acosadas por una duda de imposible solución. Nunca se ha propuesto ninguna respuesta. Cada escuela de filósofos se la transmite a la siguiente. Negarla en una forma solo sirve para que reaparezca en otra. La cuestión no es saber qué sistema excluye la duda, sino cómo la expresa. Todos, independientemente de que admitamos o neguemos la competencia teórica de la razón, convenimos en su fracaso práctico. Los teólogos vilipendian tanto la razón como los agnósticos; después apelan a ella, y se les vuelve en contra. Corrigen su apelación excluyendo determinadas cuestiones de su jurisdicción, cuestiones que engloban toda la dificultad en sí. Acuden a la revelación, y la revelación contesta llamando a la duda y al misterio. Declaran que su conciencia declara justo lo que quieren que declare. Las nuestras declaran otra cosa. ¿Quién decidirá? A lo único que se puede apelar es a la experiencia, y apelar a la experiencia es admitir el dogma fundamental del agnosticismo.

Así las cosas, frente a una dificultad con la que topamos en cada momento, que ha dejado perplejos a los pensadores más capacitados en proporción a sus capacidades, y que si desaparece en una forma solo es para mostrarse nuevamente en otra, ¿no es el colmo de la audacia declarar rotundamente no solo que es posible resolver la dificultad, sino que esta no existe? ¿Por qué, si ningún hombre honesto negaría en privado que todos los grandes problemas están envueltos en el más profundo misterio, proclaman hombres honestos en los púlpitos que la certeza exenta de vacilaciones es el deber de los más tontos e ignorantes? ¿No es un espectáculo que haría reír a los ángeles? Somos una compañía de seres ignorantes que camina a tientas por la niebla y por la oscuridad, que solo aprende mediante una repetición interminable de tropiezos, que consigue un atisbo de verdad cayendo en todos los errores concebibles, y que discierne vagamente bastante luz como para cumplir sus necesidades cotidianas, pero que discrepa sin remedio cada vez que intenta describir el origen o el final últimos de sus caminos; y sin embargo, cuando alguno de nosotros se atreve a declarar que no conocemos el mapa del universo tan bien como el de nuestra infinitesimal parroquia, se le abuchea, se le vilipendia, y tal vez se le diga que será condenado eternamente por su falta de fe. Entre tantas y tantas polémicas interminables e insolubles que no han dejado más que cáscaras vacías de palabras sin sentido, hemos logrado descubrir algunas verdades dignas de confianza. No nos llevan muy lejos, y la condición para descubrirlas ha sido desconfiar de los apriorismos e interrogar sistemáticamente la experiencia. Sigamos al menos esta pista, decimos algunos. Con ella encontraremos bastante orientación para las necesidades de la vida, aunque renunciemos para siempre a tratar de llegar al otro lado del velo que nadie ha podido levantar; suponiendo, claro está, que haya algo detrás… ¡Miserables agnósticos!, se nos replica. Dejaos de paparruchas y ceñios a las antiguas cáscaras. No os apartéis de las palabras que profesan explicarlo todo; llamad misterios a vuestras dudas, y ya no os molestarán; y creed en las verdades necesarias de las que nunca dos filósofos han conseguido dar una misma versión.

Solo podemos contestar una cosa: esperad a poder exhibir algún grado de acuerdo entre vosotros mismos. Esperad a poder dar alguna respuesta que no sea palpablemente verbal a alguna de las dudas que nos oprimen tanto como a vosotros. Esperad a poder indicar una sola verdad, por ínfima que sea, que haya sido descubierta con vuestro método, y que supere la prueba del análisis y la verificación. Esperad a poder apelar a la razón sin vilipendiarla con el mismo aliento. Esperad a que vuestras revelaciones divinas tengan algo más que revelar que la esperanza de que las horribles dudas que sugieren puedan no ser fundadas. Hasta ese día, estaremos encantados de reconocer abiertamente lo que musitáis entre dientes u ocultáis bajo una jerga técnica: que el antiguo secreto sigue siendo un secreto; que el hombre no sabe nada de lo Infinito y lo Absoluto; y que, dado que no sabe nada, más le vale no ser dogmático sobre su ignorancia. Y entretanto, nos esforzaremos por ser todo lo generosos que podamos, y mientras pregonáis oficialmente vuestro desprecio a nuestro escepticismo, como mínimo intentaremos creer que os dejáis arrastrar por vuestras propias bravatas.