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Tratado teológico-político

BARUCH SPINOZA

Durante el siglo XVII, los Países Bajos se erigieron en refugio para disidentes religiosos y disidentes de la religión. De este clima de mayor tolerancia se beneficiaron Pierre Bayle y Rene Descartes, pero la flexibilidad tenía sus límites. El joven Baruch Spinoza, nacido en 1632 (un año después de que Galileo fuera juzgado por la Inquisición), seguía la práctica religiosa de los judíos españoles y portugueses que se habían instalado en Amsterdam huyendo de la persecución católica, pero en 1656 fue anatemizado y excomulgado por los ancianos de su sinagoga por dudar de la inmortalidad del alma y aconsejar la separación entre Iglesia y Estado. Las autoridades calvinistas y católicas suscribieron fervientemente la condena, en un caso poco frecuente de ecumenismo. Spinoza, que cambió su nombre por el de Benedictus, vivió hasta 1677, ganándose la vida como pulimentador de lentes mientras seguía publicando sus meditaciones filosóficas.

Hay quien dice que no era ateo de verdad, porque nunca renunció formalmente a la idea de un Ser Supremo, pero el clima imperante de persecución impide formarse una idea exacta de sus convicciones íntimas, como en tantos casos. En su correspondencia escribía la palabra Caute! («ten cuidado», en latín), sobre un pequeño dibujo de una rosa (sub rosa). En esta obra dio un nombre falso de impresor, y dejó en blanco la página del autor. Por otro lado, no está muy claro que un panteísta sea un verdadero teísta, en cuanto que un dios que se manifiesta a través de la naturaleza, y que forma parte de lo que «crea», en cierto sentido está en todas partes y en ninguna. En todo caso, la idea de un dios personal o interventor tiene una defensa mucho más difícil desde los esfuerzos intelectuales de Spinoza.

Si los hombres fueran capaces de regirse constantemente por una regla preconcebida; si constante les favoreciera la fortuna, tendrían el alma libre de supersticiones. Mas como suelen hallarse en situaciones tan difíciles que les imposibilitan adoptar resolución alguna racional; como casi siempre fluctúan entre el temor y la esperanza, por bienes que no saben desear moderadamente, su espíritu está siempre abierto a la más exagerada credulidad. Vacilan en la incertidumbre; el menor impulso les mueve en mil rumbos diferentes, y a su inconstancia se agregan las fatigas del temor y la esperanza. Por lo demás, observadle en otras situaciones y le hallaréis confiado en el porvenir, lleno de orgullo y jactancioso.

Hechos son esos que, en mi concepto, nadie ignora, aunque es verdad que los hombres suelen vivir ignorantes de sí mismos. Nadie, repito, ha podido ver los hombres sin observar que, cuando prósperos viven, se jactan todos, aun los más ignorantes, de tan grande sabiduría, que les rebajaría recibir un consejo. Sorpréndeles la adversidad; hállanse indecisos; piden consejo a cualquiera, y por absurdo, frívolo e irracional que sea, síguenle ciegamente. Pronto y al menor indicio vuelven a esperar mejor porvenir o a temer mayores males.

Si mientras les domina el temor ocúrreles incidente que recuerda un bien o un mal ya pasados, auguran inmediatamente que el porvenir les será propicio, o que les será funesto, y cien veces engañados por el éxito, no dejan nunca de creer en presagios buenos y malos. Si presencian algún fenómeno extraordinario y admirable, dicen que el tal prodigio es prueba de la ira divina, del enojo del Eterno; y entonces, al no orar ni hacer sacrificios, llámanlo impiedad esos hombres, guiados por la superstición, y que lo que es religión ignoran. Quieren que toda la naturaleza sea cómplice de su delirio y, fecundos en ridiculas ficciones, la interpretan de mil maravillosos modos.

Por donde se ve que los hombres más dados a toda clase de superstición son también los que más desmedidamente apetecen bienes completamente inseguros; apenas vislumbran un peligro, como no pueden socorrerse, imploran el divino auxilio con lágrimas y oraciones; a la razón (en efecto impotente para trazarles segura ruta al vano objeto de sus deseos) la llaman ciega, y a la humana sabiduría cosa inútil; pero los delirios de la imaginación, los sueños, todo género de extravagancias y puerilidades, son a sus ojos respuestas con que Dios satisface sus deseos. Dios detesta a los sabios. No en nuestro espíritu, sino en las fibras de los animales grabó sus decretos. El idiota, el loco, el ave, son los seres que anima con su hálito, los que nos revelan el porvenir.

En tal exceso de delirio, lanza el temor a los hombres.

La verdadera causa de superstición, lo que la conserva y entretiene es, pues, el temor. Si las pruebas que he dado no satisfacen y si se quieren ejemplos particulares, citaré a Alejandro, que no fue supersticioso ni recurrió a los magos, hasta que a las puertas de Susa, su suerte le inspiró temores (véase Quinto Curcio, libro V, capítulo IV). Una vez vencido Darío, cesó de consultar con los adivinos hasta que la defección de los bactrianos, la persecución de los escitas y el dolor de su herida, que le obligó a guardar cama, vinieron a despertar nuevamente el terror en su espíritu. «Entonces —dice Quinto Curcio— se sumió otra vez en las supersticiones, vanos juguetes del espíritu humano: y lleno de una fe ciega en Aristandro, le ordenó hacer sacrificios para inquirir el resultado de sus asuntos».

Otros infinitos ejemplos pudiera citar y probar evidentemente que la superstición no entra sino con el miedo en el corazón humano, y que todos esos objetos de una vana adoración no son más que fantasmas, obra de un alma tímida en que la tristeza lleva al delirio; y, finalmente, que los adivinos solo han gozado crédito durante las grandes calamidades de los imperios, siendo entonces especialmente temibles para los reyes. Pero como todos esos ejemplos son perfectamente conocidos, no creo necesario insistir más en este punto.

De esta explicación que he dado sobre las causas de la superstición resulta que todos los hombres están naturalmente sujetos a ella (digan cuanto quieran los que en ella ven la huella de la idea confusa que de la divinidad tienen todos los hombres). Resulta también que debe ser en extremo variable e inconstante, como todos los caprichos del espíritu humano, y todos sus movimientos impetuosos; y finalmente, que solos la esperanza, el odio, la cólera y el fraude pueden hacerla subsistir, puesto que no viene de la razón, sino de las pasiones, y de las pasiones más fuertes.

Así pues, cuanto más fácil es a los hombres caer en todo género de supersticiones, tanto más difícil es para ellos persistir en una sola. Agréguese a esto que el vulgo, siempre igualmente miserable, nunca puede vivir tranquilo, siempre corre a las cosas nuevas que aún no le han engañado, y esa inconstancia ha sido la causa de tantas guerras y tan grandes tumultos. Porque como ya hemos demostrado, y discretamente observa Quinto Curcio, «no hay medio más eficaz que la superstición para gobernar la muchedumbre». Y ved aquí lo que bajo apariencias de religión lleva a los pueblos ya a adorar a los reyes como a dioses, ya a detestarlos como azote de la humanidad.

Para obviar ese mal se ha cuidado mucho de rodear de gran aparato y culto pomposo a toda religión falsa o verdadera para darle constante gravedad y producir en todos un profundo respeto; lo que, dicho sea de paso, ha hecho que entre los turcos toda discusión sea un sacrilegio, y lo que ha llenado el espíritu individual de tantas preocupaciones que no dejan sitio en él a la razón ni aun a la misma duda.

Pero si el gran secreto del régimen monárquico y su principal interés consisten en engañar a los hombres, disfrazando bajo el hermoso nombre de religión al temor de que necesitan para mantenerlos en la servidumbre, de tal modo que crean luchar por su salvación cuando pugnan por su esclavitud; y que lo más glorioso les parezca ser el dar la sangre y la vida por servir el orgullo de un tirano, ¿cómo es posible concebir nada semejante en un Estado libre, ni qué cosa más deplorable que propagar en él tales ideas, puesto que nada más contrario a la libertad general que cohibir con prejuicios o de cualquier otro modo el libre ejercicio de la razón individual?

En cuanto a las sediciones que se suscitan bajo el pretexto de religión, proceden todas de una sola causa: de querer arreglar por leyes lo propio de la especulación, y por ende de mirar las opiniones como crímenes y castigarlas como atentados. Pero no a la salud pública se inmolan víctimas, sino al odio y crueldad de los perseguidores. Que si el derecho del Estado se limitase a reprimir los actos dejando impunes las palabras, fuera imposible dar a tales alteraciones el pretexto del interés y del derecho del Estado, y las controversias no llegarían a sediciones.

Habiéndome cabido en suerte vivir en una república en que cada uno dispone de perfecta libertad para adorar a Dios a su modo, y en que nada es más caro a todos ni más dulce que la libertad, he creído hacer una cosa, acaso de cierta utilidad, demostrando que la libertad de pensar, no solamente puede concillarse con la conservación de la paz y la salud del Estado, sino que no puede destruirse sin destruir al mismo tiempo la paz del Estado y la piedad misma.

Este principio trato de fundar en el presente tratado. Mas para ello he juzgado necesario disipar ante todo ciertos prejuicios, restos los unos de nuestra antigua esclavitud, fundados en la religión, y otros fundados en el derecho de los poderes soberanos. Vemos, en efecto, a ciertos hombres con extremada licencia entregarse a toda clase de maniobras para apropiarse la mayor parte de ese derecho, y bajo el velo de religión extraviar al pueblo, aún no bien curado de la antigua superstición pagana, de obediencia de los poderes legítimos, a fin de sumergir nuevamente todas las cosas en la esclavitud. ¿Qué orden seguiré en la exposición de estas ideas? Esto es lo que en breves palabras voy a decir inmediatamente; pero ante todo, quiero explicar los motivos que me han determinado a escribir.

Sorprendiome muchas veces ver hombres que profesan la religión cristiana, religión de amor, de bondad, de paz, de continencia, de buena fe, combatirse mutuamente con tal violencia, y perseguirse con saña tan fiera, que más hacen distinguida su religión por estos que por los otros caracteres antes enumerados. Que a tal extremo han llegado las cosas, que nadie puede distinguir un cristiano y un turco, un judío y un pagano si no es por la forma exterior y el vestido, por saber qué iglesia frecuenta, por conocer su adhesión a tal o cual sentimiento, o por seguir la opinión de tal o cual maestro. Mas en cuanto a la práctica de la vida, no veo entre ellos ninguna diferencia.

Al indagar la causa de este mal, hallé que principalmente procede de mirar como ventajas materiales las funciones del sacerdocio, las dignidades y los deberes de la Iglesia; y de que el pueblo cree que toda la religión estriba en los honores tributados a sus ministros. Así se han introducido tantos abusos en la Iglesia; así se ha visto a los hombres más ínfimos animados de prodigiosa ambición apoderarse del sacerdocio, trocar en ambición y sórdida avaricia el celo por la propagación de la fe, convertirse el templo en teatro donde no se oye a doctores eclesiásticos sino a oradores que se cuidan muy poco de instruir al pueblo, y mucho de hacerse aplaudir por él, cautivándole con la doctrina común, enseñándole novedades y cosas extraordinarias que sorprenden su admiración. De ahí esas disputas, envidias y odios implacables que el tiempo no puede borrar.

No es de admirar, después de esto, que solo haya quedado de la antigua religión el culto exterior (que más es adulación que homenaje a Dios), y que la fe no sea hoy más que prejuicios y credulidades. Y ¡qué prejuicios, Dios mío! Prejuicios que a los hombres racionales los transforman en brutos, privándoles del libre ejercicio de su razón, discernir lo falso de lo verdadero, que parecen forjados deliberadamente para extinguir y sofocar la antorcha de la razón humana.

La piedad y la religión se han convertido en un círculo de misterios absurdos, y resulta que los que más desprecian la razón, que los que rechazan el entendimiento acusándole de corrompido en su naturaleza, son, raro prodigio, justamente los que se dicen más iluminados por la divina luz. Pero en verdad, si tuvieran un solo destello de la tal, no se inflarían con ese orgullo insensato; aprenderían a honrar a Dios con mayor prudencia, y se distinguirían por sentimientos, no de odio, sino de amor; finalmente, no perseguirían con tanta animosidad a los que no participan de sus opiniones, y si en efecto no les preocupara su fortuna, sino la salvación de sus adversarios, solo piedad tendrían para ellos.

Es verdad, lo confieso, que admiran los profundos misterios de la Escritura, pero no sé que hayan enseñado nunca otra cosa que las especulaciones de Platón y Aristóteles, y a ellas acomodaron la Escritura temiendo acaso pasar por discípulos de los paganos.

No les bastó incurrir en los sueños insensatos de los griegos; quisieron ponerlos en boca de los profetas, lo que demuestra que no ven la divinidad de la Escritura sino al modo de las gentes que sueñan; y cuando más se extasían en las profundidades de la Escritura, más atestiguan que no es fe lo que les infunde, sino extremada complacencia. Prueba de ello es que parten siempre (cuando comienzan la explicación de la Escritura y la indagación de su verdadero sentido) del principio de que la Escritura es siempre verídica y divina. Esto es lo que debiera resultar del examen severo de la Escritura bien comprendida; de suerte que toman por regla de interpretación de los libros sagrados, lo que estos mismos libros enseñarían bastante mejor que todos sus inútiles comentarios.

Una vez consideradas en conjunto todas estas cosas, a saber, que la luz natural no solamente aparece despreciada, sino que muchos la condenan como fuente de impiedad; que las ficciones humanas pasan por revelaciones divinas, y la credulidad por fe y, finalmente, que las controversias de los filósofos suscitan en la Iglesia y en el Estado las pasiones más ardientes, de donde nacen los odios, las discordias y las sediciones que son su consecuencia, sin hablar de un sinnúmero de males que fuera muy largo enumerar, me propongo hacer un examen nuevo en la Escritura, y llevarlo a cabo con espíritu libre y sin prejuicios, teniendo cuidado de no afirmar nada ni reconocer nada como doctrina santa, sino lo que la misma Escritura claramente enseña.

Con el auxilio de esta regla me he formado un método para interpretar los libros sagrados, y una vez en posesión de este método, me propongo esta cuestión primera: ¿Qué es la profecía? ¿Cómo se reveló Dios a los profetas? ¿Por qué los escogió Dios? ¿Acaso porque tenían sublimes ideas de Dios y de la naturaleza, o solamente en razón de su propiedad?

Resueltas estas cuestiones, fácil me será establecer que la autoridad de los profetas no tiene verdadero peso sino en lo que toca a la práctica de la vida y a la virtud. En todo lo demás, sus opiniones carecen de verdadera importancia.