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Sobre la religión
De Leviatán
THOMAS HOBBES
Las ideas atomistas empezaron a revivir durante el siglo XVII. Isaac Newton incorporó diecinueve versos de De rerum natura en las primeras redacciones de sus Principia. El Saggiatore de Galileo (1623) estaba tan impregnado de teoría atomista que tanto sus amigos como sus críticos lo definían como un libro epicúreo.
Sin embargo, en ninguna época dejó de ser enormemente peligroso dudar en público de la ortodoxia religiosa. Así acabó por descubrirlo Galileo, para su desgracia. Thomas Hobbes (1588-1679), que tuvo que exiliarse, y que durante la guerra civil inglesa fue objeto de sospechas por ambos bandos, se prodigó en profesiones formales de lealtad a la Iglesia establecida, al tiempo que hallaba la manera de arrojar dudas sobre la fe en sus escritos. El hecho de que en 1666 los cazadores de herejías amenazaran con someterle a un juicio por ateísmo en el Parlamento probablemente fuera una muestra de perspicacia, ya que no de imaginación.
En el capítulo XII de Leviatán, su larguísimo tratado sobre el arte de gobernar, Hobbes pone en ridículo la religión con la excusa de defender la verdadera fe contra el paganismo.
En vista de que no hay señales ni frutos de la religión, excepto en el hombre, no hay razón para dudar que la semilla de la religión se encuentra solamente en el ser humano, y que consiste en alguna cualidad especial, o, por lo menos, en algún grado eminente suyo que no se da en las otras criaturas vivientes.
En primer lugar, es característica peculiar del hombre inquirir sobre las causas de los sucesos que ve. Algunos hacen esto en mayor medida que otros; pero todos muestran, por lo menos, curiosidad por buscar las causas de su propio bienestar y de su mala fortuna.
En segundo lugar, cuando vemos algo que tiene un comienzo, pensamos que también ha tenido una causa que lo determinó a empezar a ser, y luego pensamos en cuándo lo hizo, y por qué no más temprano o más tarde.
En tercer lugar, mientras que las bestias no tienen otro tipo de felicidad que no sea la de comer su alimento diario, descansar y satisfacer sus instintos, y tienen muy poca o ninguna previsión del futuro porque les falta observación y memoria del orden, secuencia y dependencia de las cosas que ven, el hombre, por el contrario, observa cómo un suceso ha sido producido por otro, y recuerda cuál es el antecedente, y cuál el consecuente, y cuando no puede estar seguro de las causas de las cosas (pues las causas de la buena o de la mala fortuna son en su mayor parte invisibles), supone esas causas, ya según se lo sugiera su propia imaginación, ya fiándose de la autoridad de otros hombres que él considera amigos suyos, o más sabios que él.
Lo primero y lo segundo producen ansiedad. Porque una vez asegurados de que todas las cosas que han sucedido hasta ahora han tenido una causa, y que también la tendrán las que vengan después, es imposible que un hombre constantemente preocupado en protegerse contra los males que teme y en procurarse los bienes que desea, no se encuentre en un estado de perpetua ansiedad frente al porvenir. De tal modo que todos los hombres, especialmente los que son previsores en exceso, se hallan en una situación como la de Prometeo. Pues igual que Prometeo —nombre que, traducido, significa el hombre prudente— fue encadenado al monte Cáucaso, lugar de grandes vistas, donde un águila se alimentaba de su hígado y devoraba durante el día cuanto era reparado durante la noche, así también el hombre que mira con anticipación lo que le espera en un distante futuro, preocupado por lo que habrá de venir, tiene constantemente su corazón carcomido por el miedo a la muerte, a la pobreza o a cualquier otra calamidad, y no encuentra reposo ni pausa en su ansiedad, excepto cuando duerme.
Este miedo perpetuo que siempre acompaña al hombre en su ignorancia de las causas, como si estuviera en la oscuridad, necesita concretarse en algún objeto. Y cuando falta un objeto visible no hay nada a lo que puede atribuirse la buena o la mala fortuna, y entonces se recurre a algún poder o agente invisible. Quizá fue en ese sentido en el que algunos poetas dijeron que los dioses habían sido creados originalmente por el miedo del hombre, cosa que, referida a los dioses, es decir, a los muchos dioses de los gentiles, es muy verdadera. Pero el reconocimiento de un Dios eterno, infinito y omnipotente, puede más fácilmente derivarse del deseo que los hombres tienen de conocer las causas de los cuerpos naturales y de sus varias virtudes y operaciones, que del miedo de lo que pueda caer sobre ellos en el tiempo venidero. Porque quien, a partir de un electo que tiene lugar, razona sobre la causa próxima o inmediata del mismo, y de ahí sobre la causa de esa causa, y se sumerge profundamente en la averiguación de las causas, llegará finalmente a esta conclusión de que debe haber, como han confesado hasta los mismos filósofos paganos, un primer motor, esto es, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres quieren significar en el nombre de Dios. Y todo esto, sin pensamiento de la suerte futura, preocupación que lleva al miedo, impide buscar las causas de otras cosas, y da ocasión a imaginar tantos dioses cuantos hombres haya para imaginarlos.
Y en cuanto a la materia o sustancia de esos agentes así imaginados, como no puede ser concebida de una manera natural como no sea asimilándola a lo que es el alma humana, y como esta es imaginada como algo que es de la misma sustancia que lo que se aparece en sueños al que duerme, o lo que ve en un espejo el que está despierto, los hombres que no se dan cuenta de que esas imaginaciones no son otra cosa que productos de la fantasía, las toman por reales sustancias del mundo exterior, y las llaman fantasmas, igual que los latinos las llamaban imagines y umbrae. Y las toman por espíritus, es decir, por sutiles cuerpos del aire, y atribuyen esa misma naturaleza a los agentes invisibles de los que tienen miedo, con la excepción de que estos aparecen y desaparecen cuando les viene en gana. Pero la opinión de que esos espíritus son incorpóreos o inmateriales nunca pudo concebirse, por naturaleza, en una mente humana. Pues aunque los hombres pueden poner juntas palabras de significados contradictorios, tales como espíritu incorpóreo, nunca pueden tener una imagen de nada que responda a ellas. Por lo tanto, quienes, mediante sus propias meditaciones, llegan al reconocimiento de que hay un Dios infinito, omnipotente y eterno, prefieren confesar que es incomprensible y que cae más allá de lo que puede alcanzar su entendimiento, antes que definirlo como algo cuya naturaleza es un espíritu incorpóreo, pues esa definición sería ininteligible. Y si le dan a Dios ese título, no lo hacen dogmáticamente, es decir, con intención de hacer que se entienda lo que es la naturaleza divina, sino con la intención devota de honrarle con atributos o significados que se aparten lo más posible de los que son propios de los groseros cuerpos que vemos.
En lo que respecta a lo que piensan sobre el modo en que estos agentes invisibles operan sus efectos, es decir, sobre las causas inmediatas de que se sirven para hacer que pasen las cosas, los hombres que no saben lo que quiere decirse con la palabra causación —que son casi todos— no tienen, para guiarse en sus cálculos, otra regla que no sea la que les proporciona el observar y recordar lo que han visto que, en una o varias ocasiones pasadas, precedió a efectos semejantes, a pesar de que no vieron ninguna relación de dependencia o conexión causal entre el hecho antecedente y el consecuente. Y así, deducen que las cosas serán en el futuro de manera semejante a como lo fueron en el pasado, y, de un modo supersticioso, esperan buena o mala suerte de lo que no tiene nada que ver con lo que verdaderamente es su causa. Es lo que hacían los atenienses cuando pedían otro Formio para la guerra de Lepanto, o lo que hacían los pompeyanos pidiendo la presencia de otro Escipión para las guerras en Africa. Y otros también han hecho cosas así en diversas ocasiones desde entonces. De manera similar, hay hombres que atribuyen su suerte a la presencia de cierta persona, o a un lugar que dicen que les dé buena o mala suerte, o a palabras que se pronuncian, especialmente si entre ellas está el nombre de Dios; palabras mágicas y de encantamiento, liturgias de brujería, en cuanto que se las cree capaces de transformar en pan una piedra, o el pan en un hombre, o cualquier cosa en cualquier otra cosa.
En tercer lugar, y por lo que se refiere al culto de adoración que los hombres rinden naturalmente a los poderes invisibles, no puede ese culto consistir sino en expresiones de reverencia que se utilizan también con los seres humanos: regalos, peticiones, agradecimientos, sumisión del cuerpo, muestras de consideración, conducta sobria, palabras premeditadas, juramentos, es decir, garantías mutuas de lo que se promete, dando solemnidad a las promesas. La razón no sugiere que haya nada más allá de esto, y deja que los hombres se conformen con ese tipo de culto, o los obliga a fiarse, para otras ceremonias, de quienes creen que son más sabios que ellos.
Por último, en lo concerniente a cómo estos seres invisibles declaran a los humanos las cosas que acaecerán en el futuro, especialmente las que se refieren a su buena o mala fortuna en general, o al resultado bueno o malo de sus empresas, son los hombres naturalmente incapaces de determinarlo. Y como solo pueden conjeturar sobre el futuro basándose en lo que aconteció en el pasado, puede muy bien ocurrirles que, después de una o dos experiencias, no solo tomen sucesos que fueron puramente casuales como presagio de que otros sucesos semejantes tendrán lugar de entonces en adelante, sino que también están inclinados a creer los presagios de aquellos de quienes tuvieron alguna vez buena opinión.
Y en estas cuatro cosas —creencia en los espíritus, ignorancia de las causas segundas, devoción a lo que suscita el temor de los hombres y el tomar como presagio lo que es casual— consiste la semilla natural de la religión, la cual, debido a las diversas imaginaciones, juicios y pasiones que pueden darse en los hombres, ha dado lugar a una proliferación de ceremonias tan diferentes, que las que son usadas por un individuo resultan en su mayor parte ridiculas a ojos de otro.
Pues estas semillas han sido cultivadas por dos clases de hombres. Una, la de aquellos que las han alimentado y ordenado de acuerdo con su propia invención. La otra, la de quienes han hecho eso mismo, siguiendo los mandamientos y la dirección de Dios. Pero ambas clases de hombres lo han hecho para hacer que quienes confían en ellos sean más aptos para obedecer, para respetar las leyes, para la paz, la caridad y la sociedad civil. Así, la religión de la primera clase forma parte de la política humana y enseña algunos de los deberes que los reyes de la tierra requieren de sus súbditos. Y la segunda clase de religión es política divina y contiene preceptos para quienes se han declarado súbditos del reino de Dios. De la primera clase de hombres fueron todos los fundadores de las repúblicas, y los que dictaron las leyes de los gentiles; de la segunda clase fueron Abraham, Moisés y nuestro bendito Salvador, mediante los cuales llegaron hasta nosotros las leyes del reino de Dios.
Y en cuanto a esa parte de la religión que consiste en opiniones concernientes a la naturaleza de poderes invisibles, no hay nada que pueda nombrarse que no haya sido estimado entre los gentiles, en un lugar o en otro, como un dios o un diablo; o imaginado por sus poetas como algo inanimado, inhabitado, o poseído por tal o cual espíritu.
La materia informe del mundo fue para ellos un dios llamado Caos.
Los cielos, el océano, los planetas, el fuego, la tierra y los vientos fueron otros tantos dioses.
Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla, un puerro, también fueron deificados. Además de eso, los gentiles llenaron casi todos los sitios de espíritus llamados demonios: las llanuras, con Pan y los Panes o Sátiros; los montes, con Faunos y Ninfas; cada casa, con sus Lares o dioses familiares, cada hombre, con su Genius, el infierno, con sus espíritus y sus funcionarios, como Caronte, Cerbero y las Lunas. Y durante la noche, todos los sitios estaban llenos de larvae, lémures (fantasmas de hombres muertos) y todo un reino de hadas y espectros. También divinizaron, y construyeron templos en su honor, a meros accidentes y cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el amor, la lucha, la virtud, el honor, la salud, el deterioro, la fiebre y otras cosas semejantes. Y cuando rezaban a favor o en contra de ellas, lo hacían como si cada una estuviese acompañada de un espíritu capaz de retener o de dejar caer sobre ellos los dones o los castigos que con sus oraciones deseaban obtener o evitar. Rindieron también culto a su propio ingenio, al que dieron el nombre de Musas; a su propia ignorancia, dándole el nombre de Fortuna; a su propio deseo sexual, llamándolo Cupido; a sus propios sentimientos de ira, dándoles el nombre de Furias; a sus órganos privados, con el nombre de Príapos, y atribuían sus poluciones a Íncubos y Súcubos. De tal forma que no había cosa que un poeta pudiera personificar en un poema que los gentiles no convirtiesen en un dios, o en un demonio.
Los mismos creadores de la religión pagana, al observar el segundo fundamento de la religión —que es la ignorancia que los hombres padecen con respecto a las causas y, por tanto, su tendencia a atribuir su suerte a causas que nada tienen que ver con ella—, se aprovecharon de esto para fomentar aún más esa ignorancia; y en lugar de causas segundas, inventaron una serie de dioses ministeriales y secundarios. Así, adscribieron a Venus la causa de la fecundidad; a Apolo, la causa de las artes, a Mercurio, la sutileza y habilidad; las tempestades y tormentas, a Eolo, y todos los demás efectos, a otros tantos dioses. Hasta el punto de que, entre los paganos, había casi tanta variedad de dioses como de ocupaciones y asuntos.
Y a la adoración que de manera natural fue concebida por los hombres para con sus dioses, esto es, las oblaciones, rezos, acciones de gracias y todas las demás que ya han quedado mencionadas, los mismos legisladores de los gentiles añadieron la representación pictórica y escultural de esas deidades. Esto lo hicieron con el propósito de que los más ignorantes, es decir, la gran mayoría del pueblo, pensando que aquellas representaciones eran los dioses mismos, creyeran que estos estaban realmente allí, como habitantes de su mundo, por así decirlo, y les tuvieran más miedo. Y así, otorgaron a sus dioses tierras, casas, ministros y estipendios que estaban reservados solo para ellos y que no eran para uso de los hombres. Es decir, que consagraron y santificaron, para sus ídolos, cavernas, campos de cultivo, bosques, montañas, y hasta islas enteras; y no solo les atribuyeron figura de hombres, de bestias o de monstruos, sino también facultades, pasiones humanas y animales: sentido, habla, sexo, deseo, procreación, y esta no solo entre unos dioses con otros para propagar su especie, sino también con hombres y mujeres para engendrar dioses mixtos, residentes en el cielo en calidad de inquilinos, como Baco, Hércules y otros. Además, les atribuyeron la pasión de la ira, de la venganza, y otras que son propias de las criaturas vivientes, así como los actos que proceden de esas pasiones: fraude, latrocinio, adulterio, sodomía y cualquier otro vicio que pudiera considerarse como un efecto del poder o como causa de placer; y además, todos esos otros vicios que, entre los hombres, son tomados como ilegales más que como deshonorables.
Finalmente, a los pronósticos sobre el porvenir, que son, naturalmente, solo conjeturas basadas en la experiencia del pasado, y, sobrenaturalmente, revelación divina, los autores de la religión de los gentiles, en parte apoyados en una pretendida experiencia, y en parte apoyados en una pretendida revelación, añadieron otros innumerables modos supersticiosos de adivinación, e hicieron creer a los hombres que podían averiguar sus fortunas escuchando las ambiguas o absurdas respuestas de los sacerdotes de Delfos, Délos, Ammón y otros famosos oráculos, respuestas que fueron hechas ambiguas a propósito, para que resultaran acertadas en cualquier caso; o absurdas, a causa de los vapores embriagadores del lugar, cosa muy frecuente en cavernas sulfurosas. Otras veces creyeron averiguar su fortuna en las hojas de las Sibilas, de cuyas profecías, como también, quizá, de las de Nostradamus (pues los fragmentos que hoy se conservan parecen ser invención de tiempos posteriores), había algunos libros que eran conocidos en la época de la república romana; otras veces, en los sermones disparatados de locos que se consideraban poseídos de un espíritu divino, posesión a la que daban el nombre de entusiasmo. Y estas clases de adivinación de sucesos futuros fueron juzgadas teomancia o profecía. Algunas veces se leía el futuro de una persona en el aspecto de las estrellas el día de su nacimiento; esto se llamaba horoscopia y se consideró parte de la astrología judiciaria. Otras veces el futuro se anticipaba en las propias esperanzas y miedos; esto se llamaba tumomancia o presagio. Otras veces estaba en las predicciones de las brujas, las cuales decían que podían comunicarse con los muertos; a esto se le llamó nigromancia, conjuro o brujería, y no es sino engañosa y amañada truculencia. Otras veces, en el vuelo casual o en el modo de alimentarse los pájaros; a esto se le llamó augurio. Otras veces, en las entrañas de una bestia sacrificada; esto era la aruspicina. Otras veces, en los sueños. Otras, en los graznidos de los cuervos o en el piar de los pájaros. Otras, en los surcos del rostro, lo cual se llamó metoscopia, o en las líneas de las palmas de las manos, lo cual se llamó, con palabra casual, omina. Otras veces en monstruos o accidentes insólitos, tales como eclipses, cometas, raros meteoros, terremotos, inundaciones, nacimientos extraordinarios, etcétera, a los que se dio el nombre de portenta y ostenta, porque se pensaba que anunciaban o presagiaban alguna calamidad venidera. Otras veces, en el mero azar, como en el juego de cara o cruz; contando los agujeros de una cuba; escogiendo a ciegas versos de Homero y Virgilio, y en otras innumerables y vanas ocurrencias de este tipo. ¡Tan proclives son los hombres a ser llevados a creer cualquier cosa, si son arrastrados por quienes han logrado acreditarse entre ellos y pueden aprovecharse de su miedo e ignorancia actuando con refinamiento y destreza!
Y, por lo tanto, los primeros fundadores de repúblicas entre los gentiles, cuyo fin solo era mantener al pueblo sujeto en obediencia y paz, se cuidaron, en todas partes, y en primer lugar, de imprimir en las mentes del pueblo la creencia de que aquellos preceptos religiosos que se les daban no provenían de su propia invención, sino de los dictados de un dios o de cualquier otro espíritu, o, si no, que ellos, los fundadores mismos, eran algo más que simples mortales. De este modo, conseguían que sus leyes fueran recibidas más fácilmente. Así, Numa Pompilio fingió que había recibido de la ninfa Egeria las ceremonias que él instituyó entre los romanos; el primer rey y fundador del reino del Perú fingió que él y su esposa eran hijos del Sol, y Mahoma, para establecer su nueva religión, fingió que había tenido revelaciones del Espíritu Santo, quien se le apareció en forma de paloma. En segundo lugar, tuvieron su buen cuidado de hacer creer que las mismas cosas que estaban prohibidas por sus leyes, eran también desaprobadas por los dioses. En tercer lugar, prescribieron ceremonias, súplicas, sacrificios y celebraciones con las que hicieron creer que podía aplacarse la ira de los dioses, y que los fracasos en la guerra, las grandes enfermedades contagiosas, los terremotos y los infortunios particulares de cada hombre provenían de las iras de los dioses, y que estas provenían de que los hombres no habían cumplido con sus deberes de adoración, o los habían olvidado, o se habían equivocado en algún punto relativo a las ceremonias que habían sido prescritas. Y aunque entre los antiguos romanos a los hombres no se les prohibía negar lo que los poetas escribían sobre los sufrimientos y placeres de la otra vida, lo cual fue hecho abiertamente, en sus discursos públicos, por varios individuos de gran autoridad y prestigio, siempre fue la actitud de los creyentes más celebrada que la actitud contraria.
Y mediante estas y otras instituciones parecidas se consiguió alcanzar el fin que se proponían, que fue la paz de la república. Pues el pueblo, creyendo que sus propias desgracias se debían a alguna falla o descuido en el cumplimiento de las ceremonias, o a su desobediencia a las leyes, estaba menos predispuesto a rebelarse contra quienes lo gobernaban. Y como se le entretenía con la pompa y con los pasatiempos de festivales y juegos públicos que se celebraban en honor de los dioses, solo hacía falta darle pan para evitar que estuviera descontento y murmurara y se amotinara contra el Estado. Y, consiguientemente, los romanos, que habían conquistado la mayor parte de lo que entonces era el mundo conocido, no tuvieron el menor escrúpulo en tolerar cualquier religión, incluso en la misma ciudad de Roma, a menos que contuviese alguna cosa que fuera inconsistente con su gobierno civil. Tampoco leemos que ninguna religión fuese prohibida, excepto la de los judíos, los cuales, al ser el pueblo particular del reino de Dios, pensaban que era ilegal reconocer sujeción a ningún rey mortal o a ningún Estado, fuera el que fuese. Y así vemos cómo la religión de los gentiles fue parte de su política civil.
Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, implantó la religión, también creó un reino peculiar para sí mismo; y dio leyes de conducta para con él y para el comportamiento de los hombres entre sí. Y de ahí el que, en el reino de Dios, la política y leyes civiles sean parte de la religión. Por tanto, la distinción entre dominio temporal y dominio espiritual no tiene aquí cabida. Es verdad que Dios es el rey de toda la tierra; sin embargo, puede ser rey de un pueblo escogido en particular. No hay en esto más incongruencia que la que habría si decimos que el comandante en jefe de todo un ejército tiene, al mismo tiempo, un regimiento en particular, una compañía, que son suyos. Debido a su poder, Dios es el rey de toda la tierra; pero es el rey de su pueblo escogido en virtud de una alianza especial. Mas para hablar por extenso del reino de Dios, tanto por naturaleza como por alianza, he reservado otro lugar del presente discurso.
Si condenamos la propagación de la religión, no es difícil entender las causas que hacen que esta se resuelva en sus primeras semillas o principios. Estos son solamente la idea de una deidad, y de poderes invisibles y sobrenaturales. Y estos principios jamás podrán borrarse totalmente de la naturaleza humana. Por el contrario, surgirán de ellos nuevas religiones, siempre que sean cultivados por hombres que disfruten de reputación para ese propósito.
Visto que toda religión ya formada tiene su primer fundamento en la fe que la multitud presta a un individuo a quien no solo se considera sabio y dedicado a procurar la felicidad de los demás, sino también hombre santo a quien el mismo Dios se ha dignado a declarar su voluntad de un modo sobrenatural, se seguirá necesariamente esto: que cuando se sospecha que los que tienen el gobierno de la religión carecen de sabiduría, la sinceridad o el amor que se espera de hombres como ellos, o no pueden mostrar ningún indicio probable de que han sido depositarios de una revelación divina, se sospechará también de la religión que deseaban erigir, y será rechazada sin miedo al poder civil.
Lo que anula la reputación de sabiduría en el fundador de una religión, o contribuye a rechazar una religión ya formada, es la prescripción de un credo que contenga contradicciones. Pues los términos de una contradicción no pueden ser ambos verdaderos; y, por lo tanto, creer en ellos es prueba de ignorancia, y esa misma ignorancia le será achacada al fundador. Y como consecuencia, a este no se le prestará ya crédito en ninguna otra cosa que se le ocurra presentar como resultado de una revelación sobrenatural. Pues aunque un hombre puede, ciertamente, tener revelaciones sobrenaturales de muchas cosas, nunca podrá tener ninguna que vaya en contra de la razón natural.
Lo que anula la reputación de sinceridad es el hacer o decir cosas que parecen ser señal de que lo que los fundadores hacen creer a los demás no es creído por ellos mismos. Estos hechos o dichos son llamados escandalosos, pues son piedras de escándalo que hacen caer a los hombres en el camino de la religión. Son hechos y dichos que pecan de injusticia, crueldad, irreverencia, avaricia y lujuria. ¿Quién podrá creer que un hombre que realiza ordinariamente actos que proceden de cualquiera de estas raíces crea en un poder invisible, un hombre que al mismo tiempo atemoriza a otros hombres por haber cometido faltas de mucha menor importancia?
Lo que anula su reputación de amor es el descubrir que están actuando con fines que van en su propio provecho. Así ocurre cuando la creencia que exigen de otros conduce o parece conducir a la adquisición de dominio, riquezas y dignidades, o a asegurarles un placer del que solo ellos mismos, o especialmente ellos mismos, disfrutan. Pues aquello que resulta en beneficio de sí, se piensa que ha sido hecho por propio interés, y no por amor a otros.
Por último, el testimonio que pueden ofrecer los hombres para probar que han recibido una llamada de Dios no puede ser otro que hacer milagros, o pronunciar una verdadera profecía, o crear una extraordinaria felicidad. Y, por lo tanto, a esos puntos de religión que fueron recibidos de quienes realizaron milagros, los que se añaden por quienes no han dado prueba de la llamada divina mediante la realización de algún milagro semejante, no reciben otra creencia además de la que ya la costumbre y las leyes han establecido en el lugar en que se han educado. Pues lo mismo que en los asuntos naturales los hombres con juicio piden señales y pruebas, también en los sobrenaturales requieren señales sobrenaturales —que son los milagros— antes de aceptarlos interiormente y de corazón.
Todas estas causas del debilitamiento de la fe de los hombres aparecen de modo manifiesto en los siguientes ejemplos. Primero, tenemos el ejemplo de los hijos de Israel: cuando Moisés, que les había dado testimonio de su misión divina haciendo milagros y sacándolos felizmente de Egipto, se ausentó por cuarenta días, los israelitas se apartaron del mito al Dios verdadero que él les había enseñado; y construyendo un becerro de oro (Éxodo XXXII, 1,2) lo adoraron como a su dios y volvieron a caer en la idolatría de los egipcios, de los cuales acababan de ser liberados. Y de nuevo, después de que Moisés, Aarón, Josué y toda aquella generación que había visto las grandes obras de Dios en Israel (Jueces II, 11) hubieron muerto, surgió otra generación que adoró a Baal. Así que, cuando faltaron los milagros, faltó también la fe.
Y una vez más, cuando los hijos de Samuel (1 Samuel VIII, 3), tras ser nombrados por su padre jueces de Berseba, recibieron sobornos y violaron la justicia, el pueblo de Israel rehusó tener a Dios como rey de un modo diferente a como era rey de otros pueblos; y, consiguientemente, le pidieron a Samuel que escogiera para ellos un rey como el que tenían las otras naciones. De manera que, cuando faltó la justicia, faltó también la fe, en cuanto que no quisieron que su Dios reinase sobre ellos.
Y considerando que cuando tuvo lugar la implantación de la religión cristiana, los oráculos dejaron de existir en todas las partes del Imperio romano, y el número de cristianos creció cada día de modo asombroso y en todo lugar como resultado de la predicación de apóstoles y evangelistas, gran parte de ese éxito puede razonablemente ser atribuida al desprecio de que los sacerdotes de los gentiles de aquel tiempo se habían hecho merecedores como resultado de su impureza y avaricia, y a las maniobras truculentas que se daban entre los príncipes. También la religión de la Iglesia de Roma fue, siquiera en parte, abolida en Inglaterra y en otros lugares de la Cristiandad por la misma causa. Por un lado, la debilitación de la virtud en los pastores de almas hizo que se debilitara la fe del pueblo; y a eso se añadió la circunstancia de que los escolásticos introdujeran en la religión las doctrinas de Aristóteles. Ello dio lugar a tantas contradicciones y absurdos que cayó sobre los clérigos una reputación de ignorancia y de fraudulenta intención y ocasionó el que el pueblo se rebelara contra ellos, oponiéndose a la voluntad de sus propios príncipes, como en Francia y en Holanda o, como en el caso de Inglaterra, contando con su apoyo.
Por último, entre las normas que la Iglesia de Roma declaró necesarias para la salvación, hubo tantas que favorecían manifiestamente al Papa y a sus súbditos espirituales que residían en los territorios de otros príncipes cristianos, que si no hubiera sido por la emulación que tuvo lugar entre ellos, podrían haberse liberado de guerras y dificultades y habrían excluido de sus reinos toda autoridad extranjera de igual modo a como fue excluida en Inglaterra. Pues ¿quién hay que no se dé cuenta de quién se beneficia haciendo creer que un rey no tiene autoridad recibida de Cristo, a menos que sea coronado por un obispo? ¿Que un rey, si es sacerdote, no puede casarse? ¿Que un rey, haya o no haya nacido de un matrimonio legal, debe ser juzgado por la autoridad de Roma? ¿Qué puede eximir a los súbditos de prestar obediencia a su rey si este ha sido juzgado hereje por el tribunal de Roma? ¿Que un rey, como Chilperico de Francia, puede ser depuesto por un Papa, como el papa Zacarías, sin causa alguna, y su reino entregado a uno de sus súbditos? ¿Que los clérigos seculares y regulares de un país no puedan ser juzgados por los tribunales de su rey en casos criminales? ¿Quién no ve en beneficio de quién redundan los honorarios que se pagan por la celebración de misas privadas y por la compra de indulgencias? Estas y otras señales de interés privado bastarían para mortificar la fe más ardiente si no fuera porque, como he dicho, la magistratura civil y la costumbre se encargan de sostenerla con mayor fuerza de la que tiene la opinión de los fieles sobre la santidad, sabiduría e integridad de sus predicadores. Así, atribuyo todos los cambios que ha tenido la religión en el mundo a una y la misma causa: la desagradable conducta de los clérigos. Y esto no solo entre los católicos, sino incluso en esa Iglesia que más ha presumido de estar reformada.