27

«Albada»

PHILIP LARKIN

Querido, y hasta reverenciado, por mucha gente que ni compartía ni comparte sus opiniones pesimistas y reaccionarias, Philip Larkin tiene muchos puntos para ser considerado el poeta inglés ejemplar de finales del siglo XX. Férreo partidario de una visión tradicional y hasta jerárquica de la sociedad, no logró creer en la ortodoxia anglicana, piedra angular moral de esa mentalidad. Las albadas son poemas sobre enamorados que se separan al alba; en este caso, la enamorada de Larkin es la vida misma, acompañada por la comprensión, cruda pero sincera, de que no sigue más allá de la tumba, y de que pensar lo contrario es engañarse.

Sobre «Visita a una iglesia», lo único que quiero decir es que, siguiendo la línea del poema de Thomas Hardy, combina el máximo respeto con la mínima credulidad.

Trabajo todo el día y me medioemborracho

por la noche. A las cuatro, me despierto mirando

la oscuridad callada. Saldrá, dentro de poco,

luz de entre las cortinas. Veo, hasta entonces, lo

que siempre ha estado allí: muerte incordiante, un día

ahora más cercana, haciéndome imposible

toda pregunta excepto esas de cómo, dónde

y cuándo moriré. Inútiles preguntas:

ya el temor de morir, y estar muerto, de nuevo

centelleando me dormía y me horroriza.

La mente queda en blanco con el resplandor. No

por los remordimientos —el bien que no se ha hecho,

amor no dado, tiempo malgastado— ni por

las penas: una vida puede ser poco tiempo

para que los comienzos errados se superen,

y puede no lograrlo, sino por ese eterno

y completo vacío, la segura extinción

a la que siempre vamos y en que nos perderemos.

No estar aquí, ni estar en ningún otro sitio,

y pronto; nada más terrible ni más cierto.

Ningún truco disipa este modo especial

de tener miedo, como la religión solía

intentar, ese inmenso, armónico brocado

apolillado que se creó para hacernos

creer que no moriremos, o esa tela ilusoria

que dice: «Ningún ser racional teme lo

que no siente», sin ver que ese es nuestro temor

—nada que ver, ningún sonido, ni sabor,

caricias ni olor, nada con que pensar ni amar,

la anestesia de la que nadie vuelve en sí.

Y, así, esto está en el límite de la visión, pequeño

borrón, escalofrío permanente que cada

impulso ralentiza hasta la indecisión.

Casi todas las cosas pueden no ocurrir: esta

lo hará, y el comprenderlo nos hace enfurecer,

aterrados, si estamos sin compañía o sin

alcohol. No es solución el valor: significa

no asustar a los otros. Que uno sea valiente

no lo puede librar de la tumba. La muerte

vendrá de cualquier modo, te quejes o te aguantes.

Poco a poco, hay más luz; la alcoba cobra forma.

Allí está, simple como un ropero, aquello

que sabemos y siempre hemos sabido, ese

saber que no hay salida sin querer aceptarlo.

Una parte ha de irse. Mientras, se encogen, listos

para sonar, teléfonos en despachos cerrados.

Indiferente y difícil, este mundo alquilado

empieza a despertarse. El cielo es blanco

como arcilla, sin sol. Hay trabajo que hacer.

Carteros como médicos van de una casa a otra.