Capítulo IV

—SHARON…

—Sí, soy yo. Sharon Talbot.

—La periodista…

—La periodista, eso es.

—¿Qué quiere de mí a estas horas?

—Busco a un hombre. Por toda la ciudad, durante toda la noche…

—Vaya… Encontrará muchos hombres dispuestos a acompañarla, estoy segura —los ojos lesbianos de Pay Edelman estudiaron aprobadores a su visitante, con cierta ironía.

—No es eso, y usted lo sabe. Busco a un amigo. A Steve… A Brian Barnes, para ser más exacta.

—Brian…—suspiró Fay. Inclinó la cabeza—. No, no lo sabía. Pero debí imaginarlo. Ese pillo siempre tuvo buen gusto para las chicas…

—Fay, usted tal vez sepa dónde puedo hallarle… Acaso le haya visto hace poco…

—Lo he visto, sí. Esta misma noche.

—¡Dios sea loado! ¿Dónde?

—Aquí mismo.

—Aquí…

—Sí. Creí que venía matarme. Luego, me contó algo. Y me convenció…

—De modo que usted… acepta que pueda ser inocente.

—Creo que lo es, señorita Talbot, pero no poseo pruebas para convencer de ello a nadie. Pase, siéntese… Charlaremos ambas como buenas amigas…

La acompañó al fondo de su estudio. Pasaron junto a figurillas de arcilla de piedra o de bronce. Obras todas del arte modernista y estilizado de Fay.

Las dos mujeres hablaron.

Sin saber que la muerte acechaba afuera, en la noche cálida y húmeda de Miami Beach. Frente a aquel mismo estudio. En la oscuridad. En forma de unos fríos ojos, crueles y despiadados, fijos en el iluminado tragaluz del estudio de escultura…

* * *

Podía imaginar esa escena. Como si la estuviese viendo con mis horrorizadas pupilas.

Podía ver a Fay, a Sharon. Solas las dos en el amplio recinto destartalado, lleno de huecos a la noche, fácil de penetrar, accesible por cualquiera…

Podía ver a Fay, a Sharon. Solas las dos en el amplio recinto destartalado, lleno de huecos a la noche, fácil de penetrar, accesible por cualquiera…

Fay y Sharon. Al filo mismo de la muerte…

—Está muy pálido, Corman.

La miré. Con odio. Con todo el odio de que era capaz. Con desesperación, con ira, agitándome impotente encima de mi lecho, cautivo de aquella mujer sin conciencia.

—Si matan a Sharon, juro que podré evadirme a la muerte, lo suficiente cuando menos para destrozarles a todos ustedes con mis propias manos —dije en un jadeo ronco—. ¡Será el más monstruoso y cobarde de todos sus crímenes!

—Es una vida humana, como otra cualquiera. El hecho de que usted esté enamorado de Sharon Talbot, no cambia los hechos, fríamente valorados.

—Abigail Pearson, juro que la mataré…

—Está diciendo tonterías —soltó una carcajada desafiante. Apoyó la mano en la pistola "Parabellum", provista de silenciador, que reposaba cerca de ella—. Tengo aquí el arma. Está usted reducido a la impotencia, es mi prisionero… ¿Cómo espera así poder hacerme daño alguno? No sea iluso, Corman. Todo su tonto juego de escritor se vuelve contra usted. Esa chica, Sharon, demuestra valor. Le está buscando, trata de ayudarle, de investigar por su cuenta, para demostrar que es inocente. No hay duda sobre eso…

—¡Cállese! —rugí.

—No, no me callo. Sabe que es verdad lo que digo. Ella sólo pretende ayudarle, buscarle donde cree que puede estar, indagando cosas de la gente que mejor le conoce… En cierto modo, sabe que es responsable de que ella peligre ahora, de que esté al borde mismo de la muerte… Lo sabe, y se siente culpable, angustiado de no poderlo evitar…

—¡Dije que se callara, víbora! —aullé—. Son dos seres repulsivos, dos canallas, usted y… y ese hombre que la apoya y colabora en sus infamias, sea él Farrell o Seimour Lane… No necesitan hacer daño a Sharon. A ella no…

—Lo siento —cortó, glacial—. Está decidido así. Y así se hará…

—Perra mujerzuela… —mascullé furioso.

Vino a mí. Me abofeteó brutalmente, de modo repetido. Mi impotencia, ligado e inmóvil, le hacía ensañarse, complacida. Sentí la boca llena de un sabor salobre. Goteó sangre por la comisura de mi boca, y ella siguió golpeando, con ojos fulgurantes, inclinada sobre mí, entreabierta su boca, en un jadeo maligno, feliz de hacer daño, de golpear, de torturar a alguien…

Pude hacerlo entonces. Disparé mis piernas súbitamente, tras una flexión con la que parecía encogerme ante su lluvia de golpes. Disparé tanto las piernas, como el cuerpo inerte, con un impulso, con un salto inverosímil sobre mí mismo, en esfuerzo supremo, rabioso.

Mis dos pies se hundieron violentos en su estómago. La vi boquear, retroceder, con los ojos en blanco, sin aliento, aferrándose el punto golpeado con mis punteras.

Rodé del lecho a la moqueta, siempre atado, como un fardo inerme. Mis manos alcanzaron la pata de la mesa donde reposaba la pistola, en tanto ella se rehacía, lentamente, del terrible impacto en su estómago.

Tiré del liviano mueble. Se derrumbó. La pistola "Parabellum" rodó hasta cerca de mí, de mis dedos agarrotados, torpes, por la fuerza de las ligaduras de mis muñecas y por lo que tiraba la cuerda que las unía a los tobillos también atados.

La mujer se había rehecho, si no del todo, al menos en parte. Exhaló un gemido ronco, de inquietud, y se precipitó, tambaleante, sobre mí.

Aullé ahogadamente, al sentir sus tacones hincándose feroces en mis dedos, en mis manos y muñecas, en tanto intentaba dar un puntapié al arma, para desviarla de la vecindad de mis dedos.

Dominó el dolor como pude, y sujeté su pie. Tiré de él, dando otra voltereta sobre mí mismo, único movimiento que me estaba permitido.

Ella trompicó. Perdió el equilibrio, acaso precisamente por no estar recuperada aún…

Se vino abajo, su cuerpo golpeó el mío, rodamos juntos, luchando ferozmente por la posesión del arma. Vi sus dedos, cerca de la culata, venciendo a mis manos, puesto que ella estaba libre, mientras me golpeaba con sus rodillas y pies, mientras mordía furiosamente mis cabellos, mi rostro, para apartarme de la pistola a causa del dolor.

Eso me dio la idea. Di un cabezazo, y alcancé su mano. La mordí furiosamente, hincando mis dientes en sus dedos con la fiereza de un animal sanguinario.

Su chillido hirió mis tímpanos, tan agudo fue. La sangre brotó del feroz mordisco, y ella se enfureció, intentando arañarme con la otra mano. Y consiguiéndolo, con profundos y sangrantes zarpazos…

Logré auparme sobre su cuerpo, apreté su torso con mi peso, hundí sus senos, firmes y erguidos, reteniéndola, logrando por fin mis dedos cerrarse en torno al confortante, esperanzador y frío del acero de la culata negra…

Ella se dio cuenta enseguida. Forcejeó, llevó su mano ilesa a la mía, la aferró, tratando de volverla, de dirigir el cañón del arma contra mi abdomen.

Yo metí un dedo, casi llorando de dolor y de rabia, en el guardamonte de aquel arma. Pedí que estuviera suelto el seguro, que no hubiera dificultades.

Pedí, por primera vez, tener facultad de disparar, de oprimir el gatillo, de matar…

Y disparé. Y apreté el gatillo…

Y maté.

A aquella distancia, era imposible hacer otra cosa. El estampido sordo, como un taponazo, brotó del cañón silenciado. La bala, de calibre 40, también. A quemarropa, contra el pecho de ella.

Sentí cómo el proyectil penetraba blandamente su seno izquierdo. Ella también lo notó. Dilató sus ojos. Retiré la mano armada, perdí la "Parabellum", pero ya no importaba.

Un redondel chamuscado, un agujero que empezaba a desprender negros goterones de oscura sangre, resbalando sobre la prominencia nítida de un pecho de mujer…

La contemplé. La vi morir, con la boca dilatada, los ojos vidriados, el estupor en su rostro hermoso, de mujer que pudo haber vivido para algo mejor que destruir, asesinar, ambicionar oscuros beneficios en el mundo del crimen…

—Lo siento —susurré—. No podía… hacer otra cosa…

Y caí, desfallecido, sobre la alfombra.

La señora Pearson no contestó. Estaba muerta.

* * *

Perdía un tiempo preciso sin duda alguna. Pero tenía que desatarme ahora, intentar alcanzar el teléfono, llamar a la policía, a alguien que pudiera acudir al estudio de Fay, a evitar lo que podía ser inevitable…

Al caer la mesilla, se había quebrado un pie de vidrio de colores. Con su filo, pude cortar en parte las ligaduras. Me incorporé, sudoroso, salpicado de sangre tras mi feroz pelea con la señora Pearson.

Tomé el teléfono, mientras con la otra mano aferra— baba de nuevo la "Parabellum" salvadora. Llamé a la policía. No tenía el número del estudio de Fay. Informé de lo que sucedía… o había sucedido ya. Apremié, repitiendo la urgencia del caso. Luego, colgué, sin dar explicaciones.

Solté las ligaduras de mis pies, corrí al exterior dejando tras de mí el cadáver de Abigail Pearson, sobre la moqueta del dormitorio.

Alcancé el jardín, avanzando entre trompicones. Unos faros me deslumbraron súbitamente. Me volví, armado, dispuesto a todo, bañado por la luz de aquel automóvil que surgía ante la casa, ominosamente.

—¡No dispare, Corman! —chilló una voz conocida—. ¡No haga locuras! ¡Sabemos lo que sucede! ¡Venga, iremos a salvar a Sharon Talbot, y a Fay Edelma…!

Me volví. Respiré hondo, avanzando entre tambaleos, bajo la luz de los faros.

—Dillman, Dios sea loado… —musité—. El teniente Dillman…

—El mismo —salió del coche patrulla que me envolvía en luz cegadora—. Suba conmigo. Iremos al estudio de su vieja amiga Fay Edelman. Ya hay otros patrulleros camino de allí, para intentar salvarlas…

—Pero usted… usted, ¿cómo pudo saber…? —gemí, obedeciéndole, entrando en pos de él, partiendo ambos vertiginosamente, a través de la noche, haciendo ulular la sirena policial.

—Su teléfono, Corman. Estuvo siempre interferido. Una medida de pura rutina. Captamos la llamada de ese hombre a la señora Pearson. Eso bastó. Me ha informado el puesto de escucha, y hemos iniciado la cacería… ¿Y la señora Pearson, qué ha sido de ella? Le ha dejado a usted la cara hecha un mapa, Corman.

—Lo sé… —agité el arma en mi mano—. Era de ella, teniente. Disparé una sola vez. Yo estaba ligado, pero pude hacerlo, en lucha con ella. La… la maté.

—Vaya por Dios —suspiró—. Espero que su compinche caiga vivo en nuestras manos, para que pague por todos… ¿Sabe ya quién es él?

—No —negué—. Imagino que Wilburn Farrell… o Seimour Lane…

—Ninguno de los dos —negó Dillman, tajante—. Están controlados por mis hombres. Ambos están muy lejos del estudio de Fay Edelman, en este momento…

—¡Cielos! —le miré, fascinado—. Entonces… ¿quién?

—Eso es: ¿quién? —se encogió de hombros, fija su mirada en el exterior, a medida que volábamos literalmente sobre el negro asfalto de la noche—. Tengo una cierta idea al respecto.

—¿Usted?

—Sí, Corman. Veremos si se confirma… —me miró, sacudiendo la cabeza—. Oh, Dios, cómo enredó usted las cosas, al ocurrírsele escribir esos crímenes…

—No me hable de ello —murmuré—. Incluso puedo ser responsable del fin de Sharon…

—Dios no lo quiera —consultó su reloj—. Creo que llegaremos a tiempo…

Un instante después, enfilábamos la avenida donde Fay vivía. Y oímos disparos de revólver.

—Creo que sí —suspiró el teniente—. Creo que, después de todo, llegamos a tiempo…

Saltamos fuera del coche. No se opuso a que llevara conmigo mi pistola. El y sus hombres también iban armados. Nos dispersamos. Un agente uniformado nos informó, entre ráfagas de reflectores, estruendo de disparos de arma de fuego, gritos y carreras:

—Es el tipo… Está acorralado. No llegó a entrar en el estudio…

Sentí el mayor alivio de toda mi vida. Más aún que cuando disparé sobre la señora

Pearson.

—Gracias, Dios mío… —musité, deteniéndome, apoyándome en un muro, sin dejar de oprimir con fuerza aquella pistola que pudo haber sido el instrumento de mi propia muerte.

En ese instante, un reflector enfiló a una esquina. Y le vi.

—¡Allí! —gritó un agente—. ¡Es aquél!

—¡Procuren no tirar a matar! —rugió Dillman—. ¡Lo quiero vivo, a ser posible!

Le vi. Clara, nítidamente. Le reconocí, porque la luz de los faros le envolvía en claridad.

—Dios mío… —susurré, incrédulo—. No es posible…

Pero sí era posible. Por extraño que resultara, era él. Alcé mi pistola. La distancia era relativamente corta, y el arma de pesado calibre. Disparé.

Los policías, sorprendidos, se detuvieron en seco.

Me miraron a mí. Luego, a él. Le vieron oscilar, perder la pistola que esgrimía. Su brazo pendió, repentinamente ensangrentado. Intentó evadirse, aún desarmado.

Volví a disparar antes de que nadie se me anticipara. Aquella pieza era mía. En la cacería, yo quería cobrarla. Tenía más motivos que nadie para ello.

Porque ahora, por primera vez, veía claro. Y sabía que yo, Brian Barnes, no era un asesino. Nunca fui un asesino.

El cayó de rodillas, jurando, envuelto en blanca luz lechosa de los faros policiales. Le rodearon prestamente. Estaba cogido.

Vi su mirada. Fija en mí. Con odio, con incredulidad. Yo era la última persona a quien había esperado ver allí. La última persona que hubiera esperado ver haciendo fuego sobre él, cazándole con vida, con un brazo y una pierna agujereados…

Le esposaron, le condujeron a un coche-patrulla. Yo me volví. Dillman me miraba, sonriente.

—Después de todo… se ha vengado —dijo el teniente.

—Sí. De un modo que me complace más teniente —admití. Di unos lentos pasos—. Ahora… debo ir a cierto lugar…

—Claro, Corman. Suba al estudio. Allí sigue la chica. Ella y Fay Edelman están a salvo. Llegamos muy a tiempo…

Asentí, andando con lentitud. Vi cómo se alejaba el coche patrulla, con el asesino dentro.

—Ahora, el largo camino hasta la cámara de ejecución… —musité.

—Lo tiene merecido. Se hará justicia, estoy seguro —afirmó Dillman.

—Ya iba siendo hora. El mató hace años a aquel hombre de cuya muerte fui acusado… King Quarry, el traficante en drogas… El, ahora, ha matado a Karin, a Brady… y hubiera matado a Fay, a Sharon, a Farrell y a Lane… A todos. Para quedarse con la totalidad de la gran Sociedad financiera que controlaban… Unido a su amante, Abigail Pearson… Un plan diabólico el de ese canalla…

—Ya le dije que imaginaba quién era el culpable —dijo Dillman.

—¿Usted lo sabía? ¿Sabía que HOWARD YOUNG NO HABIA MUERTO… y era el verdadero asesino? —me sorprendí.

—Sí. Lo sabía —sonrió el hombre de Tallahassee—. Es mi oficio, Corman. Saber cosas. O sospecharlas, cuanto menos…