Capítulo IV

—LO siento, Corman. No he visto a Sharon. Creo que está trabajando en algo, un reportaje sobre modas femeninas y las futuras eliminatorias para la elección de miss Caribe. Ya sabes; cosas de ésas. Es lo que gusta a las mujeres que leen sus chismorreos.

—Sí, ya sé —mordí el labio inferior, decepcionado. Mis ojos se fijaron en las fotografías que reposaban sobre la mesa de redacción de Martin Bantam. Me estremecí.

Bantam alzó la cabeza, sorprendiendo mi mirada. Tomó las brillantes cartulinas, húmedas aún.

—¿Te interesa el crimen del Surfside, Corman? —indagó.

—Bueno, los crímenes siempre me interesan —dije—. Pero sólo los que yo imagino en mis libros.

—Este no es imaginado, por desgracia —golpeó la fotografía, donde pude ver, con mudo y disimulado horror, el cuerpo de Karin, aplastado contra las baldosas de piedra del jardín, sobre un charco de sangre. Había caído de cabeza, un poco de costado. El resultado era horrible. Bantam comentó—: Pobre chica…

—Has dicho "crimen" —le advertí—. Yo he leído los diarios, y habla de posible suicidio o accidente…

—No. Fue un crimen.

—¿Está probado ya eso? —me inquieté.

—No hace falta. Tengo olfato para estas cosas —suspiró—. Y sabes. La profesión enseña, da experiencia, intuición…

—Sí, supongo que sí. La policía, ¿qué piensa?

—No dicen nada oficialmente. Pero Dillman es listo. Creo que piensa como yo.

—¿Hay sospechosos, se supone algún motivo para eso? —indagué.

—Los motivos siguen oscuros. Pero Karin Caine era una mujer hermosa, de vida algo turbulenta… Esa clase de chicas encuentran a veces un final violento y feo. Como en tus novelas, Corman.

—Sí, es posible. Empiezo a creer que las novelas y la realidad no son tan diferentes… —me encogí de hombros—. Bien, Martin. Me voy. Ya veré luego si encuentro a Sharon.

—Ella nunca tiene hora fija. A veces no la veo en una semana entera. Si la veo, le diré que la buscas…

—No, no le digas nada. Gracias, Martin. Hasta luego.

—Adiós, Steve.

Se quedó trabajando en la redacción, con sus siniestras fotografías y sus datos sobre los dos crímenes. Las cosas estaban empeorando rápidamente para mí. Buceando en su pasado, tal vez Dillman diese con el eslabón que unía la cadena. Y si relacionaba a Howard con Karin, aparecería el nombre de Brian Barnes… y todo lo demás.

No, no me gustaba la marcha de los acontecimientos. En absoluto.

Pero yo no podía torcer su curso. Ni hacer nada por evitarlo. Mi mente era todo confusión, incertidumbre, casi terror incluso… Empezaba a perder la serenidad, el control de mí mismo.

Y eso era peligroso. Muy peligroso.

Un asesino, nunca puede perder el dominio de sus nervios, la frialdad de su mente. Y menos, un extraño asesino, como yo, Brian Barnes…

Un hombre que fluctuaba entre la realidad y la ficción, que parecía andar sobre un fantástico filo rodeado de tinieblas, prestas a engullirme.

Pensé en la novela. En los dos primeros capítulos. En el relato de mis crímenes…

—Tengo que empezar el tercer capítulo —me dije—. Esta misma noche. Antes de que Wilburn Farrell venga a mi bungalow vecino… Tengo que tachar el tercer nombre en la lista… y ver luego qué sucede…

Con esa idea, subí a mi automóvil. Emprendí el regreso a casa, desde la redacción del News.

Estaba a mitad de camino, cuando vi tras de mí el coche rojo oscuro. No le presté mucha atención entonces.

Unos momentos más tarde, sí. Empecé a preocuparme por el coche rojo. Seguía tras de mí. Sin separarse ni aproximarse más. A igual distancia siempre.

Sentí palpitar con fuerza mi corazón. Las sienes me latieron.

—La policía… —musité—. Deben ser ellos…

No parecía ser un coche policial, pero acaso Dillman disimulaba sus intenciones.

Me detuve en el cruce con Palm Way. Aparqué, dirigiéndome a adquirir un diario en el puesto más próximo. Con el rabillo del ojo, estudié al coche rojo.

Estaba seguro de que aparcaría tras de mí.

Me equivoqué rotundamente.

De súbito, el automóvil arrancó con mayor velocidad. Saltó a la acera. Y luego, se precipitó contra mí.

* * *

De no haberlo advertido a tiempo, hubiera sido hombre muerto.

La velocidad y rumbo del coche, me hubiera arrollado, precipitándome bajo sus ruedas y destrozándome brutalmente. Pero al verle saltar la acera, como un salvaje potro de metal, rugiente y mortífero, salvé mi vida.

Me precipité a la desesperada, en una zambullida vertiginosa, sobre el puesto de periódicos y cigarrillos. Derribé magazines, libros, cartones de tabaco y cuanto hallé a mi paso. Rodé luego, entre dos palmeras, y los guardabarros del automóvil rojo me rozaron, desgarrando mi americana, tal era su violencia al precipitarse sobre mí.

—¡Cuidado, casi le matan! —chilló el mozo del puesto de periódicos, con expresión de vivo terror.

Me quedé tendido en tierra, aturdido aún viéndole desaparecer con violento giro en la curva, sin reducir para nada su velocidad ni pensar siquiera en detenerse a comprobar lo sucedido.

Yo no me sorprendí demasiado por eso. Lo imaginaba ya así. De haber sido un accidente o una imprudencia, todo hubiera sido distinto. Pero desde que le vi saltar la acera, con su morro enfilado hacia mí, sabía lo que estaba sucediendo.

Su intención era arrollarme. Había intentado asesinarme.

Lamenté no haber advertido quién era el conductor del vehículo rojo. Pero, estaba seguro de que, borrosamente, era una figura masculina, bastante ancha, la que se agazapaba sobre el volante, al seguirme durante el trayecto. De su rostro, no tenía ni la menor idea.

—¿Se encuentra bien, señor?

Miré al vendedor de periódicos. Otros curiosos acudían a la carrera, y un agente de uniforme hizo sonar su silbato estérilmente, mientras se acercaba a mí. El coche rojo estaba ya lejos. Ni se veía rastro de él.

—Creo que mi cuerpo está bien —dijo con aspereza, sacudiendo el polvo de mis ropas al incorporarme—. Bastante mejor, cuanto menos, que mi chaqueta.

—Pudo haberle matado, señor.

—Claro que pudo. Fue un milagro escabullirse.

—Hace falta estar loco para perder así el control de un volante, y escapar luego, en vez de afrontar responsabilidades…

No quise sacarle de su error. Era mejor que creyera en lo accidental de lo ocurrido. Eso me evitaría problemas con la policía. El agente de uniforme estaba ya a mi lado.

—¿Le conducimos al hospital, señor? —se interesó.

—No, no —negué—. Ni siquiera me tocó. Sólo rozó mis ropas.

—Ya se ve, señor —el policía frunció el ceño—. Ese tipo era un loco o un asesino…

—Lo probable es lo primero —reí—. No creo que nadie pretendiese matarme.

—¿Pudo ver la matrícula del coche?

—No, y lo siento —dije—. Gracias por todo, agente. Ya pasó lo peor…

—Si quiere formular alguna denuncia…

—No serviría de nada, puesto que ignoramos quién era el tipo, agente. Es mejor dejarlo así, y evitarse complicaciones.

No estaba muy convencido, pero terminé persuadiéndole, y me marché con el coche. Durante el camino no pude dejar de pensar en lo ocurrido.

Un intento de asesinato…

Y contra mí. Era como la fábula del cazador cazado. Habían intentado triturarme bajo las ruedas de un coche. El culpable y sus motivos, eran una incógnita profunda y oscura, que no acertaba a despejar.

El juego se tornaba un puro despropósito. Yo tenía motivos para desear la muerte de ciertas personas. Pero, ¿qué motivos tenían alguien, para desear, a su vez, mi muerte?

—Es para volverse loco —musité, desconcertado.

Y cuando me detuve frente a mi bungalow, estaba pensando en otra cosa; en la tercera víctima…

En el tercer nombre de la lista. En otro hombre sentenciado a morir por Brian Barnes.

Un hombre llamado Duke Brady. Un hombre rico, deportista… y sin conciencia ni escrúpulos. Un hombre que merecía morir.

Un hombre que iba a morir. Ahora. Esta misma noche allí.

* * *

Duke Brady.

Era él. A pesar de sus casi cuarenta años, el mismo de siempre.

Alto, atlético, fuerte, elástico, juvenil. Con arrogancia, con su cabello en desorden muy estudiado, con su mechón o lunar blanco que hacía furor entre las teenagers…

Duke Brady, siempre en forma. Un atleta perfecto. Formidable nadador, submarinista, especialista en el peligroso deporte del surf… Con su fortuna, con su aire de play boy de altas esferas…

Duke Brandy, en su propia salsa, como era fácil encontrarle entrenando en el Club Náutico, o practicando pesca submarina, o haciendo algo parecido.

Se quedó mirándome con curiosidad. Asintió luego.

—Sí —dijo—. Creo conocerle, amigo. Su cara me resulta familiar… y no sé por qué.

—No es difícil recordarme —sonreí.

—No soy muy buen fisonomista —confesó—. ¿Va a decirme de qué nos conocemos, amigo?

—Claro. Se lo diré ahora mismo —dije risueño, ajustándome el traje de goma color azul, y empezando a encajar las aletas de mis pies. Luego, tomé los depósitos amarillos, de oxígeno, para aplicarlos a la espalda.

Junto a mí quedaban las gafas de inmersión y el rifle de pesca submarina.

Duke ya estaba ataviado, con su vistoso traje de inmersión color naranja fuerte. Se limitó a esgrimir el fusil submarino, con mano diestra, contemplándome curioso.

—¿También le gusta sumergirse de noche en las aguas iluminadas? —preguntó.

—Sí —admití—. Es fascinante ver el fondo con esas luces.

—No creo conocerle de aquí. Pero tiene que ser socio para poder practicar deporte náutico en este club.

—Soy socio. Sólo que vengo con poca frecuencia por aquí.

—Ya entiendo —suspiró—. Bien, ¿cuál es su nombre, entonces?

—Steve Corman —dije con indiferencia.

—¿Corman? No me suena mucho…

—Será porque no lee novelas policíacas, de asesinatos, violencia, sangre…

—Detesto la violencia —rechazó—. Y también esa clase de literatura, no se ofenda.

—No me ofendo —sonreí—. Trabajo en esa especialidad hace poco. Un año, para ser exactos.

—Oh, ¿y qué hacía antes?

Caminamos desde los vestuarios del embarcadero privado del Club Náutico, hacia la zona de mar acotada, con iluminación submarina, para practicar deportes de inmersión durante la noche. Las aguas tenían así una luminosidad verdosa, fosforescente, realmente bellísima, en contraste con la oscuridad de mar adentro, y eran visibles las blancas piedrecitas del fondo, las algas y cuanto constituía un motivo decorativo de la profundidad marina, reservada a los socios del lujoso Club Náutico de Miami Beach. —Antes de escribir sobre crímenes… viví años en prisión —dije.

—¿Prisión? —frunció el ceño para mirarme, y luego rió—. Bromea, ¿no?

—No, no bromeo —suspiré—. Es la verdad.

—¿Recluido en… en una prisión? —pareció escandalizado.

—Eso es.

—Diablo, extraña cosa. Usted parece hombre de posición, es socio de este club… No lo entiendo.

—Ahora, sí tengo posición. Y dinero. Tuve suerte con las carreras. Aposté y gané trescientos mil dólares.

—Es una buena suma —se mostró ahora algo frío.

—Claro que lo es. Me compensó de algunas cosas, pero no de todas. Nadie puede devolverme ya esos años perdidos en prisión. Ni millones y millones lo lograrían.

—Pero está libre y tiene dinero. Escribe novelas… No puede quejarse.

—No me quejo del presente, sino del pasado —habíamos llegado al borde del agua luminosa. Él se sentó, disponiéndose a la inmersión en aquella especie de viviente escenario acuático, dispuesto para millonarios caprichosos—. Me quejo de haber pagado por algo de lo que era inocente. Y por haber perdido, al mismo tiempo, algo que era mío: ciento cincuenta mil dólares.

—Su pasado parece fascinante, pero los infortunios humanos me aburren —bostezó, con mueca irónica—. Perdone si no le escucho más. Voy a sumergirme. ¿Usted no?

—Sí —dije, cuando ya él iniciaba su zambullida. Y añadí—: Ah, mi nombre verdadero no es Steve Corman… sino Brian Barnes…

El me escuchó, antes de hundirme en el agua, justo cuando su cuerpo envuelto en goma naranja se sumergía.

Vi sus ojos atónitos, repentinamente dilatados, a través de sus gafas de inmersión, antes de hundirse en el coto de deportes submarinos. Fijos en mí, sin creer lo que habían oído.

Yo salté tras él. Me sumergí en pos suyo. Ambos con nuestros fusiles de pesca subacuática.

Duke Brady giró sobre sí mismo en el fondo luminoso de las aguas. Apuntó hacia mí con su fusil. Y disparó.

* * *

Mi maniobra, rápida y oportuna, evitó el impacto. Vi zumbar por entre las aguas, con un siseo silencioso de burbujas, el dardo que igual podía perforar a un pez, a un escualo que a un hombre. El proyectil submarino, se perdió a mis espaldas.

Furioso, dándose cuenta del peligro que corría ahora allá abajo, a solas conmigo en las aguas iluminadas, solos ambos en aquel recinto privado, sin testigos de nuestro encuentro, Duke Brady desenfundó su cuchillo de la funda de goma. Se precipitó sobre mí, entre oleadas de burbujas, dispuesto a cortar el tubo de respiración de mi depósito de oxígeno, para provocarme el aturdimiento de la asfixia, sin duda alguna, y rematarme luego.

No podía reprochárselo. Estaba luchando por su vida. Sabía que yo era Brian Barnes. Y él sabía lo que podía esperar de Brian Barnes. Siempre lo había sabido, y más ahora, si tenía noticia alguna sobre la trágica muerte de Howard Young, de Karin Caine…

Él sabía que yo estaba allí para matarle.

Y pretendía, en justa reciprocidad, matarme él a mí.

Además, Duke Brady no sentiría demasiados escrúpulos en matarme a mí, o a otra persona cualquiera, con tal de salvar su pellejo.

Le dejé maniobrar cerca de mí, eludiendo el golpe de cuchillo con un veloz giro sobre mí mismo, y un deslizamiento rápido hacia el fondo. Luego, allí, me volví bruscamente hacia él.

Le apunté con mi fusil de pesca submarina. El, veloz, al advertir el movimiento de mi dedo sobre el gatillo del arma subacuática, dio una voltereta y se alejó.

Sonreí bajo mi máscara. Yo había esperado algo así. Por eso sólo moví el dedo. Y no disparé.

Lo hice después. Cuando él se revolvía, para contemplarme triunfante. Vi en su rostro la petrificada expresión de horror, su imposibilidad de reaccionar ahora a tiempo.

Y cuando oprimí el gatillo, el arpón centelleó hacia él, entre burbujas.

Se clavó en su cuello. El agua en torno suyo, se oscureció, súbitamente, teñida de rojo intenso.

Con una crispación postrera de horror y de angustia, se fue al fondo, entre luz verde, burbujas, peces asustados, algas bailoteantes y escenografía digna de un espectáculo arrevistado, confeccionado para Esther Williams.

Pero el espectáculo de un hombre herido de muerte, aferrando con manos crispadas su garganta perforada, sangrante, volteando como un grotesco pelele, hacia el fondo de las aguas, no tenía nada de musical ni divertido, a pesar del ambiente en tecnicolor.

Me precipité con rapidez hacia la superficie. Dejé abajo, agonizando en las profundidades, a Duke Brady.

A la tercera víctima. A uno de los seis personajes que habían hecho de Brian Barnes un asesino. Y de mi pasado, una pesadilla de cautiverio, ruina y amargura…

Cuando salí de las aguas luminiscentes, no había nadie en derredor. Me despojé de mis ropas de inmersión. Me vestí rápidamente. Salí por el mismo punto que había utilizado para llegar hasta Duke, en el coto luminoso de inmersión: los desiertos embarcaderos de canoas a motor y yates privados.

Después, di un rodeo por la parte posterior del tinglado reservado a la reparación de embarcaciones de socios, y salí, tranquilamente, al bar del club tan calmoso como si saliera en ese momento de los servicios de aseo, a través de los cuales había ido al lugar predilecto donde muchas noches Brady practicaba su afición preferida.

No había sino dos camareros en el bar, y una pareja de avanzada edad en una mesa. Salí tranquilo al exterior. Me alejé.

Era cierto. Soy socio del Club Náutico. Pero no esperaba que nadie recordase mi presencia allí esa noche. Después de todo, soy poco conocido, y menos por el personal nocturno.

Además, nadie iba desde el bar al embarcadero por aquel punto escogido por mí. Ni siquiera pensarían en ello.

El automóvil lo había dejado aparcado a bastante distancia, para que nadie lo viese frente al club. Lo alcancé, subí a él, lo puse en marcha, de regreso a casa…

Eran las once y media de la noche.

Entre las aguas luminosas del lugar de recreo, flotaba en ese momento el cadáver de un hombre, enfundado en goma color naranja. Muerto con un fusil de pesca subacuática.

Todo había terminado para Duke Brady.

Ya podía tachar su nombre de mi lista…