Capítulo II
—STEVE…
—¿Sí, Karin?
—Steve, estoy empezando a amarte… Me atraes. No sé por qué, pero me empiezas a atraer demasiado.
Sonreí, fumando en silencio, la vista perdida en las luces, en su cabrilleo, allá en las aguas del Atlántico. A mis espaldas, sentí como un suave ronroneo. Las manos de Karin rodearon mi torso, se apoyaron en mi piel, acariciadoras.
—A veces me parece mentira, Karin —murmuré, sin volverme.
—¿Qué, Steve, querido?
—Esto de ahora; tú y yo aquí… Esta noche…
—No es mentira —susurró—. No ha sido mentira, Steve.
—No, claro que no. Sólo lo parece. Era tan lejano para mí, tan difícil de imaginar… —Steve, me gustas. Me atraes.
—No, no siempre es así. No siempre resultan tan accesibles las cosas, Karin —murmuré.
—¿Qué quieres decir?
—Una vez, hace tiempo de ello, me atrajo una mujer. Una mujer como tú. Increíblemente parecida a ti. Como si fueseis la misma persona. Pensé que sería mía, que llegaría a amarme como yo a ella… Fue una locura, Karin.
—¿No te amó?
—No, no me amó.
—Debía de estar loca.
—No sé si lo estaba ella o yo. Pero no me amó. Y aún fue peor. Me traicionó. Se aprovechó de mi pasión, para engañarme vilmente, para utilizarme como un instrumento a su servicio.
—Steve… ¿Y tú te dejaste manejar así?
—Yo ni siquiera me daba cuenta de nada.
—No pareces ser uno de esos hombres fáciles de manejar. Creo que eres de los que saben adónde van, y cómo hacerlo, por encima de todo.
—Por encima de todo… —suspiré con una fría sonrisa—. Sí, ahora sí. Pero entonces eran otros tiempos. Ya te digo que hace años de eso. Yo era tan diferente al que soy ahora, Karin…
—Steve, esa mujer no merece perdón, de todos modos.
—Me alegra que pienses así. Me alegra mucho, Karin.
—Soy sincera. No es justo aprovecharse vilmente del amor de un hombre como tú… —Piensas igual que yo —la miré ahora, porque había ido rodeándome, enlazadas siempre sus manos en torno a mi torso, y podía ver brillar sus ojos pardos, entornados y sugerentes, podía ver el reflejo de las luces de allá lejos arrancando destellos cárdenos de su pelo rojizo, tibia claridad lechosa de su cuerpo, de sus formas plenas. Le pregunté, con voz sorda—: Karin, tú… ¿tú qué harías a una mujer así, cuando supieras que por ella un hombre estuvo a punto de morir, fue arruinado, aniquilado, lanzado a una suerte mil veces peor, incluso, que una muerte piadosa?
—Yo… yo digo que una mujer así… merece morir.
Y me besó, cálida, apasionadamente.
—Exacto —susurré—. Morir. Es lo que ella merece. Pensamos igual los dos. Eso le priva a uno de muchos escrúpulos, a la hora de matar…
Puso sus labios carnosos en los míos. De repente, los retiró con cierto sobresalto. Me miró, inquieta.
—¿Matar? —repitió—. ¿Piensas realmente matarla?
—Sí —afirmé—. Pienso matarla.
—¿Vale la pena… convertirse en asesino?
—Vale la pena… cuando ya se ha matado una vez —sonreí.
Brian fue tu juguete, tu instrumento dócil y estúpido. Steve era diferente. Más fuerte, más astuto, más sereno y frío… Como a ti te gustan los hombres, tigresa, maldita devoradora…
—Brian… —alzó, implorante, sus manos abiertas—Yo te contaré… Te confesaré toda la verdad… No cometas una locura. No lo hagas. Escucha antes. Howard y los demás… ellos me utilizaron para…
—Es inútil cuanto digas. La sentencia está dictada, Karin. Y es a muerte. Soy juez, verdugo… Todo en una pieza, Karin. No vine aquí esta noche para gozar de tus encantos y de tu pasión. No me acerqué a ti para obtener tus favores de mujer complaciente… No, Karin. Todo eso formaba parte de mi juego. Un juego frío y despiadado. Como el ajedrez. Cuando hay que hacer jaque, se da. Cuando hay que matar la pieza… ¡se mata!
—No soy una pieza, Brian… ¡Soy una mujer, un ser humano! —jadeó ella, descompuesta, estremecida, ya en la amplia terraza asomada al jardín del suntuoso hotel para millonarios—. Yo te proporcionaré dinero. Todo el que tengo. Te ayudaré a rehabilitar tu nombre, a ser feliz ahora…
—Solamente seré feliz cuando caiga el último, Karin —sonreí glacialmente—. Ahora, es tu turno.
—¡No te acerques! —chilló, ronca la voz—. Gritaré… ¡Sí, gritaré, pediré auxilio, te detendrán, te acusaré de asesinato, irás a la silla eléctrica por ello, Brian!
—Nada de eso me asusta. Nada, Karin. No temo a la muerte. Eres tú quien la teme, eres tú quien tiembla, quien no desea morir…
—¡Y no moriré! —jadeó—. No te atreverás… ¡No te atreverás…!
Avancé hasta ella. Ella retrocedió. La barandilla de la terraza la detuvo, cerrándole el paso. Gimió, aterrorizada. Pretendió eludirme, huir a mi persecución, escabullándose de aquel punto.
No pudo hacerlo.
La aferré con mis brazos. Ella gritó. Comenzó a gritar, en realidad. Ahogué su voz con mi mano fuerte, tapándole la boca.
Forcejeó, pateó. Pero era frágil para mí, pese a sus exuberancias. La manipulé como a un simple maniquí. La alcé sobre la barandilla.
Lo último que vi, fueron sus ojos de terror intenso, profundo, delirante. Luego…
Luego, nada. Flotaron ropas interiores, prendas livianas y translúcidas, cayendo con celeridad al jardín, a las sendas de losas desiguales…
Hubo un impacto sordo en la noche. La forma de flotantes ropas livianas se quedó inmóvil. Para siempre inmóvil, al pie de la alta fachada del hotel.
Respiré hondo.
—Adiós, Karin —dije sordamente.
Volví al interior del apartamento. Apagué las luces, terminé de vestirme, y abandonó el lugar.
Cuando llegué abajo, había revuelo. La gente corría hacia el jardín. Yo abandoné tranquilamente el hotel.
En los escalones de salida, me crucé con algunas personas que entraban en el hotel. La gente trasnochaba en Miami.
Un rostro conocido flotó ante mí un instante. Un hombre de facciones que me eran familiares, se detuvo en seco delante mío. Me miró, incrédulo.
—Eh, Brian… —murmuró, atónito—. Tú… tú eres Brian Barnes…
—Se equivoca, señor —repliqué fríamente—. No sé de qué me habla. Ese no es mi nombre. Y tengo prisa Mucha prisa.
—¡Un momento! —llamó. Me aferró el brazo—. Estoy completamente seguro. ¡Tú eres Brian Barnes, no puede ser de otro modo! Ha pasado tiempo, pero podría jurarlo y…
—¡Dije que se equivoca, señor! —corté, incisivo— Usted perdone…
Me solté bruscamente de él. Corrí al automóvil que me esperaba algo más abajo, en la alameda de altas palmeras. El hombre corrió tras de mí.
—¡Brian, espera! —insistió—. ¡Estoy seguro, no puedo equivocarme! ¡Brian, ven, por favor! Tengo que explicarte, quiero que comprendas y al fin podamos…
Corrí cuanto pude, me metí en el coche, cuando él estaba a cosa de cincuenta yardas de mí. Era más grueso, más corto de piernas, se movía pesadamente. Pude dejarle atrás.
Arranqué, apagando las luces de atrás, para que no viese la matrícula, y aceleré cuanto pude, perdiéndome en un recodo, tras las palmeras, a todo gas.
El maldito individuo se quedó definitivamente atrás, parado en seco en medio de la calzada. Agitando en vano sus brazos, mientras algunas luces comenzaban a encenderse en los diversos pisos del alto edificio blanco del hotel Surfside.
Había sido un malhadado encuentro aquel, pensé con ira.
Porque el hombre con quien me encontré en la salida del hotel, tras la caída mortal de Karin, desde doce pisos de altura, era uno de ellos.
Una de mis seis víctimas. Uno de los nombres de la lista donde ahora iba a tachar, en rojo, el nombre ce Karin Caine…
"Mortal caída en el Surfside Hotel. Bellísima cantante muerta. Al caer desde el piso duodécimo en plena madrugada. ¿Accidente, suicidio o… asesinato? Misterio en torno a la muerte de Karin Caine."
Sharon suspiró, apartando los ojos del periódico. Me contempló, pensativa. Yo tomé un trago, y encendí un cigarrillo contemplando el sol del mediodía, blanqueando los modernos edificios de Miami Beach, en la distancia.
—¿Has leído esa noticia, Steve? —me indicó, cruzando sus bronceadas piernas al acomodarse en un brazo del sofá. Su corta falda de deporte, reveló sus bien torneadas pantorrillas y sus bellos muslos.
—Sí, lo he leído —asentí, evasivo.
—Podría ser un crimen.
—Podría serlo, sí. O un vulgar accidente. O un suicidio. Con esa clase de mujeres, nunca se sabe.
—Era muy atractiva, ¿viste la fotografía?
—Sí, la he visto —afirmé, distraído—. Muy bella.
—Steve, como autor de obras de intriga, deberías interesarte por esa clase de asuntos. Siempre puede haber materia en ellos, ¿no crees?
—No, no creo. Te asombrarías de lo vulgar que puede resultar la realidad si uno quiere trasplantarla a un relato literario. Hacer una novela, no es hacer periodismo, Sharon.
—Lo sé. Solamente te daba una idea —suspiró ella—. Estos temas hacen las delicias de Martin Bantam. Ya estará en el hotel, contemplando el cadáver, estudiando el lugar del suceso, mitad como reportero, mitad como periodista aficionado.
—Martin… —sonreí—. Tu compañero de trabajo… Parece un buen chico.
—Lo es. Sólo que él se ocupa de crónicas negras, y yo sociales femeninas y todo eso —sonrió Sharon. Luego, tomó uno de mis cigarrillos y lo prendió con mi encendedor de mesa, haciendo una pausa, antes de cambiar de tema—. Steve, ¿y tú novela, cómo va?
—¿Crimen en primera persona? —sonreí, encogiéndome de hombros—. No muy bien.
—¿Qué te ocurre? ¿Un atasco?
—Un buen bache —reí—. No he salido de su primer capítulo, Sharon.
—Eso no está bien. Deberías trabajar más. Viniste aquí a eso, ¿no es cierto, Steve?
—Muy cierto, pero existen imponderables. Cuando las ideas no fluyen bien prefiero no esforzarme. La novela sería entonces un desastre.
—Tú sabrás —suspiró Sharon—. Yo tengo que entregar cada día mis colaboraciones. El trabajo del periodismo es mucho.
—No lo dudo —admití, risueño.
Sonó el teléfono. Me excusé, tomando el aparato. Era la señora Pearson, la encargada de los bungalows, representando a Inmobiliarias Acme. Recordé que tenía que examinar unos desperfectos en la piscina, para avisar a los operarios. También tenía que cobrar su trimestre. La señora Pearson no se olvidaba fácilmente de esas cosas.
Colgué. Sharon se había asomado al jardín, contemplando el día radiante y el bello panorama que se dominaba desde allí. Me excusé:
—Perdona un momento. Debo ir a arreglar unas cosas antes de que llegue la señora Pearson. No tardaré ni cinco minutos.
Sharon asintió. Besé su mejilla y corrí al fondo de la casa, en busca de dinero, y de las referencias que había anotado, sobre los fallos en la piscina y su renovación de agua, desinfección y demás. Si uno no llenaba esos impresos de reclamación, la Acme no prestaba el servicio. Cuestión de trámites burocráticos. Algo que siempre me había irritado.
Mis manos temblaban nerviosamente cuando abrí la gaveta de mi armario y extraje el impreso y el dinero. Ahora que Sharon no estaba presente, mi pretendida serenidad se iba al traste.
Estaba preocupado. Muy preocupado. No podía hablar a nadie de mis cosas. A nadie. No se puede hablar de asesinatos. Yo era un asesino. Lo que estaba sucediendo era ya superior a mis fuerzas. No podía controlarlo, a veces, solamente el destino juega con uno a lo insólito, a lo alucinante.
Me incorporé. El impreso estaba bien detallado en su reclamación. Lo había rellenado minuciosamente, y firmado después. Tomé dinero en efectivo, para liquidar a la señora Pearson el nuevo trimestre, por anticipado.
No pude evitar de pensar en ello. Tres meses ya…
Tres meses en Miami Beach. Tres meses en Florida, disfrutando de su ambiente para millonarios. Con un nombre nuevo: Steve Corman. Falso. Tan falso como mi personalidad actual de novelista, como mi pretendida estancia de trabajo y de placer a la vez.
Trabajo… Matar podía ser un trabajo.
Placer… ¿Podía ser un placer asesinar?
Al principio, tal vez lo había sido. Pero ahora…
Miré mis manos. Temblaban aún ligeramente. Fui a la mesilla. Tomé una pastilla de analgésico y calmante, con un trago de agua de la botella. Respiré hondo, y volví junto a Sharon.
Sharon Talbot. Periodista de la página femenina del News. Me la había presentado Martin Bantam, su colega de sucesos, aquella noche en el Flamingo. Y allí había empezado una amistad que empezaba a ser algo más que amistad. Ya algo más tarde, aquella misma noche, bailando en Everglades Paradise, tomando whisky en el Seminola, o parándonos a comer Hot dogs en un restaurante de la carretera a los Cayos, había comprendido que Sharon, muchacha culta, inteligente, sensible y, sobre todo, atractiva y femenina cien por cien, era muy diferente a cuantas conocí antes. Y me sentí atraído por ella…
A Sharon yo no le fui indiferente, pude darme cuenta desde el primer momento.
Y ahora… ahora estaba seguro de sentir por ella algo afectivo. Sus sentimientos hacia mí, eran, pese a su trato cálido y afectuoso, todavía una incógnita.
Regresé al living.
Me quedé helado. Creo que perdí el color, y mi cuerpo se quedó rígido, como clavado al suelo.
Sharon alzó sus ojos. Me contempló fríamente, por encima del puñado de folios mecanografiados, que había extraído de una gaveta de mi mesa de trabajo.
—De modo que escribiste otro capítulo —dijo.
El suelo se resquebrajaba bajo mis pies. El sudor helado, era una película húmeda y pegajosa, sobre mi piel. No advertía siquiera que estaba estrujando rabiosamente entre mis dedos el impreso de la Inmobiliaria y mis billetes de Banco…
—Sharon… —dije roncamente—. Esa gaveta… Estaba cerrada con llave… ¿Cómo la abriste?
—Debiste olvidarlo. Estás confundido, Steve —me dijo, glacial—. Estaba sin llave.
Bastó tirar de ella y abrir… Vi que era el segundo capítulo…
—¿Y… leíste? —susurré, con una voz que ni siquiera identifiqué como mía.
—Sí —dijo ella, acerado su tono—. Leí Steve. ¿O te llamas Brian Barnes?
—Sharon… —gemí, tambaleante.
—He leído el segundo asesinato —dijo—. El de Karin Caine… El que traen hoy todos los periódicos, Steve… Novela… y realidad. Eres, realmente, un asesino…