CAPÍTULO PRIMERO

LA verdad.

Sí. Yo estaba diciendo la verdad. Y nadie podía creerla.

Nadie. Sharon menos que ninguna otra persona…

Se quedó mirándome largamente, como dudando de lo que había oído. En sus manos se estremecían las hojas, los folios mecanografiados. Mi tercer capítulo. Mi tercer crimen…

—Steve, estás mintiendo —dijo ella—. Esto habla por ti. Estas páginas, este escrito… Aquí refieres fielmente todo lo sucedido. Tal y como ocurrió. Es igual que una confesión.

—Una confesión… —sacudió la cabeza. Agite la llave, y añadí con voz fría—: Y una llave, Sharon.

—Ya has nombrado antes esa llave. ¿Qué tiene ella que ver en todo esto?

—No lo sé. Me dijiste que guardase con llave mi obra —me puse en pie, paseando con nerviosismo por la estancia—. Te obedecí. Utilicé otra llave. Una que no fuese la de ese cajón. Le cambié la llave. El resultado ha sido el mismo.

—Pero, ¿a qué te refieres, Steve?

—Mi obra. Es la clave, no hay duda.

—¿Qué clave?

—Lo he probado esta vez. Escribí intencionadamente ese tercer capítulo.

—Steve, ¿qué pretendes decirme? No voy a creer tus protestas de inocencia ahora.

—No pretendo que me creas. Pero eso es lo que está sucediendo, exactamente. Alguien más lee mi novela, capítulo a capítulo y repite cada crimen, tal y como yo lo cometería, de ser capaz de ello. ¿Entiendes ahora, Sharon?

—Pero tú… tú confesaste haber matado a Howard, a Karin…

—Maté a Howard —admití—. Y ahí terminó todo. Soy un asesino. Nunca lo negué. Creo, incluso, que deseo serlo. Pero no maté a nadie más. Sólo en esas páginas, en ese escrito… Y todo sucede conforme lo escrito. Ha habido momentos en que creí volverme loco. No puedo explicarlo a nadie. Y a ti menos que a los demás. Pero es la verdad. La única verdad, Sharon.

—Según eso… afirmas que hay otro asesino.

—Sí. Eso ocurre. No sé cómo ni por qué, pero hay otro asesino. Y lo más sorprendente de todo, es que ese asesino lee mi obra y actúa conforme yo lo hago, en primera persona, dentro de mi relato…

Sharon apoyó la frente en el vidrio de la puerta halcón, asomada a la noche húmeda del jardín. La oí hablar, con voz apagada:

—Arde mi piel, Steve —comentó—. Creo que tengo fiebre.

—Siento ser culpable de todo esto, Sharon. Por eso te buscaba ayer. Quería hablar contigo, cambiar impresiones, exponerte lo que ocurre, lo que sospechaba que estaba sucediéndome.

—Pero suena todo tan imposible… Incluso ahora, habiendo conocido la historia completa de Brian Barnes, ese viejo y oscuro asunto de las drogas del asesinato de King Quarry, el traficante de estupefacientes. No sé, resulta difícil de comprender, de aceptar, incluso. Steve, ¿quién puede conocer la existencia de tu novela, quien puede leerla, repetir detalle a detalle los crímenes que tú imaginas?

—Exacto. Crímenes que yo imagino. Eso es lo que sucede… Crímenes que no soy capaz de cometer por mí mismo. Y desahogo, quizá, mi odio, mi rencor, mis recuerdos, deseo de revancha, simplemente en páginas escritas. Soy un asesino de papel, ¿entendido? Un criminal en el mundo irreal de los sueños, de lo imaginado, de lo creado por mi propia mente.

—Es… es inverosímil, Steve.

—Hay muchas cosas inverosímiles en mi vida, Sharon —suspiré—. Muchas… y no todas tendrán lógica alguna vez.

—Y tú… te conformabas con matar de un modo imaginativo. Como una venganza puramente mental, íntima, imposible…

—Salvo en el caso de Howard… sí. Así fue.

—Howard… —ella me miró repentinamente, con una expresión de incertidumbre—. Supongo que ahí… sí estarás seguro de que… de que fuiste tú.

—No hay duda —suspiré—. Apreté el gatillo. Cuatro veces. Le maté. Sin remordimiento alguno.

—¿Era él a quien más odiabas, Steve?

—Tal vez. Yo sé quién mató a King Quarry entonces. Fue él, Howard. Con la ayuda de Duke Brady. Ellos eran los peores. Cuando disparé mi arma, lo hice a conciencia. Era un modo de administrar justicia.

—Dios mío, Steve, ¿por qué así? Era mejor apelar a la ley.

—La ley… nunca les castigaría. No había evidencias. Se hicieron ricos, poderosos, influyentes. Aquello fue la base de su actual fortuna. Sólo el rufián de Quarry y yo perdimos. El, la vida. Yo, libertad, dignidad, dinero… Todo fue para ellos; el botín íntegro. No, Sharon. No había otro remedio. Yo lo sabía cuándo lo hice. No dudé. No valía la pena.

—Steve, ¿cómo sucedió todo?

—Igual que en mi relato —me encogí de hombros—. Tú has leído el inicio de la supuesta novela. Así fue todo.

—Pero… pero él estaba luego flotando en la piscina, lejos del gabinete.

—Sí, eso leí. Imagino que, de algún modo, alcanzó el exterior, malherido. No le dejé muerto, pudo salir, llegar a la piscina, caer en ella. Tuvo que ser de esa forma. No hay otra explicación, Sharon.

—No, Corman. No pudo suceder así. Howard Young murió en el acto. El informe del forense así lo específica, sin lugar a dudas.

Sharon exhaló un gemido; pálido, me volví hacia donde sonaba la voz, fría y acusadora.

Era Ralph Dillman, teniente de Homicidios de Tallahassee. Estaba erguido en el umbral de la puerta balcón. Mirándome con expresión helada, imperturbable.

* * *

—De modo que usted lo sabía.

—Creo que siempre lo supe. O lo sospeché.

—¿Por qué, teniente?

—No sé. Instinto, corazonada, intuición profesional. Todo eso que le hace a uno ser policía.

—Por eso envió aquí cerca a Farrell. Sabía que era viejo conocido mío.

—No estaba seguro. Uno, en esta profesión, nunca puede estar seguro de cosa alguna, Corman —suspiró el teniente Dillman—. Pero no me fue difícil saber que un tal Brian Barnes fue el culpable. Tenía el motivo, que era lo más importante. Cuando obtuve su descripción, comprendí que podía ser usted. Pedí datos de Steve Corman. Había pocas cosas de su pasado. Era demasiado corto éste. Como si fuese artificial. Una nueva vida, creada para un personaje con dinero… pero sin identidad real.

—No iba descaminado, teniente —suspiré—. Eso soy yo; un ser ficticio. Steve Corman jamás existió.

Nos miramos a los ojos. Fijamente. No dijo nada.

Estaba estudiándome. Yo a él también. Cuando habló, lo hizo con tono grave, preocupado:

—¿Va usted a confesar? —me preguntó.

—No —negué—. No voy a hacerlo.

—Sería lo mejor. No ganaría nada negándose a colaborar.

—Si tiene pruebas contra mí, no necesita que colabore, teniente —sonreí con frialdad.

—No las tengo. Y usted lo sabe.

—De todos modos, es cuestión de tiempo obtenerlas. Y no mucho tiempo. Esperaré hasta entonces.

—Es un error. Yo puedo ayudarle…

—No —dije—. No quiero ayudas. No pido nada ni espero nada.

—Usted mató a un hombre. Luego, a una mujer. Después, a otro hombre…

—Eso no es cierto teniente —protestó Sharon, poniéndose a mi favor—. El solamente…

—Deja —suspiré—. No trates de convencerle. Nunca lo lograrías, estoy seguro. —Steve, tengo que persuadirle de lo que realmente has hecho… y de lo que no has hecho —replicó Sharon.

—No vale la pena —sonreí—. La verdad es mucho más increíble que cualquier mentira. De todos modos, él ha dicho algo cierto: maté a un hombre.

—Lo confiesa —me replicó Dillman—. Y la señorita Talbot es testigo…

—No, teniente —replicó ella, inesperadamente—. Yo nunca podría ser testigo contra Steve. Lo siento.

—¿Aun siendo un asesino?

—Aun siendo un asesino —sostuvo con valentía.

—Está engañándose a sí misma. Comete un error. Todo el mundo está obligado de ser testigo. Puedo citarla, la obligarán a jurar. Si niega lo que ha oído, iría a presidio por perjurio.

—Existe una situación legal —replicó ella, con rapidez—. La esposa no puede declarar contra el esposo, si ella no quiere. Lo prohíbe la ley.

—Usted no es su esposa —sonrió Dillman.

—Lo sería, si es preciso —me miró con una decisión casi patética—. No me obligue a ello, teniente.

—Vaya… Le felicito, Corman. Eso es lealtad, amistad… o amor. ¿Usted, qué cree?

—No sé —miraba muy fijo a Sharon mientras le respondía—. No quiero creer nada. Sólo que Sharon es maravillosa. Gracias, Sharon…

—Es una discusión absurda —se irritó Dillman—. Ni ella ni nadie va a impedir que yo dé fin a este caso, Corman. Cuando entré aquí, usted estaba refiriéndose al asesinato de Howard Young, su primera víctima…

—Y usted dijo que, según el forense, él no pudo moverse hacia la piscina —objeté, seco.

—Es cierto —no desviaba sus ojos astutos de mí—. Young fue muerto al borde de la piscina misma. No pudo ser de otro modo. Dos de las balas le hirieron mortalmente. No hubiera podido dar ni un solo paso en aquellas condiciones.

—Pero él… él murió a alguna distancia de la piscina, en su gabinete —rechacé, perplejo.

—Quizá se confunde, comete algún error…

—Teniente ¿cree usted que me podría equivocar en algo así?

—No, no lo creo —frunció el ceño—. Pero no hay otra explicación posible. El gabinete está descartado por completo. Quizá discutieron allí usted… bueno, el asesino, amenazó a Young, él salió al exterior, fue alcanzado, herido de muerte entonces…

—¡No! —rugí—. Rotundamente, no. Ocurrió como le digo, teniente.

—Usted no tiene motivos para engañarme, lo admito —dijo él, risueño—. Pero algo anda mal. Hay un error en alguna parte…

—En mí, no —sostuve.

Se encogió de hombros. No hizo comentarios. Sus ojos brillaban, sin embargo, extrañamente.

—Dejemos eso —suspiró más tarde—. Es secundario. Usted debería venir conmigo, Corman. Y aceptar su destino.

—No acepto nada. No aún. Busque sus pruebas. Cuando las tenga, me daré por vencido, no antes.

—Muy bien —se irguió, casi desafiante. Apretó los labios—. Acepto el reto. Pero le advierto que comete un error.

—Por uno más, no creo que las cosas se pongan peores —murmuré, hundiendo las manos en mis bolsillos. Caminé hacia la salida, con gesto sarcástico—. Supongo que ya sospechaba de mí cuando me vino con esa historia de Farrell como nuevo vecino mío. Usted sabía bien que yo conocía a Farrell.

—Si usted era Barnes, tenía que conocerle. Esperaba vigilarle, esperar a que se delatara por sí mismo, dando cualquier paso en falso…

—No le hizo falta. Ya tiene a su asesino, teniente. Tiene su convicción, sabe lo que ha sucedido. Con todo eso, la victoria no puede escapar de sus manos ya. En cuanto vuelva por aquí, será para apretar el nudo de la soga, en torno a mi cuello, ¿no es cierto?

Y airadamente, di media vuelta, dirigiéndome al exterior. Me alejé por el jardín, sin que Dillman pretendiera siquiera seguirme. En cambio, oí la voz de Sharon llamándome, y sus pasos presurosos sobre la grava chirriante del sendero del jardín.

—¡Steve, Steve, vuelve…! —suplicó—. No puedes quedarte solo… y tratar de luchar contra todos. Me necesitas, Steve. Me necesitas más que nunca…

Me detuve, ya en la cerca de mi bungalow, volviéndome a contemplarla. Ella llegó a mí, aferró mis brazos con fuerza, respirando entrecortadamente.

—Sharon, Dios sabe bien lo que te agradezco todo esto —musité—. Pero créeme, no valgo la pena. Sabes que soy un asesino, Un hombre duro, cruel y vengativo, quizá incluso demasiado cobarde para seguir matando, fuera de las páginas escritas de un libro…

—O demasiado humano para seguir matando como una máquina de odio, Steve —me objetó ella, rotunda—. Tienes que luchar, tienes que defenderte, tratar de saber quién pudo entrar en tu casa, leer tus páginas escritas, copiar literalmente los crímenes, posándolos a la propia realidad… Todo eso es lo que debes hacer. Cualquier cosa menos darte por vencido. Ni ante Dillman, ni ante nadie. Yo te ayudaré en cuanto precises, puedes estar bien seguro de ello…

—Lo sé —la miré—. Lo sé, Sharon. Soy indigno de ti, pero… tus palabras me llegan al alma. Creo que eres lo único realmente digno y hermoso que encontré en mi vida…

—Steve, vuelve. No dificultes más las cosas. Sincérate con el teniente, ve a ganarte su ayuda, su cooperación…

—Sería inútil. Después de todo, sabe que soy culpable. Y eso le basta. Si maté a Young, maté a los demás. No renunciará a esa convicción por nada del mundo, Sharon.

—Steve…

—Deja que vaya por ahí, que camine en la noche… Será mejor. Quiero encontrarme a solas conmigo mismo, tratar de ver algo claro, sea lo que sea…

Me solté de Sharon, tras dirigirle una mirada profunda y emotiva. Los ojos de ella brillaban de humedad, pero no dijo nada. Se limitó a verme partir, a perderme de vista en la noche.

Dejé atrás el bungalow. Y a Sharon en su puerta, y a Dillman dentro…

Apenas lo hube hecho, me tropecé con él. Estaba oculto entre los setos vecinos, y casi chocamos ambos. Se quedó mirándome, asustado. Yo le contemplé con ira.

—¡Maldito bastardo…! —mascullé con aspereza—. ¿Conque vigilándome, como un cochino espía, como un confidente al servicio de la policía…? De todo es capaz un tipo como Wilburn Farrell, ¿no es cierto? Primero rufián, contrabandista, ladrón y traidor… y ahora espiando a su viejo amigo Brian Barnes, ¿verdad?

Era Farrell, ciertamente. Asustado, pálido, con los ojos muy abiertos por el temor. Trató de justificarse, abyecto como siempre había sido:

—No, no, Brian, te equivocas… Yo no trabajo para ese polizonte. El sólo me pidió que yo te vigilara, que cuidase de ti…

—¡Cuidar de mí…! —repetí con sarcasmo, mirándole despectivo—. Me das asco, Farrell. Asco y náuseas… Eres la clase de sucia rata que se presta a todo. No me extrañaría que hubieras lanzado tú contra mí un coche rojo, intentando matarme…

—¿Te… te has vuelto loco? —gimió—. Yo nunca haría nada así…

—No estoy yo tan seguro de ello, Wilburn. Seguro que dijiste al teniente Dillman que me viste salir del hotel Surfside la noche en que murió Karin, ¿no es cierto?

—No, no, yo nada, Brian, palabra… —gimoteó.

Mentía. Mentía como un bellaco. Dillman tuvo su primera pista a través de él. Así era Farrell. Así había sido siempre.

Le di un empellón violento, lanzándole contra los setos, donde se hundió con un grito. Yo me alejé, alameda abajo gritándole por encima del hombro:

—¡Y ten cuidado cerdo…! Ten cuidado, porque la próxima vez… ¡serás otra de mis víctimas…!

Y reí, con una agria carcajada, al imaginar su terror, al tiempo que me alejaba de él.