Capítulo II
FAY EDELMAN secó sus manos, sucias de arcilla. Cambió una mirada pensativa con su visitante.
—¿Por qué has venido, Seimour? —quiso saber.
—Tenía que hacerlo —masculló el actor de cine y televisión, con gesto nervioso—. Empiezo a sentir miedo…
—¿Miedo? —rió ella, burlona—. ¿Tú?
—Te parecerá extraño, pero estoy asustado desde hace tiempo. Desde lo de Karin, seguido a lo de Howard… Sólo faltaba lo de Duke, para acabar de amedrentarme.
—¿Quién te amedrenta? —rió entre dientes Fay Edelman, con un encogimiento de hombros.
—¿Quién va a ser? El asesino…
—¿Brian Barnes?
—No puede ser otro. Todo coincide: Howard, Karin, Duke… Uno a uno. Va eliminando a todos… a todos los que le hicimos daño entonces.
Fay, muy serena, soltó una carcajada áspera, desafiante. Sacudió su rubia cabeza, con aire burlón.
—No deberías asustarte, sino alegrarte —dijo—. Después de todo, recuerda lo que nos reporta todo esto. Cuantos más mueran… tanto mejor.
—Mientras no seamos nosotros mismos, Pay… —gimió Seimour Lane, bien distante, en ese momento, de sus heroicos personajes, en los programas de la televisión.
—Descuida. Yo, no pienso ser su víctima —rechazó ella, altiva—. He tomado ya mis precauciones, por si él aparece aquí en busca mía. No va a encontrarme indefensa ni desprevenida, de eso puedes estar seguro.
—Tú siempre has sido una mujer muy enérgica —musitó Lane. Paseó nerviosamente por el amplio estudio, ante la vidriera encristalada que le servía de fuente de luz durante el día—. Me gustaría ser como tú…
—A mí no me gustaría ser como tú, Seimour —replicó ella, seca—. Eres demasiado débil, demasiado torpe y…
—Torpe… —masculló él—. ¿Qué se puede hacer frente a un enemigo que surge repentinamente de la sombra, y desaparece luego, dejando un crimen como único rastro de su presencia?
—No sé… —el rostro duro, casi viril, de la rubia escultora, reveló fría determinación. Sus claros ojos brillaron como vidrios heridos por una luz polar—. Hay que estar alerta, sencillamente. Y armado…
—Armado… Eso puede no bastar —gimió Seimour—. A veces, tampoco basta con que uno ataque, dispuesto también a matar.
—¿Matar? —Fay le miró, inquisitiva—. No te entiendo…
—Yo sí —dije, apareciendo ante ellos—. Ya he oído bastante.
—Brian… ¡Brian Barnes…! —jadeó, repentinamente lívido, Seimour Lane.
—Brian… —susurró, rápida, Fay.
Y de su blusa de escultora, surgió su mano súbitamente, armada con una pistola automática, calibre 32, con la que encañonó, decididamente.
Yo sabía, además, que si alguien era capaz de disparar aquel arma a sangre fría… ese alguien era, justamente, Fay Edelman.
* * *
—¿A qué has venido aquí, Brian?
—Me llamo Steve. Steve Corman. Es mi nombre de ahora. Supongo que sabes la respuesta que voy a darte, Fay —reí.
—Sí —sus ojos de mujer lesbiana, brillaron, fríos y acerados—. Imagino bien esa respuesta; vienes a matarnos. A Seimour, a mí… Dos pájaros de un tiro, ¿no es eso, Brian… perdón, Steve Corman?
—Esa podría ser mi respuesta —suspiré—. Pero no lo es. No vine a mataros.
—Mientes —me replicó ella, glacial.
—¡Claro que miente! —aulló, lívido, Seimour Lane—. Dispara, pronto, Fay. ¡Mátalo, mátalo…!
—Calla, mujerzuela —habló ella despectiva, mirándole—. Tienes tanto miedo que si ahora yo tirase este arma o se la entregara a Brian… morirías ahí mismo, sin necesidad de que él te tocara el pelo de la ropa.
—No… no hablarás en serio… —jadeó, angustiado—. No se te habrá pasado la loca idea de… de…
—Descuida —rió ella, sarcástica—. No haré tal cosa. Pero sólo por mi propio pellejo, Seimour, no por el tuyo, que no vale un cochino centavo.
—Tu piel no peligra conmigo, Fay —dije, hosco.
—Vaya… Mira quién dice eso… Un hombre que mató ya tres veces…
—No Fay. Eso no es cierto.
—¿Esperas que yo me lo crea? —rió, desdeñosa.
—No espero nada. Ni me importa. Es la verdad. No maté a Karin, ni a Duke… No sé quién lo hizo, pero yo no fui. Me limité a escribir lo que hubiera sido capaz de hacer con ellos. Y, cosa rara, hicieron justamente lo que yo imaginé sobre un papel, tecleando en una máquina de escribir. Absurdo, ¿no?
—Lo parece. Pero yo nunca me fío de las apariencias. Sigue, Brian. ¿Cómo entraste aquí, en mi estudio?
—Por la azotea vecina —sonreí—. No pude evitar escucharos. Entré porque hablaste de algo curioso, Fay.
—¿De qué, Brian?
—Mencionaste algo sobre la posibilidad de que, cuantos más muriesen de entre vosotros… tanto mejor para los demás.
—Y es lo cierto. Tú tienes que saberlo…
—Yo no sé nada, Fay.
—Deberías de saberlo, Brian. Tras lo que hicimos contigo, aquel dinero mal adquirido fue la base de nuestra actual fortuna. Hicimos una especie de Sociedad. Los seis, ¿entiendes? Controlarnos muchos negocios; inmobiliarias, hoteles, espectáculos, industrias… Todo a partes iguales. Está estipulado de que, a la muerte de cada uno, el capital invertido por éste, con sus acciones respectivas, pase a engrosar el fondo de los demás.
—Vaya… —silbé entre dientes—. De modo que, según eso, muertos Howard, Karin y Duke, si ahora murieseis vosotros dos… todo sería para Wilburn Farrell.
—Es un ejemplo, sí —sonrió Fay—. Y si ahora mueren Farrell y Seimour… todo para mí, Brian. Una sociedad de millones invertidos…
—Excelente negocio ver morir a los demás… y sobrevivir uno —meditó con aire pensativo.
El silencio se cortaba.
—Gran negocio —inesperadamente, Fay apuntó con su arma a Seimour, que se tornó del color de la ceniza—. Imagina, Brian. Tú y yo de acuerdo… Disparo y liquido a Seimour. Luego, tú liquidas a Farrell. Lo comparto todo contigo y…
—Y luego me matas a mí —reí, sarcástico—. No, preciosa. No hay trato.
—Lo imaginaba —suspiró ella, desviando su arma del horrorizado Seimour Lane, que respiró con alivio—. Lástima, Brian…
—Sí, es una lástima —convine, riendo—. No he venido a matar a nadie ni a ser cómplice de ningún crimen. Busco sólo la verdad.
—¿Qué verdad? —se interesó ella.
—La de esas muertes. Insisto, Fay; soy inocente. De lo de Karin, de lo de Duke…
—¿Y lo de Howard?
—Yo disparé contra Howard. Ahora no sé, realmente, si lo maté yo… o hubo luego alguien que lo hizo por mí. No hay seguridad en nada. Hay puntos oscuros, cosas sin resolver…
—No te entiendo, Brian. Nadie va a creerte una palabra de eso.
—Claro que no —suspiré—. Gustosamente os hubiera eliminado a todos, uno a uno. Me faltó valor, no sé… Howard fue… un impulso instintivo. Le quité un arma suya, con silenciador, un recuerdo de sus tiempos de hampón… Estaba cargada. La utilicé contra él. Creo que le maté, pero…
—Pero, ¿qué?
—No sé… Tal vez sólo le dejé herido… y alguien le remató luego… Tuvo que ser así. Eso coincidiría con lo que consideró el forense.
—¿Y eso tiene sentido?
—Puede tenerlo, si hay uno de vosotros que trata de liquidar a los demás y me utiliza a mí de instrumento o coartada… La misma persona que remató a Howard Young, y le tiró a la piscina, mató luego a Karin y a Duke, porque previamente llegó de alguna manera a mis papeles, a mis apuntes para una novela que nunca se publicará, donde me limitaba a referir lo que hubiera podido hacer a cada uno, de proponérmelo realmente… Yo estuve en el apartamento de Karin, yo estuve en el Club Náutico. Sólo que… no seguí adelante. Me limité a escribir luego, en unos folios, unos crímenes imaginarios, que fueron como una evasión, como desahogar mi odio sin sangre…
—Eso va teniendo sentido —sonrió Fay—. Pero sólo quedamos Seimour, yo, Farrell… ¿Cuál de los tres, Brian?
—No lo sé. Quizá Farrell… —miré a Fay vivamente—. Tú eres lo bastante ambiciosa y cruel, para hacerlo, pero ¿cómo saber que yo escribía sobre esos hechos inexistentes, cómo llegar a mi escritorio y abrirlo…?
—Seimour no parece el tipo ideal para acusarle —rió ella entre dientes mirándole lo mismo que yo—. Cobarde, ruin, poco imaginativo, medroso, torpe…
—Pero capaz de arrojar contra mí un coche rojo para asesinarme —acusé duramente.
—Dios mío… —Seimour pareció angustiado, eludió mi mirada, con el rostro descompuesto—. Brian, estaba como loco… Tenía miedo, te reconocí, cuando salías del News, donde poco antes estuve siendo entrevistado para la página de espectáculos… Me decidí, aunque lleno de terror, y…
—Y casi me asesinas —dije con una dura risita agresiva. Mis ojos acerados le causaban evidente inquietud, porque ni una sola vez los miró salvo de soslayo, huidizamente—. Eres un cerdo. Un cerdo y un canalla, Seimour, como siempre lo fuiste…
Le di dos bofetones. Sollozó, encogiéndose asustado. Fay seguía armada, pero no hizo intención de defender a su socio y compinche.
—Bien hecho —aprobó, mirándome con cierta simpatía—. Fuimos unos buenos canallas contigo. Unos puercos, Brian. Pero eso ya no tiene remedio.
—No, no lo tiene —admití—. Vale más olvidar todo eso. A fin de cuentas la revancha no merece la pena… Eso vine a deciros. Y también otra cosa; estoy dispuesto a dar con el culpable. Sea quien sea…
—Inténtalo, Brian —me invitó Fay—. Valdrá la pena. Yo no tengo miedo. No soy culpable. Si me necesitas, estaré a tu lado. No dudes en avisarme, Brian. No soy una persona demasiado decente, pero me gustaría reparar en algo todo el mal que te hice, junto con los demás…
—Lo tendré en cuenta. Ya te dije que no venía a matar a nadie. Puedes guardar tranquila tu pistola…
—Sí, creo que puedo hacerlo —asintió ella, tras una duda. Y lo hizo. Me sonrió—. ¿Satisfecho, Brian?
—Satisfecho. Y gracias —fui hacia la salida del estudio, mientras Seimour continuaba sollozando—. Adiós Fay.
—Adiós, Brian —me dijo ella—. Y suerte…
Suerte… Sí. Sabía que iba a necesitarla. Ahora, más que nunca…
* * *
El Club Náutico de lujo, para millonarios caprichosos y amantes del deporte submarino… El suntuoso Surfside Hotel, también para gente de fortuna, para los adinerados clientes de Miami Beach…
Los bungalows lujosos, con amplios jardines y bellas piscinas, cercados de altivas y flexibles palmeras…
Uno a uno recorrí todos los lugares aquella noche. Los mismos lugares de mi historia, de la falsa historia de una cadena de crímenes que sólo existió en mi pobre imaginación…
El recorrido de un hombre que había buscado entre la ficción y la realidad un bálsamo para su amargo, duro pasado. El recorrido de unos escenarios donde solamente hice acto de presencia para ver a mis "víctimas" para luego, sobre unos folios, mecanografiar unos crímenes inexistentes.
Yo, el asesino…
El asesino de papel… Era casi cómico. Casi. Porque estaba el otro factor, el elemento insospechado, que me había tenido cerca de la locura, preguntándome a mí mismo, una y otra vez, si era posible que lo que uno imaginaba y vertía sobre un papel, podía convertirse en realidad…
Preguntándomelo… sin hallar otra respuesta que una alucinante oscuridad, un vacío de enigmas insospechados.
Ahora, las cosas iban tomando forma. Alguien entró en mi casa, leyó mis folios reveladores… Y repitió lo que yo creaba. Mató en mi nombre. Siguió mis métodos. Lo que yo hubiera querido llevar a cabo, otro lo realizó fría e impunemente.
Uno de ellos. Uno de aquellos seis sentenciados de mi lista mortal…
Pero, ¿quién? ¿Cómo llegó hasta mi bungalow, hasta mi mesa de trabajo, hasta mis papeles, guardados bajo llave?
Ahí estaba lo más extraño. La incógnita real. Despejada, creía, estaba seguro por completo, de que el misterio quedaría resuelto.
Y la muerte de Howard… Dentro de su casa, no en la piscina… Sin embargo, según el forense… no pudo dar un solo paso después de recibir los cuatro disparos a bocajarro.
¿Qué sucedía?
Apenas si me había dado cuenta, y estaba ya frente a mi casa. Ante mi bungalow.
Descendí del coche. Miré atrás. Nadie me había seguido. Ni siquiera la policía. Al menos, en apariencia. Dillman no era ningún tonto. El asesino, tampoco, ya fuese Farrell, Seimour Lane o Fay Edelman.
Entré en casa. Al ausentarse de ella, Dillman o Sharon habían apagado las luces y cerrado la puerta y los balcones asomados al jardín.
Utilicé la llave para entrar. Encendí la luz del gabinete. Contemplé, absorto, mi mesa de trabajo. La máquina de escribir, las gavetas cerradas. Una de ellas, con llave y cerradura de seguridad.
Y, a pesar de todo…
A pesar de todo, estaba seguro de que alguien podía abrirlo cuando quisiera, leer aquellos folios…
Me serví whisky. Fui al teléfono. Llamé a casa de Sharon. Fue en vano. No descolgó nadie.
Di unos pasos. Me detuve ante la máquina de escribir. Medité.
De súbito, una ida me asaltó.
Una idea ridícula. Ya no conducía a nada. No iba a seguir engañándome a mí mismo con un juego tan absurdo como peligroso…
A pesar de todo, me senté. Abrí la gaveta. Extraje los folios escritos. Los tres primeros capítulos de mi "novela".
Luego, resueltamente, tomé folios en blanco. Encajé las mandíbulas.
Iba a hacerlo. Iba a continuar.
Tenía que "matar" de nuevo, en la dimensión plana e irreal del papel blanco.
Iba a por la cuarta víctima.
Esta vez, sería otra mujer. Fay. Fay Edelman. Sí, sería ella.
El cuarto nombre tachado en rojo en la lista del asesino de papel…
Y casi rabiosamente, comencé a escribir.