Capítulo III

UN asesino.

Era un asesino. Sharon acababa de descubrirlo.

Siguió un silencio largo, profundo.

—Es verdad —dije finalmente.

Me moví. Alcancé una butaca estampada, alegre, de luminoso tapizado. Me dejé caer en ella. No dije nada. No valía le pena. No conducía a nada tampoco. Ella tuvo razón. No había nada que discutir.

—Has matado, Steve… —susurró ella.

—He matado, sí —admití.

Otro silencio. Cada uno era peor que el otro; más denso, más cargado, más violento y difícil.

—Dios mío, ¿por qué? —musitó ella.

—Tú has leído eso —dije—. Es la verdad.

—La verdad… De modo que Steve Corman… es Brian Barnes.

—Eso es. Una misma persona.

—Y… ¿los motivos?

—Los mismos. Igual que en mi obra, Sharon.

—Venganza…

—O justicia, no sé. Nunca supe dónde terminaba una rosa y empezaba la otra.

—Nadie es quién para hacer justicia.

—Pero sí para vengarse.

Por tanto, no es lo mismo, Steve. Oh, ¿por qué tuviste que hacerlo? ¿Qué te ha sucedido?

Me encogí de hombros. Era difícil explicarlo todo. Difícil e inútil. No lo iba a admitir. Ella no. Posiblemente nadie.

—En el primer capítulo mataste a un hombre llamado Howard… Ese hombre era muerto en un living… Pero el cadáver que apareció el otro día… era en una piscina.

—Detalles —sonreí—. Pequeños detalles. No siempre puede ser igual…

—Steve… Steve, esa mujer Karin… murió realmente al caer o ser arrojada desde su apartamento en el Surfside Hotel… Ahí casi nada se alteró… respecto al original…

—Lo sé. He leído los periódicos —susurré, estremeciéndome.

—Steve, ¿por qué ese afán, esa obsesión? Es enfermiza, no es normal… Es como una gran psicosis. Steve, ¿no te basta con… con matar? —imploró—. ¿Has de exponerlo también en tu libro, como una complacencia morbosa, como un alarde o un ensañamiento en ti mismo, en tu mente…?

—Tal vez —admití con cierto helado escepticismo—. Empiezo a dudar de mí mismo, de todo lo que me rodea, de cuanto vivo… Es como estar inmerso en una pesadilla. Y no despertar nunca de ella…

—Pero Steve, sea como sea… has cometido dos delitos terribles… ¡y los has reflejado cínicamente en tu propia obra, acusándote a ti mismo, repitiendo casi punto por punto, lo que hiciste!

—Yo podría decirte otra cosa, Sharon, pero ¿de qué valdría?

—El crimen no tiene excusa, Steve, por justificado que crea estar.

—No me justifico. Quiero decirte algo.

—¿Qué?

Dudé. Miré los folios en sus manos. Mi obra. Mi relato de dos asesinatos premeditados, a sangre fría: los de Howard Young y Karin Caine. No, no valía la pena. ¿Para qué?

—Nada —susurré—. Nada, Sharon.

—Steve, puedo salir ahora de aquí, ir a ver a Martin Bantam, contarle la verdad… O llamar al teniente Dillman, de la división de homicidios de Tallahassee. Y revelarles cuanto sé, mostrarles estos folios…

—Claro. Hazlo, Sharon. Si tu conciencia te lo exige… hazlo.

Ella me miró. Los folios se arrugaban en sus dedos crispados. Estaba muy pálida. También yo, sin duda.

—Steve… —musitó. Tenía los ojos húmedos, patéticos casi—. Steve, no… no te entiendo…

En aquel instante, me creí obligado a decírselo. A revelarle todo, a decirle lo que me torturaba. Avancé unos pasos hacia ella, extendí mis brazos y comencé:

—Sharon, yo…

—Buenas tardes. ¿Puedo pasar, señor Corman?

La señora Pearson. Con sus gafas de montura dorada, de amplias dioptrías, con sus ropas oscuras y severas, con su gesto seco, comercial, adusto y eficiente.

Ella lo estropeó todo en ese momento. Quizá era mejor así. No hubiera sabido decirlo. Me quedé mirándola con cierta irritación, al verla aparecer en el umbral de la puerta— balcón asomada al jardín. El sol la silueteó, y admití que, pese a su aspecto de burócrata incorregible, no tenía mal tipo, pero eso era algo, que, sin duda, a ella la tenía perfectamente sin cuidado.

—Hola, señora Pearson —saludé ahogadamente. Mis ojos se volvieron un leve instante a Sharon. Le sugerí, con voz ronca, significativa—: Haz lo más oportuno, cariño. Aceptaré lo que tú decidas… con todas sus consecuencias.

La señora Pearson miró curiosamente, con cortés sonrisa, a Sharon. Ella me siguió mirando a mí. Indecisa tal vez, no lo sé.

—Te veré más tarde, Steve —dijo Sharon, inexpresiva. Tiró los folios sobre la mesa, brusca e inesperadamente—. Guarda tu trabajo. Y echa la llave. Es lo mejor… por ahora.

Dio media vuelta. Estaba a punto de llorar. O lloraba ya, no supe decirlo. Pero se marchó rápidamente, jardín adelante, hacia el exterior. Miré, con una mezcla de indecisión y alivio, los folios mecanografiados, olvidados sobre la mesa, rugosos y revueltos. La señora Pearson tuvo un gesto de circunstancias.

—¿Problemas sentimentales? —sonrió, maliciosa.

—En parte —admití. Recogí, rápido, los folios. Los alisé, metiéndolos rápidamente en la gaveta. Busqué la llave en mí bolsillo. Esta vez estaría bien seguro de lo que hacía. Cerré con doble vuelta. Me detuve. Guardé la llavecita, con su llavero, en mi pantalón. Respiré hondo. Me enjugué el sudor de la frente, con un manotazo.

La señora Pearson no me perdía de vista, curiosa e intrigada. Sonrió como sonríen siempre las chismosas.

—Hace calor —observó, queriendo ser trivial—. Mucho calor, señor Corman.

—Sí, mucho —acepté—. ¿Usted no va a la playa, señora Pearson?

—¿Yo? —casi se escandalizó—. Cielos, no. No me gusta el mar. Ni el deporte acuático.

La miré, pensativo. Me mostré intencionadamente malicioso.

—Pues debe tener bastante buen tipo en bikini, señora —dije.

Enrojeció hasta sus orejas. Pareció ofendida y se irguió, airada. Su voz era de una frialdad desalentadora cuando replicó:

—No me gustan ciertos comentarios, señor Corman —reprochó—. Si es un cumplido, no fue oportuno. En mi trabajo exigen personas serias y conscientes, no lo habitual en estos sitios. Encontrará chicas a quienes esos comentarios les halagará enormemente. Conmigo, pierde su tiempo. Detesto a los play boys.

—Yo no soy un play boy, señora.

—Eso creo —manifestó, altiva—. Sólo lo dije por si tiene la equivocada idea de imitarles… conmigo. Ahora, hablemos de asuntos serios, señor Corman. ¿Qué sucede con su piscina?

—Verá… —le tendí el impreso—. Ahí está todo detallado minuciosamente, y…

—No tiene que preocuparse más. Mañana por la mañana recibirá a los técnicos, apenas estudien esto en la agencia. Cuando todo esté arreglado, pasaré a ver cómo le atendieron.

—Muy bien —dije—. Por otro lado, cobre el próximo trimestre. Aquí tiene su dinero…

Ella asintió, tendiéndome un recibo que ya traía preparado a cambio de mi dinero. Lo recogí. Eficiente señora Pearson,… Siempre todo a punto.

—Ah, quería advertirle —me habló ella, guardando el dinero sin demora—. Desde mañana, tendrá usted un nuevo vecino aquí…

—¿Un vecino? —la idea, sin saber por qué, me disgustó—. ¿Dónde?

—En el bungalow inmediato, el de la derecha… El que ocupó un actor de Hollywood el año pasado… Esta vez, se trata de un deportista…

—¿Un deportista?

—Bueno, mejor dicho un ex deportista —rectificó—. Un antiguo jugador de béisbol bastante famoso. Jugó con los Yankees. Wilb Farrell. Ha sido famoso, ¿verdad, señor Corman?

—Wilb Farrell —repetí, con un estremecimiento—. Wilb Farrell… Cielos…

—Le veré más tarde, cuando los técnicos hayan recibido el encargo y vengan a repararle la piscina —dijo la señora Pearson, volublemente, camino ya de la salida—. Espero que su nuevo vecino no sea demasiado ruidoso, como le ocurría a aquel actor de Hollywood del año pasado. Si fuera de otro modo, le advierto que tiene perfecto derecho a quejarse, y la Acme cancelaría el contrato al señor Farrell inmediatamente. Buenas tardes…

—Buenas tardes, señora Pearson —respondí, mecánica, evasivamente.

Ella se fue. Me quedé solo. Solo con mis dudas, indecisiones, temores, angustias…

Me quedé solo, con aquel nombre flotando en mis labios, como algo candente, como una brasa que estuviera quemando mi lengua, mi paladar, alcanzando mi mente…

—Wilb Farrell… —repetí—. Wilburn Farrell… Precisamente él…

El. Wilb Farrell. Antiguo héroe del béisbol neoyorquino. Ahora, un hombre pequeño, rechoncho, pesado.

El hombre que, en mi relato de la muerte de Karin Caine, se había cruzado conmigo a la salida del hotel Surfside, aquella trágica madrugada, con el cuerpo de Karin aplastado en las losas del sendero de los jardines…

Wilburn Farrell era él. El hombre que me persiguió hasta el automóvil. Y ahora, iba a ser mi nuevo vecino.

Podía ser casual. Pero esas casualidades nunca se dan.

De, modo que estaba bien seguro; no era casual…

Y entonces…

¿Qué iba a suceder?

* * *

Llamé dos veces a Sharon a su domicilio. El teléfono repitió, insistente, la llamada. Nadie respondió.

Probé a la redacción de su periódico, con idéntico resultado. Me informaron de que estaba ausente, trabajando en un reportaje. Se puso luego Bantam al aparato.

—Soy Martin Bantam —dijo—. ¿Eres Steve?

—Sí —afirmé, cauto—. Quería hablar con Sharon… —No está. Ni siquiera la he visto hoy. Yo acabo de llegar —me refirió—. He estado en el Surfside Hotel, atendiendo al asunto ese de la cantante que se cayó o fue arrojada desde el piso duodécimo del establecimiento.

—Oh, ya leí la noticia —dije, evasivo, más cauteloso que nunca—. Sharon y yo tuvimos un equívoco y quería…

—Llama más tarde. Seguro que andará por aquí… Oye, Steve, ¿tú no eres un autor de novelas negras? Deberías haber estado en el hotel. Valía la pena…

—¿De veras? Me gustan los crímenes solamente en las novelas. En la vida real, resulta todo demasiado sórdido… —me enjugué el sudor de un manotazo—. Yo prefiero imaginar las cosas, no vivirlas como un reportero. Eso es cosa tuya, no mía, Martin.

—Bueno, allá tú —dudó él—. Pero a veces, los crímenes en la vida real tienen un algo diferente, un algo diferente que te asombra, por lo irreal… Como si hubiera sido producto de una mente llena de imaginación, de fantasía…

—¿De veras? —dudé.

—Sin duda. Por ejemplo, ahí tienes él asesinato de Howard Young —dijo.

—¿De quién? —pegué un respingo.

—Oh, bueno, tú no puedes entenderlo —rió—. Es un hombre que se hacía llamar para todos los efectos, Clark R. Smitthers. Era mentira. Un falso nombre. El suyo verdadero era diferente: Howard Young. Nacido en Chelsea, hace cuarenta y ocho años… Con antecedentes policiales. Sus huellas no han podido ser compaginadas. Tenía las manos putrefactas, por culpa de la acción del agua de su piscina, durante días y días… Pero ha sido identificado por un montón de cosas.

—¿Qué… qué tiene eso que ver con… con lo del Surfside? —estaba sudando copiosamente de nuevo, y ni siquiera pensé en enjugar el sudor.

—Puede que mucho —rió la voz del periodista a través del teléfono—. Se han hallado las mismas puntas de cigarrillo en el apartamento de Caine y en el bungalow de Howard

Young. El mismo visitante estuvo en ambos lugares, de eso está seguro el teniente Dillman. Lo importante es saber quién fue ese visitante. Puma cigarrillos de boquilla blanca, con una franja dorada…

Horrorizado, miré mi propio cigarrillo. Lo tiré, aplasté la punta con aquella boquilla blanca, de franja dorada. El sudor goteó, resbalando sobre mi nariz y boca, hasta el propio teléfono. Tomé aliento; falta me hacía.

—Vaya… —susurré—. Puede… puede ser una buena pista…

—Lo es, no hay duda. Solamente hay tres marcas de cigarrillos nacionales que lleven esa boquilla, pero los laboratorios analizan ahora el cartón, el tinte, el papel, la hebra del tabaco… Todo eso nos indicará qué marca fuma ese misterioso personaje. No es muy común, y se vende en latas de cincuenta cigarrillos, importada de Inglaterra, con hebra egipcia, aunque bajo marca nacional. Esperan conseguir algo sobre ese punto… Además, es muy posible que exista una relación entre Young, y la cantante del Surfside. Si es así… Dillman confía en hallar alguna pista concreta, precisa…

—Una pista… hacia un asesino.

—Eso es. Un asesino que mató ya de dos formas diferentes: a tiros de pistola, y empujando tal vez a la chica desde la terraza de su apartamento. En ambos casos, el culpable no despertó sospechas. Era conocido, por la razón que sea, de sus dos víctimas. ¿Sigues pensando que la realidad es inferior a la imaginación creadora del novelista?

—No —musité—. A veces, puede ser casi lo mismo…

Nos despedimos. Colgué. Me sentía nervioso, irritable. Miré mi caja de cigarrillos importados. Ingleses, con marca americana, con hebra egipcia… Con boquilla blanca y oro… La pista que poseía ya el teniente Dillman, de Tallahassee.

Tomé la caja, con su contenido. Fui al cobertizo anexo al bungalow. Metí en el rincón más difícil, bajo un montón de cajas y adminículos, aquella evidencia terrible. Vacié el cenicero en el servicio, y encontré un paquete de cigarrillos de marca habitual, que metí en mi bolsillo, dispuesto a no pensar más en aquella marca que podía delatarme antes de tiempo. Ahora, más que nunca, desesperadamente, necesitaba de tiempo. Tiempo para hacerlo todo, para terminar aquello que debía terminar…

Regresé al living. Muy a tiempo. El sol entraba, esplendoroso, por la puerta-balcón. Y no era solamente el sol. Ni el aroma fresco y jugoso del jardín, ni el aire con brisa de mar…

Algo más había entrado allí. Alguien más.

Un hombre alto, esbelto, de anchos hombros, de americana gris perla, de corbata azul, de aire apacible y calmoso, de escudriñadores ojos verdes. Estaba erguido en la terraza, apoyado en el quicio de la entrada, indolente, con un gesto amable y como de disculpa en su rostro enjuto.

—Buenas tardes —saludó—. Disculpe si le molesto, señor Corman. Soy Ralph Dillman, teniente de Homicidios… Quería verle a usted.

* * *

Nos quedamos contemplándonos mutuamente.

No hubiera sabido qué decir. Por eso no dije nada. El tampoco, pero sin duda por muy diferentes razones. Me estaba estudiando, pensativo, intentando penetrar acaso hasta el fondo de mí mismo.

Dillman era un policía inteligente. Eso resultaba obvio. Tampoco era vulgar ni tosco de aspecto o de modales. De no haber dicho quién era, tal vez no lo hubiese imaginado.

Me costó trabajo dominarme. Pero lo hice. Era vital, imprescindible. Se trataba ahora de mi vida, de mi seguridad personal, de mi destino tal vez. Si era preciso engañar a alguien, ese alguien era él.

—¿Un policía? —pregunté con una sonrisa cordial. Le tendí la mano—. Es toda una sorpresa.

—Lo imagino, señor Corman —él estrechó la mano que yo le tendía.

—Pase, por favor —le invité—. ¿Dijo… Homicidios? —Eso es. De la capital, Tallahassee. Habrá leído últimamente los periódicos…

—¿Se refiere a los dos sucesos recientes? —señalé los diarios que Sharon, estuviera revisando antes—. Supongo que todos los hemos leído.

—Sí, son el comentario del día —sonrió, irónico—. La gente que se divierte en Miami Beach, no gusta de ver cosas así, mezcladas en su vida de placer o de descanso.

—Seguro que no. A mí no me preocupa tanto. No estoy aquí descansando, sino trabajando, teniente. Soy escritor.

—Lo sé. Por eso he venido a verle. Martin Bantam me habló de usted…

—Oh, es eso… —hubiera respirado con alivio, pero quizá resultaría sospechoso, y opté por reflejar solamente cierta curiosidad—. Martin es un buen amigo.

—Así me lo dijo. Pensé entonces en venir a visitarle. —Bueno, no puede decirse que sea una persona capaz de ayudarle, teniente. Yo nada entiendo de lo que sucede. Escribo temas de intriga, pero una cosa es la novela… y otra la vida real. Ahí, es usted el experto, no yo.

—No busco expertos, sino personas que puedan colaborar conmigo —sonrió él teniente, sentándose donde yo le indiqué, frente a la puerta balcón llena de sol y luminosidad—. Testigos, sobre todo.

Testigos…

Dominé con dificultad un estremecimiento. Recordé a mi nuevo vecino del día siguiente, Wilburn Farrell. Él era testigo de algo: de mí salida del Surfside Hotel, la noche en que Karin murió…

—¿Testigos? —repetí—. Temo no ser nada de eso tampoco, teniente.

—Bueno, sería demasiada fortuna hallar un testigo presencial de un asesinato —se echó a reír él—. No, no aspiro a tanto. Pero en una comunidad relativamente reducida, como todos ustedes, los que habitan estos bungalows, lo cierto es que todos pueden ser testigos casuales de sucesos, de incidentes de apariencia trivial, a los que en principio no se da importancia, y que luego pueden tenerla, y mucha.

—Le entiendo —sacudí negativamente la cabeza—. Me gustaría ayudarle, pero…

—Bueno, al menos lo intentaremos en alguna ocasión —sonrió afablemente—. Si recuerda algo, ya me lo dirá. Si conoce a alguien mezclando en todo esto, ya me avisará. De momento, a partir de mañana, va usted a serme útil en algo.

—¿Yo? —dudé, puesto en guardia, sin fiarme en absoluto de él.

—Eso es; usted. Y desde aquí, Corman.

—Temo no entender nada…

—Está muy claro. Va a tener usted un vecino importante para mí.

Eso sí me sobresaltó, aunque pude disimularlo. El vecino…

—¿Farrell? —pregunté.

—Eso es —me miró, sorprendido—. ¿Cómo lo sabe?

—La señora Pearson me habló de él. Un ex jugador de béisbol. Mañana ocupará el bungalow vecino.

—Exacto. Ha sido cosa mía.

—¿Suya? —mi perplejidad, y también mi recelo, iban en aumento.

—Eso es. Yo le elegí el bungalow, Corman.

—Pues aún lo entiendo menos…

—Lo entenderá enseguida. Ese hombre, Farrell, conocía a Karin Caine, la chica muerta en el hotel. Incluso fue visto allí anoche.

—Oh… —y no atiné a decir más, ni tenía fuerzas para ello.

—Así es, Corman. Estoy jugando un poco mis bazas. Tengo que hacer algo si quiero poner en claro lo que sucede en Miami Beach.

—¿Y cree que ese Farrell pudo tener algo que ver?

—No estoy seguro de nada todavía, pero… pudiera ser.

—¿Y qué puedo hacer yo, en tal caso?

—Es posible que un hombre habituado a planear crímenes… para sus libros, como hace usted —sonrió—, sepa también vigilar a un sospechoso, tomar datos, observar cualquier circunstancia…

—Temo defraudarle en ese sentido —suspiré—. No creo que sea un buen aficionado como detective.

—Al menos, lo intentaremos. He hablado con la Inmobiliaria Acme. La señora Pearson me ha facilitado las cosas, proporcionándole a Farrell ese bungalow. Lo demás, depende de usted.

—Ya —me froté el mentón. No acababa de gustarme aquello. Había muchas cosas que no me gustaban, esta es la verdad. Y el hecho de que Dillman me escogiera a mí, sin conocerme salvo a través de Bantam, como una especie de colaborador suyo, no me parecía demasiado claro.

¿Estaba iniciando el teniente de homicidios un juego como el del gato con el ratón? La idea se me ocurrió, y no me hizo ninguna gracia.

—Espero que esa petición mía no le ocasione molestias —dijo Dillman—. No quisiera complicarle la vida. Usted tiene su trabajo y…

—No se preocupe. Haré lo que pueda.

—Gracias —el oficial de policía contempló la estancia, mirando en torno curiosamente. Luego, me miró a mí y su tono se hizo trivial—: Supongo que estará trabajando en alguna nueva obra…

—Sí —dije, demasiado presuroso. Y me apresuré también a añadir—: Al menos, preparo ya el original. Apuntes, bocetos, ideas, personajes… Ya sabe. Se han de dejar todos los cabos sueltos, antes de iniciar la acción de la novela.

—Comprendo —sonrió Dillman. Luego, añadió, como al azar—: Es posible que estos sucesos puedan servirle de inspiración. Eso, cuanto menos, le compensaría de las posibles molestias que mi petición le ocasione, Corman.

—Lo dudo, pero siempre puede ocurrir —admití, algo escéptico mi tono.

—Me gustará leer lo que escriba seguidamente —dijo, incorporándose. Se tocó los bolsillos, como buscando algo—. Oh, qué torpe soy… Olvidé comprar cigarrillos.

—Yo tengo —dije. Extraje el paquete y le tendí el cigarrillo que precisaba. Lo prendí, y él fumó como si no concediera el menor interés a la boquilla del cigarrillo. Pero yo sabía que no era así. Incluso su pretexto de no llevar tabaco encima, era eso: un pretexto. Me puse en guardia. Ahora más que nunca.

—Gracias, Corman —fumó con naturalidad, y luego me tendió la mano—. Cuando Farrell esté cerca de usted, volveré por aquí o le llamaré por teléfono. Ya nos pondremos de acuerdo respecto al plan de batalla.

—Conforme. Le estaré esperando.

Se alejó. Le vi perderse bajo el sol radiante del día. Me senté despacio. Profundamente intranquilo.

—No me gusta esto —murmuré entre dientes, hablando conmigo mismo—. No me gusta… y no sé por qué…