CAPÍTULO PRIMERO
ENCONTRARON a la víctima demasiado tarde.
Hacía una semana del asesinato. Una larga semana. Especialmente, fue larga para mí.
La más larga de todas las semanas de mi vida.
Día a día hojeando los periódicos, sobre todo en sus páginas de sucesos. Día a día abriendo el televisor, a la espera de los boletines de noticias. Y escuchando la radio, pendiente siempre de la información diaria de la ciudad.
Resultado siempre: negativo.
Así fue desde aquel domingo. Hasta el sábado precisamente. El sábado a media tarde. Entonces lo encontraron.
Me enteré de cómo había sucedido, igual que si yo estuviera allí. Supe de qué modo fue hallado, conocí las circunstancias del hecho, igual que si lo hubiera presenciado todo. El reportaje de Martin Bantam sobre ello, era muy amplio y minucioso. El siempre escribía de ese modo. Naturalmente, mientras presenciaba los hechos o los relataba luego, sentado delante de su máquina de escribir para los lectores, Martin Bantam no podía imaginarse que un buen amigo suyo era el asesino de aquel hombre.
No podía sospechar, ni en sueños, que yo, su amigo Steve Corman, fuese el asesino de un hombre poco conocido en Miami Beach, cuyo nombre era, aparentemente, Clark R. Smitthers.
Sólo aparentemente…
* * *
—Clark R. Smitthers. Era su nombre, teniente.
—Ya. Al menos, el nombre con el que arrendó este bungalow, ¿no, señora Pearson?
—Bueno… sí —asintió Abigail Pearson, vacilante, pestañeando tras de sus gafas de montura metálica, dorada—. Eso es lo que él dijo. Y a ese nombre se lo arrendé, percibiendo íntegramente el importe de tres mensualidades, que es el mínimo de tiempo por el que se alquilan estas viviendas.
—Comprendo, señora Pearson —el teniente Ralph Dillman, de la División de Homicidios de Tallahassee, sacudió enérgicamente su cabeza, sin desviar los ojos de la dama de ropas oscuras, pelo negro, ojos del mismo color, mortecinos y gafas de grueso cristal—. ¿Es usted la propietaria de todos estos bungalows que arrienda?
—¡Cielos, no! —suspiró ella, con una sonrisa—. Qué más quisiera… Valen mucho dinero, teniente. Son residencias para millonarios, artistas y gente de esa clase. Naturalmente, sólo administro las viviendas, cuido de ellas, me ocupo de tratar directamente con los clientes, en nombre de la entidad propietaria, la Inmobiliaria Acme, de Tampa.
—Bien. Dejemos eso, señora Pearson —el policía paseó, reflexivo, en torno a la piscina oblonga, sobre el suelo de brillantes y multicolores mosaicos, bordeados de césped bien cuidado, parasoles circulares, mesas y sillas de metal esmaltado, y las cabinas para desvestirse quienes utilizaran la piscina—. Lo importante ahora es el caballero Smitthers. Clark R. Smitthers, difunto. Muerto violentamente. Víctima de asesinato, en suma.
—Dios mío, si llego a imaginarlo… La empresa va a disgustarse mucho por un suceso así…
—Olvídese de la empresa, señora. Eso tiene poca importancia ahora. Aquí tenemos un hombre muerto. Asesinado —señaló a la piscina—. Se trata de una vida humana. Y mi misión es encontrar a la persona que lo asesinó…
Ya los dos agentes extraían del agua, cuidadosamente, el cuerpo en estado de corrupción, con las ropas hechas jirones sobre la carne fétida. Los blancos cabellos, abundantes y pulcros, eran, sin embargo, bien reconocibles aún, sobre lo que la acción prolongada del agua había hecho en el cadáver.
—Pónganlo ahí —invitó el teniente Dillman, señalando los baldosines—. No lo manipulen demasiado, o se nos deshará entre las manos.
Hizo un gesto de repugnancia al ver la faz descompuesta, las manos incoloras, hinchadas, tumefactas, los brazos corroídos por la humedad, la podredumbre…
La sangre salpicaba los bordes de la piscina, el fondo del agua, en fragmentos cuajados, oscuros. Las ropas de la víctima estaban igualmente podridas, pero conservaban los orificios bien visibles, la mancha de sangre en torno a cada agujero encima de su torso.
—Cuatro —dijo Dillman—. Fueron cuatro balazos… No mire, señora Pearson. No resulta nada agradable, puede creerlo.
Retirado el cuerpo, el teniente contempló el fondo de la piscina. Yacía en su fondo un reloj de pulsera sumergible, con correa de goma, que sin duda se había desprendido al pudrirse en el agua, cayendo del brazo muerto al fondo de baldosas verdes.
—Recojan luego ese reloj —indicó—. Y avisen al forense y a los técnicos para hacerse cargo de la casa y del muerto. Ese hombre, al menos lleva ahí cinco o seis días muerto…
Retiró al interior del bungalow a la dama de ropas oscuras y gafas de abundantes dioptrías sobre sus oscuros ojos sin expresión. La hizo sentarse frente a una mesa donde aparecían dos servicios de combinados, con sus copas, una mediada y otra vacía. La vacía había caído sobre la mesita, quebrándose su pie. Había un cenicero con cigarrillos. Y un mueble bar, abierto.
—No toque nada de eso, señora —avisó el teniente—. Es posible que el visitante de Smitthers que tomó un combinado en su compañía… fuese el propio asesino.
—No, no se preocupe. No tocaré cosa alguna —musitó, con aire de aturdimiento y horror la empleada de la Inmobiliaria Acme, especializada en arrendamientos y venta de bungalows de lujo en todo Miami Beach, para millonarios, artistas y gente así—. Pero creo que nunca necesité una copa más que ahora, en toda mi vida.
Dillman sonrió, comprensivo. Su figura maciza, y no por ello pesada en absoluto, se movió hacia el bar. Eligió una copa y la medió de brandy, volviendo junto a su testigo. Le hizo beber, y sin trabajo alguno por cierto. La señora Pearson apuró la dosis de un trago.
—¿Se encuentra mejor? —indagó el policía de Tallahassee.
—Algo mejor, gracias —musitó ella suavemente. Se echó atrás en el asiento—. Dios mío, es como una pesadilla…
—He vivido muchísimas pesadillas parecidas, señora —suspiró Dillman—. Y nunca me desperté de ellas, puede creerme.
Caminó, ceñudo, hasta el teléfono. Lo descolgó, pero utilizando un pañuelo, para cubrir sus dedos, y no dejar huellas en el aparato. Marcó un número.
—Aquí, el teniente Dillman —habló—. Desde el bungalow de la 2.300 de Seaside View. Quiero informes sobre un tal Clark R. Smitthers, de cabellos blancos, aspecto deportivo, tez bronceada por el sol, cosa de seis pies de estatura, y unos cuarenta y ocho años aproximadamente. Clark R. Smitthers, sí. Decía que era empresario teatral en Broadway. Averiguad eso. Podría ser una falsa identidad, por supuesto. Llamad a Nueva York. Es evidente que sí procedía de allí, porque su coche es un automóvil con matrícula del estado de
Nueva York. Creo que no era propio, sino alquilado. Un "Chevrolet" verde botella. Es todo por el momento. Si obtenemos algunas huellas o cualquier cosa que nos sirva, de esa especie de montón de carne podrida que es Smitthers, avisaré enseguida. El forense aún no lo ha examinado, pero sospecho que lleva muchos días flotando en la piscina donde le cosieron a balazos. Es evidente que no recibía muchas visitas, para pasar tanto tiempo. Pero en cambio, tuvo visita el día en que murió. Posiblemente esa visita le mató.
Colgó, y caminó con el ceño fruncido, fumando un cigarrillo con parsimonia. Se inclinó para dejar la ceniza en el cenicero de vidrio rojo. Se detuvo. Había allí puntas de cigarrillos emboquillados. Dos clases de puntas, exactamente.
Optó por tirar la ceniza en el suelo. Estudió las dos clases de puntas. Una boquilla era color café. Como todos los cigarrillos que aparecían dentro de una cajita lacada que, al abrirse, tocaba una musiquilla tenue, sincopada.
Las notas de Its a long Way to Typerary, la marcha británica. Cosa curiosa, también en la cajita se veía la bandera de Gran Bretaña, la Flag. Y un paisaje típicamente Victoriano.
Cerró la cajita musical de tabaco. Estudió la segunda punta de cigarrillo con mayor atención. Filtro blanco, con una franja dorada. Un filtro especial de determinada marca de cigarrillos que se vendía en latas de cincuenta, lo recordaba muy bien Dillman. Tabaco extranjero. Inglés también, aunque importado acaso de Turquía o de Egipto. Curioso, pensó…
Guardó aquella punta, dentro de un sobre de papel manila, dentro de su americana. No dijo nada. Caminó hasta la puerta vidriera, asomada al jardín. El coche verde botella estaba detenido ante la puerta cerrada del garaje particular del bungalow. Un "Chevrolet" del año anterior. Mucho polvo en su carrocería. Alquilado en Nueva York, a nombre de Clark R. Smitthers. Raro, muy raro que un hombre que iba a vivir tres meses en Miami, llevara coche de alquiler, y no propio. Examinó la tarjeta, con el nombre de la entidad que alquilaba automóviles, adherida en su parabrisas. Por ese detalle había sabido inmediatamente que el automóvil no era propio.
"Conduzca como si fuera su propio coche —decía el slogan del adhesivo—. Y cambie fácil y económicamente de marca, color y modelo. Topper se lo ofrece."
Tomó nota mental. Topper. Nueva York.
Luego, el teniente Dillman llegó hasta el seto bien cuidado, y retrocedió de nuevo a la casa. La señora Pearson permanecía inmóvil, como dormida, con los ojos entornados. En la piscina, había actividad. El cuerpo de Smitthers estaba ya tapado con una lona. El olor llegaba hasta el interior del bungalow. Era insoportable. Ese mismo olor había hecho que un vecino avisara a la policía, informándole de ello.
—El reloj, teniente —uno de los agentes locales entró, y le tendió el cronómetro sumergible, envuelto en un plástico.
Dillman lo tomó. Era un reloj de marca costosa, dotado de cuanto precisa un submarinista. Grande y con cinco coronas para accionar sus respectivos mecanismos de precisión. Marca europea, suiza. Observó la correa de goma, que se deshacía, llena de grietas. Llevaba una marca que no era la del reloj. Una marca especial: "Parks. Londres".
Frunció el ceño. Smitthers gustaba mucho de cosas inglesas. Acaso él mismo era europeo, británico incluso. Tendría que aclarar eso. Buscó documentos por la casa, pero no halló ninguno relativo a la identidad del ocupante del bungalow.
Si había alguno en sus ropas veraniegas, puestas cuando cayó a la piscina, estaría completamente destruido por la acción del agua. Solamente los laboratorios de la policía, podrían sacar algo en limpio de ello, con un poco de suerte.
—Un feo asunto —se dijo entre dientes el policía llegado de Tallahassee—. Muy feo, diría yo…
Y regresó lentamente a la piscina, para seguir estudiando los hechos en su propio escenario, mientras uno de sus hombres se quedaba, haciendo compañía a la señora Pearson.
Fue entonces cuando uno de sus hombres se acercó a él con algo entre los dedos. Se lo entregó. Era de plata, y aparecía bastante sucia. Una pulsera o cadena de identificación. Eslabones gruesos, una placa ovalada.
Un nombre ostensiblemente marcado en ella, con gruesos caracteres: Clark. Eso parecía estar de acuerdo con la supuesta identidad de la víctima.
—La llevaba el cadáver. Se desprendió, a causa… bueno, a causa del estado de la mano, que se cae sola… —hizo un gesto de repugnancia—. Dele la vuelta, teniente. Eso es lo que creo que puede ser importante.
Dillman así lo hizo.
En caracteres infinitamente más pequeños, grabado en el reverso de la placa de plata, pudo leer un nombre, una fecha, un lugar:
HOWARD YOUNG.
27-5-1922.
Chelsea, London.
Ralph Dillman supo entonces que había llegado, con sorprendente facilidad, a un dato revelador; la que era, posiblemente, auténtica identidad del hombre muerto. —Howard… —repitió—. Howard Young…
* * *
Howard Young.
Taché el nombre con un fuerte trazo rojo.
Ya estaba. Uno menos. El primero de todos.
Yo aún no sabía para entonces que la policía de Florida tenía ya la identidad real de Clark R. Smitthers. Yo sólo sabía lo que Martín Bantam, mi buen amigo Martin Bantam, reportero del Caribe News había escrito en su columna, sobre un cadáver hallado en un bungalow de Seaside View.
Howard Young, alias Clark R. Smitthers. Muerto. Asesinado.
Asesinado por mí, Steve Corman. Para él, yo fui "Brian" hasta su último momento. Así tenía que ser. Steve Corman era un nombre tan falso como el de Smitthers. Y esperaba que siguiera siendo válido para todo el mundo en Miami Beach.
Suspiré, contemplando el nombre tachado. Luego, miré el siguiente. Alcé sobre él mi rotulador de punta roja. No podía tacharlo. No aún.
Pero tendría que hacerlo pronto.
Solamente dejé un puntito rojo, junto al nombre de mujer.
Karin Caine.
Era ella: Karin.
La siguiente víctima. La segunda en la lista.
—Karin… —murmuré, entornando los ojos—. Tengo que hacerlo. Tengo que reunir fuerzas. Las suficientes para no desfallecer, para no detenerme ya. Ahora es tarde. Demasiado tarde… Tengo que seguir matando.
Lo haría. Seguiría adelante. Hasta el fin.
Era una promesa. La promesa hecha a una persona muerta. A una persona que todos ellos, hijos de perra, destruyeron cobardemente, sin piedad.
Estaba allí para eso. Y lo iba a hacer.
Iba a matar otra vez. La segunda vez. Habría otras más. Cuatro más. Después, nada me importaría. Yo mismo iría a entregarme, a confesarlo todo. Sólo pedía tiempo. Tiempo suficiente para llegar hasta el fin.
Y el fin era la muerte. La muerte de todos ellos. De ellos seis.
Había uno. Pronto serían dos.
—Karin Caine… —repetí—. Te toca a ti. Lo siento…
* * *
—¿Karin Caine? ¿Señorita Caine?
—Sí, yo soy.
—Flores. Para usted. ¿Quiere firmarme aquí, por favor?
—Claro —firmó, halagada. Luego, entregó al botones una generosa propina. Ella siempre habla sido gene— rosaren todo.
Recogió el costoso y bello ramo de flores. Aspiró hondamente su aroma, y pareció feliz. Muy feliz. Todas las mujeres son felices con las flores. Incluso una mujer como Karin.
—Me gustaría saber quién las envió —dijo, buscando en vano una tarjeta entre ellas.
—Yo —le dije.
Me miró, sorprendida. Frunció el ceño. Sus bonitos ojos pardos brillaron intensamente.
Acostumbraban a brillar así. Cuando estaba excitada, intrigada… o recelosa. Quizá ahora, había de todo un poco en su expresión.
—¿Usted? —murmuró.
—Eso es. Yo envié las flores.
—¿Cómo puedo saber que dice la verdad? —dudó ella.
—Cuente las gardenias. Ha de haber diez. Y doce rosas. Y quince azaleas. Así lo encargué.
—Es cierto —dijo—. Son exactamente las que usted dijo. ¿Por qué me las envió?
—Pronto lo sabrá —sonreí—. Después de todo, una mujer hermosa siempre recibe flores, ¿no es cierto?
—Sí, pero… habitualmente de algún admirador.
—Yo la admiro.
—¿Usted?
—Yo —asentí—. ¿Tiene algo de extraño?
—No, pero… sinceramente, no esperaba flores de una persona como usted. No es de los que acostumbran a cortejar a las mujeres bonitas, aunque éstas sean famosas y triunfen como artistas, ¿me equivoco?
—Pues… no, no se equivoca —admití, risueño, sin desviar mis ojos de ella ni un solo momento.
Ella miró a su alrededor. El ambiente era luminoso. Todo respiraba lujo allí. Desde las dos grandes piscinas, la pista luminosa para bailar, el escenario de actuación para las artistas del show habitual, hasta las terrazas y miradores del suntuoso hotel de millonarios frente a las aguas azules de los surfsides de Miami Beach.
Y allí, a mi lado, en su mesa habitual, Karin Caine. La más hermosa, la más agresiva y espléndida mujer de todo el elenco artístico del hotel. Y también la mejor cantante del local, por si no tuviera bastante con sus encantos físicos, en los que la naturaleza había sido tan generosa como en la proporción mismas de sus curvas.
Karin era la star indiscutible. La mujer sensual, voluptuosa, que sabía aparecer en escena, sabía cantar, vestirse… y desvestirse también. Su línea de strip-tease no era vulgar ni de mal gusto. Siempre insinuante, siempre sugiriendo, más que exhibiendo. Y tenía mucho y abundante por exhibir, sobre todo en su torso y en sus caderas…
Poseía ojos pardos, cabello rojo suave, boca fresca y golosa, picardía y gracia, además de una voz cálida, pastosa, grave, que sabía entonar la canción sin alardes, pero con buen estilo. Esa era Karin. Al menos, para los que la iban a ver al hotel de lujo de Miami Beach. Para mí, ella era algo diferente. Muy diferente.
Para mí, Karin era… mi segunda víctima. Yo, el asesino, no podía pensar como los demás. Yo no había ido allí a admirar sus encantos, su belleza, su tremenda sensualidad. Nada de eso. Yo había ido a destruir de golpe todo ello. Con el golpe de la muerte…
Pero ella no lo sabía. Ella no podía recordarme ahora. Ella no era una buena fisonomista, evidentemente. Y había que añadir a eso mi diferente apariencia física actual. Yo, Steve Corman, el escritor que pasaba una temporada en Florida, preparando una novela negra, de crímenes y de violencia, ¿qué podía tener en común con aquel hombre ya olvidado por muchos, un hombre llamado Brian Barnes?
Nada o casi nada. Karin, al menos, no podía advertirlo. Howard había sido distinto.
Howard era muy listo. Lo fue siempre. Tan listo como desalmado. Siempre fue el cerebro de todo lo perverso, de todo lo vil. De todo lo que a él le sirviera de lucro, por supuesto.
Karin era tan malvada como él. Pero era mujer, no era un portento de inteligencia, y no recordaba bien mi I ostro, mi voz. Eso era lo que la diferenciaba de Howard.
Con él había sido fácil. No había motivo para que no lo fuese también con ella. Quizá, incluso, más sencillo aún. Quizá…
—Son muy hermosas sus flores —dijo, tras una pequeña pausa.
—Dignas de usted —respondí, cortés.
—Le dedicaré esta noche mi actuación —murmuró, contemplándome fija, tan fija que, por un momento, temí que su capacidad de identificación fuese suficiente para reconocerme, y eso me turbó un poco.
Estaba equivocado, por fortuna. No me reconoció. Mi turbación sólo bastó para hacerla reír suavemente, convencida de que sus irresistibles encantos me habían hecho mella.
—Puede sentarse conmigo —ofreció, espontánea, mostrándome un asiento en su mesa—. No acostumbro a invitar a nadie, pero usted parece distinto a muchos de los que conozco.
Sonreí, aceptando. Me acomodé en su mesa. Recordé algo que Sharon me dijo en una ocasión: "Eres muy atractivo para las mujeres. Si alguna te dice que te considera un caballero y un buen amigo suyo, no la creas. Será sólo porque le gustas demasiado…"
Quizá Sharon tenía razón. Nunca he sido presuntuoso. Si Karin actuaba movida por esos sentimientos… tanto mejor. Todo sería aún más sencillo.
Poco después, nos encontrábamos bailando en la pista luminosa, que era como un cristalino lago fluorescente, bajo nuestros pies. Los cuerpos muy juntos, muy apretados. Sentía contra mí la fricción de sus formas rotundas, la vecindad excitante de su cálido cuerpo. Como en otro tiempo, pensé con frialdad. Un tiempo del que ella no se acordaba. Pero yo, sí.
Cuando habló, tenía sus labios carnosos tan próximos a los míos, que noté su aliento, fresco y anhelante, rozando mi boca:
—¿Cuál es tu nombre?
—Steve —respondí.
—Steve… Me gusta. ¿Sólo Steve?
—No, claro —reí—. Steve Corman. Tengo un apellido, como todo el mundo.
—Bien, Steve Corman. Creo que vamos a ser muy buenos amigos tú y yo —musitó ella, insinuante.
—No deseo otra cosa —suspiré.
La música continuaba. Nuestros pies se movían con suave agilidad en la pista luminosa.
Pero creo que para entonces, ni ella ni yo pensábamos demasiado en todo ello.
Aunque mi mente era fría y lúcida en todo momento, aunque tenía una misión por cumplir, uno no puede olvidarse fácilmente de que es hombre.
En cuanto a ella… lo último que podría olvidar en este momento, es que era mujer.
Un fuego donde lo difícil era no quemarse.
Y a mí, no me importaba quemarme. Ni mucho menos.
Y me quemé, claro…