PROLOGO

ESTÁ muerto.

Acabo de disparar sobre él. Fríamente. Uno, dos, tres, cuatro disparos.

Cuatro balas de mi pistola automática, están alojadas en su cuerpo, en su cabeza. Sí, está muerto. Bien muerto.

¡Cielos, cuánto he esperado este momento! ¡Cuánto he pedido llegar a él, en mis largas horas de soledad, de meditación, entre los muros de la penitenciaría!

Y ya está. Ya lo he conseguido.

Miro en derredor. No se ha oído ruido. Solamente cuatro taponazos. Como cuatro botellas de champaña, descorchadas para celebrar algo. Para celebrar una muerte. Su muerte.

Y un grito.

Un leve, ronco grito. Nadie debió escucharlo. Nadie sino yo. Yo: el asesino. Su asesino. Yo, el hombre que esperó durante años este feliz momento…

He terminado ya con uno. Uno de ellos. Es sólo el principio. Es el primero. Y, ciertamente, no será el último. Esto solamente ha comenzado. Uno a uno. Inexorablemente.

Ha resultado sencillo. Mucho más de lo que yo podía esperar. No es difícil matar. Nada difícil. Incluso sorprenden, de sencillo que resulta. Una persona está viva un momento antes. Uno dispara sobre ella… y todo se ha terminado.

¡Qué cara de asombro puso al verme disparar! Poco antes, estaba sonriéndose, mirándome con sarcasmo, con desafío, con su eterno aire de burla, de suficiencia y seguridad en sí mismo.

Claro. ¿Cómo imaginarse siquiera que yo, yo fuese a disparar sobre él, a… a matarle?

Claro. Le había amenazado. Se lo había advertido. No le engañé en una sola ocasión. Pero, ¿de qué serviría todo eso, ante la incredulidad de un hombre como él?

—Mi querido Brian, es ridículo —había dicho apaciblemente, con una risita en sus labios curvados irónicamente—. Tú, asesinándome a mí… ¡Vamos, vamos, Brian, eso no tiene sentido! Tú serías la última persona de quien yo podría temer algo semejante…

—Cuidado —le avisé, entonces—. No sigas, Howard. No sigas… Voy a matarte. Lo estoy diciendo en serio. Jamás dije nada más seriamente, puedes creerme.

Lo único que hizo, fue echarse a reír, y servir dos copas de combinado. Dos copas. Su combinado habitual. Su preferido. El que pedía siempre. Vermut blanco, ginebra, dos gotas de licor dulce, hielo… y alguna cosa más, que nunca supe lo que era, porque Howard guardaba siempre celosamente las recetas de sus cócteles.

—Vamos, toma una copa y lárgate —me invitó—. Seré benévolo contigo. Podría tomar ese teléfono ahora mismo, hacer una llamada, y volverías al lugar de donde nunca debiste salir… Ven, bebe.

—Howard, estás perdiendo lastimosamente los últimos momentos de tu vida —avisé fríamente. Mi dedo se curvó en el gatillo—. Dispararé. Ahora mismo, Howard.

Bostezó, malhumorado. Dejó mi copa en la mesita que nos separaba. Se encogió de hombros, probando el combinado de su propia copa.

—Como quieras —suspiró—. Tú te lo pierdes, Brian. Pero empiezas a molestarme ya. Lárgate, ¿oíste? Lárgate. O perderé la paciencia y tomaré ese teléfono, después de todo…

—Dispararé, Howard.

—Vete al diablo, imbécil —dijo.

Y disparé.

Disparé cuatro veces.

¡Qué sorpresa en su faz, cuando lo hice, cuando notó que eran balas lo que golpeaba su cuerpo, lo que penetraba en su interior, silenciosa y mortalmente!

De su mano, cayó la copa de combinado. Se quebró en el suelo, derramándose su contenido. Luego, fue él quien se cayó, más lentamente, como en una escena cinematográfica ralentizada.

—Brian… No… no es posible… —jadeó—. Tú… no…

—Yo sí, Howard —le respondí, helada mi voz—. Te lo dije.

Se dilataron sus ojos. Cayó, dando un tumbo en el suelo de moqueta. Y se quedó muerto. Mirándome con sus azules pupilas vidriadas, incrédulas.

Así ha sido todo.

Sencillo, rápido, fácil. No sé cómo pudo suceder así, pero… ha sucedido. He sido capaz de ello. Lo he logrado. Mató a Howard. Era el primero. Tenía que ser el primero. Ese honor le estaba reservado de siempre. Desde que concebí el plan. Desde que decidí que les mataría. A todos.

—Debiste creerme, Howard —es mi voz la que suena. Estoy contemplando al muerto—. Debiste creerme, cuando dije que venía a matarte…

Sacudí la cabeza. Me incliné. No toqué nada. No debía tocar nada. No llevaba guantes. Guardó el arma. Me los puse ahora.

Los guantes son necesarios para no dejar huellas. No dejo ninguna al tirar del pomo de la puerta y salir del gabinete donde Howard yace sin vida. Ni al apoyar la mano en la barandilla del bungalow, hasta el jardincillo iluminado con luces verdes perdidas entre el césped y los setos.

La noche es fresca, pero agradable. El aire del litoral resulta húmedo y salobre. Allá, en la zona residencial, muchas luces marcan el emplazamiento de otros bungalows habitados. Suena música, risas, voces…

Es la vida. La vida de los demás. Allá dentro, ya no suena nada. Los muertos se quedan siempre silenciosos. Incluso Howard, que siempre fue un divertido, un mundano charlatán. Ya no ríe, ya no habla, no cuenta chistes, no se mofa de nadie. Él es la muerte. El silencio eterno, como dijo Hamlet.

El coche de Howard está ahí aún. Aparcado entre los setos, sin haber sido metido en el garaje. Ahí seguirá hasta que alguien se lo lleve, cuando encuentren su cadáver.

Espero que nadie relacione a Howard conmigo. ¿Por qué habría de hacerlo? Aquí, en Florida, él era un perfecto desconocido. Arrendó con nombre supuesto ese bungalow. También yo era desconocido. No tengo nada que ver con Howard. No oficialmente. Nadie puede relacionarnos.

Mi coche no está aquí. No lo traje conmigo. Está bastante lejos de esta zona. Hay que hacer las cosas bien. De otro modo, no llegaría nunca hasta los demás.

Los demás…

Esto no ha hecho sino empezar. Es un solo nombre tachado de la lista. El primero de una serie de ellos. La primera muerte, en una serie de muertes. Solamente eso…

—Ahora, a por los demás… —me digo a mí mismo, mientras subo por la alameda bordeada de palmeras, camino de las playas y los hoteles y casinos al borde del mar—. A por los demás… hasta cumplir la cifra de seis…

Porque son seis. Seis personas, exactamente.

Una ya no existe. Quedan cinco.

Cinco.

Y la siguiente, es una mujer. Una hermosa mujer. Una aborrecible mujer…

* * *

—Me gusta —confesó Sharon—. Me gusta bastante Steve.

Fumó, pensativa, con los folios en sus manos, releyéndolos. Afirmó, con su rubia cabeza siempre bien cuidada, siempre perfectamente peinada.

—¿De veras? —sonreí, encendiendo un cigarrillo con la brasa del suyo, y succionando el humo con calma—. Falta pulirlo aún un poco, Sharon.

—No. Yo lo dejaría tal como está. Tiene… espontaneidad. Suena a verdadero. Sin artificios, Steve. Me gusta tal como está escrito.

—Bueno, eres un crítico bastante digno de crédito —sonreí—. Tendré que hacerte caso.

—Steve, ¿por qué prescindes de la intriga, ya desde la primera página de la novela? El lector ya sabe que "Brian" es el asesino, aunque no sepa por qué lo hace, ni hasta dónde llegará en sus propósitos. ¿Crees que eso resultará comercial para los editores?

—Estoy seguro que sí, Sharon —admití pensativo. Di unos pasos por la terraza, asomada a la noche, a la brisa del mar, al panorama radiante de las luces reflejadas en el agua, a todo lo largo del litoral—. Es como si yo mismo fuera el asesino. La novela tendrá interés precisamente porque el culpable lo narra en primera persona, y así "mete" al lector en sí mismo, le hace partícipe de sus angustias y de sus propias reflexiones. Cuando llegue la tensión, las dificultades, el miedo, el acoso; el lector se sentirá asustado, acosado… Y si no es así… significará que habré fracasado como autor.

—Estoy segura de que será así, Steve —suspiró Sharon, tendiéndome las folios mecanografiados—. Esa escena tiene vida, parece como si, realmente, tú fueses "Brian" y no Steve Corman, el escritor. Si no fuera porque te conozco y sé que eres un hombre inofensivo y honesto, me inquietarías.

—¿Inquietarte? ¿Por qué motivo?

—Bueno, pensaría que tú… puedes llegar a asesinar, realmente, a una persona. Con esa misma frialdad, con ese mismo método cerebral y sin remordimientos ni escrúpulos.

Me eché a reír, guardando los folios en la gaveta de mi mesa. Cubrí la máquina de escribir con su tapa, y me acerqué a Sharon, que estaba turbadora con aquel vestido de cóctel, tan ceñido a sus caderas, y tan voluptuosamente descotado sobre sus senos.

—¿Crees que yo podría ser un asesino? —reí—. ¿Y matar a un hombre con la misma naturalidad con que lo hace mi personaje en la novela?

—No, claro que no —me besó en la punta de la nariz, risueña—. Ya te dije que te conozco, Steve, y sé que no eres "Brian", por muy bien que te metas en tu personaje. ¿Vamos ya?

—Sí, vamos. La cena debe estar ya preparada. Y la noche es excelente, Sharon. Gocemos de todo ello intensamente.

Ella tomó su capa del colgador, asintiendo. Nos encaminamos a la puerta. Apagué las luces. Cerré tras de nosotros. Sharon y yo nos encaminamos al automóvil, detenido ante la casa.

Poco después, rodábamos hacia Palm Beach, por la carretera de la costa. Permanecimos silenciosos unos minutos. Finalmente, Sharon me habló:

—¿Preocupado, Steve?

—No. ¿Por qué?

—Estás muy callado.

—Oh, eso… Pensaba, simplemente.

—¿En tu novela?

—En cierto modo.

—Olvídala por esta noche —se inclinó, besándome. Esta vez no fue en la nariz, sino en los labios. Me gustó más—. Y piensa sólo en mí, Steve.

—Sí, Sharon —prometí—. Sólo en ti…

Aceleré un poco, y el aire fresco, húmedo, salobre, penetró en el automóvil, tonificante. Puse la radio. Daba suaves bailables. Sharon suspiró, apoyando su rubia cabecita en mi hombro.

Traté de pensar sólo en ella, como había prometido.

No pude. También pensaba en "Brian". Y en "Howard"…

No podía dejar de pensar en ello. Ni podía dejar de preguntarme cuánto tiempo tardarían en encontrar el cadáver del hombre a quien yo había asesinado.

Yo, Steve Corman. No "Brian", sino yo. Yo, el asesino…