Capítulo II

—ES cierto —afirmó fríamente el teniente Ralph Dillman, de la División de Homicidios de Tallahassee—. Es el tercer asesinato de Brian Barnes.

El fiscal del distrito le estudió en silencio.

—Quisiera saber cómo llegó a esa deducción, teniente —confesó el acusador público de Miami.

—Sencillamente, he buscado los eslabones de una cadena. Una cadena que uniese a Howard Young, a Karin Caine, a Duke Brady…

—¿Los encontró?

—Los encontré, sí. Hecha la identificación del asesinado Howard Young, pese a su ausencia de huellas dactilares, me interesé por su pasado. Era inglés, un londinense nacido en Chelsea. Todo venía de Europa, evidentemente. El presunto asesino fumaba también cigarrillos de importación, más propios de un inglés que de un americano. Sobre esa premisa, inicié las pesquisas. Luego, ocurrió lo de Karin Caine, y resultó que la bella pelirroja del hotel Surfside, era americana… pero hija de ingleses. Y residió tiempo en Inglaterra. La cosa cobraba forma por momentos.

—¿Y después, teniente? —se interesó el fiscal.

—Después, supe algo más; el tal Young y Karin Caine se conocían mutuamente. Habían sido socios en un buen negocio fraudulento que les enriqueció. A ellos dos… y a cuatro personas más.

—¿Cuatro?

—Eso es; seis en total. El asunto empezaba a fascinarme. Era un viejo rompecabezas que iba cobrando forma lentamente. Las piezas se unían entre sí. Pedí datos a Inglaterra, a Scotland Yard, a Inmigración, al FBI…

—Con resultado —sonrió el fiscal.

—Sí. Con resultado positivo, es cierto —el teniente Dillman consultó sus notas, en su agenda de tapas de piel marrón café—. Las seis personas eran dos mujeres y cuatro hombres: Karin Caine, cantante de origen inglés; Fay Edelman, pintora y escultora bohemia, de aficiones lesbianas… Por parte de ellos, Howard Young, Duke Brady, Wilburn Farrell, que fue jugador de béisbol en su juventud… y Seimour Lane, actor de televisión y de cine.

—¿Qué une a toda esa gente?

—Un negocio de drogas por valor de medio millón de dólares. Pero dólares de los de hace ocho años, que eran bastante más valiosos que los actuales, como toda moneda fuerte.

—Una fortuna…

—Una fortuna a repartir entre siete.

—¿Siete? Creí que eran solamente seis…

—No. Siete. Uno de ellos, cobraba más que nadie. Justo la mitad. Un cuarto de millón. Otro cuarto, para seis socios. A partes iguales. El séptimo miembro era el auténtico cerebro de la operación. Y el portador de la mercancía.

—¿Qué pasó con él?

—Le asesinaron. Con ayuda de un octavo personaje: Brian Barnes.

—¿El asesino del séptimo personaje?

—Eso hicieron creer ellos. Barnes, por lo menos, pagó las culpas de todo. Hay quien cree que era inocente, y le involucraron, haciendo que le hallara la policía americana junto al cadáver del traficante europeo de heroína y opio. De ese modo, salvaron el cuarto de millón para sí, puesto que la mercancía desapareció sin dejar rastro… y los ciento cincuenta mil dólares prometidos al joven aventurero Barnes, que disponía de embarcación adecuada y medios para ocultar la droga, si cooperaba con ellos, dejando fuera al séptimo miembro del clan, King Quarry, el hombre asesinado por alguien que nunca se supo a ciencia cierta quién pudo ser… pero cuya culpa se llevó, Barnes, una vez aprovechado para el plan. No pudo demostrar su inocencia. Y fue condenado a prisión por supuesto homicidio y tráfico de estupefacientes, en tanto los demás desaparecían de la circulación.

—¿Y el fin de la historia, teniente…?

—Aquel dinero de limpio beneficio en un sucio negocio, dio mucho dinero a todos ellos. Fue la base de su fortuna, en tanto Barnes se pudría en la cárcel.

El fiscal asintió en silencio, grave su expresión.

—Y ahora, Barnes ha vuelto… empezando a ajustar cuentas —dijo.

—Eso creo. Obtuve los datos del FBI, de Scotland Yard, de Narcóticos… Ese grupo formó una sociedad para protegerse mutuamente, una especie de empresa que exporta diversos negocios para turistas ricos, aquí en Florida. Barnes debe saberlo, y ha venido a arreglar las cosas a su modo.

—Bien, teniente, pero… ¿quién es Barnes? —quiso saber el fiscal del distrito—. ¿Usted lo sabe?

—Sí —afirmó apaciblemente el teniente Dillman—. Creo que sí lo sé…

* * *

—Es horrible…

Steve dejó de contemplar la pequeña llave plana, diminuta. Alzó sus ojos y miró a Sharon.

—Perdón —murmuró—. ¿Decías…?

—Oh, Steve, ¿cómo puedes tomarlo así, con esa naturalidad? —se horrorizó ella, tirando los folios, como si quemaran, encima de la mesa—. Son vidas humanas. Son seres a quienes se les ha quitado la vida violentamente.

—Sí, estoy conforme con eso —admitió el escritor.

—¿Lo aceptas así? ¿Con esa espantosa sencillez, Steve?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Es la pura verdad, Sharon.

—Hablas de ello como si no tuviera nada que ver contigo…

—¿Y si fuera así, Sharon?

—Me sentiría muy feliz. Pero tú sabes que no es así. Escribiste la muerte de Howard Young. Y ocurrió casi punto por punto, salvo el detalle de la piscina. Entonces aún pretendías disimular algo los hechos, es evidente. Luego…

—Luego… ¿qué…? —se interesó Steve, inclinándose hacia ella.

—Luego, tu audacia creció de grado. Te limitaste a contar la pura y escueta realidad, con estilo directo que produce escalofríos. Así, la muerte de Karin Caine, lanzada desde una terraza, en el piso decimosegundo del hotel… Y el crimen horrible en esas aguas iluminadas del Club Náutico, con un fusil de pesca submarina… Duke Brady aparece muerto de igual modo. Tú, ni siquiera te inmutas. Refieres, con satánica complacencia, cada detalle de tus crímenes. Te recreas en ello, gozas con ese brutal sadismo… Y todo ocurre conforme tú lo relatas. Absolutamente todo, detalle a detalle… Aún recuerdo, con horror, que ni siquiera pensaste en guardar bajo llave ese original acusador y terrible…

—Ahora es diferente —dijo él con tono astuto y frío. Agitó la llavecita—. Esa gaveta estaba cerrada con llave.

—¿Qué puede importar eso? Yo lo estoy leyendo, Steve.

—Claro —suspiró él. Tiró la llave sobre la mesa, junto a las cuartillas—. Porque yo abrí ese cajón, Sharon.

—¿Qué tiene eso que ver ahora, Steve? —se intrigó ella aparentemente.

—Mucho —la voz ronca de Steve Corman sonaba rara—. Una vez, pude yo equivocarme, olvidarme de cerrar ese cajón… Pero ahora, no. Lo cierro. Lo compruebo minuciosamente. ¿Y qué ganó? Nada; o casi nada. Todo vuelve a suceder.

Sharon le miró, estupefacta, perpleja, sin lograr entender lo que él quería decir.

—Steve, tus palabras son enigmáticas… ¿A qué te refieres?

Se lo dijo:

—Sharon, tú… ¿tú me creerías si yo te dijera que… que soy inocente?

—Steve, ¿te has vuelto loco? —musitó.

—No. No me he vuelto loco. Estoy diciendo algo que puede ser verdad.

—No, no lo es… No puede serlo, Steve.

—Sí lo es, Sharon. Yo… soy inocente. Sé que te parecerá imposible, pero no fui yo quien mató a Karin Caine. Ni quien mató a Duke Brady…

Sharon le miró, asombrada, incrédula. No le creía, era evidente.

Y, sin embargo, Steve Corman estaba diciendo la verdad.

Toda la verdad, por increíble que resultara.