Capítulo X
SIMON era consciente de que nunca debía regresar a la casa del cantero, pues era una locura que sólo conduciría al desastre. Pero también quería saber lo que Fabricia le había contado a Anselm sobre aquella visita, así que buscó un pretexto para abordarlo cierto día en la iglesia de Saint-Antoine. Al disponerse a marcharse le dijo al cantero, como si aquello acabara de venirle a la cabeza:
—¿Os ha vuelto a mencionar vuestra hija su deseo de tomar los hábitos?
Simon se limitó a fingir un vago interés.
—No, padre, no lo ha hecho, aunque ha mostrado una enorme preocupación. No puedo decir que sea la misma de siempre. Apenas habla.
Algo en el interior de Simon se sentía terriblemente gratificado al escuchar aquella noticia:
—Creo que he conseguido algo. —Se oyó a sí mismo decir—. Pero debo hablar con ella de nuevo.
—Por supuesto, padre. ¿Cuándo?
—El domingo —respondió, y dejó que el cantero siguiese con su trabajo.
Se marchó perplejo y horrorizado a un tiempo por lo que acababa de hacer. «No hago esto por un beneficio personal», dijo para sí, «no busco aprovecharme de ella. Me estoy poniendo a prueba, eso es todo, tal y como Dios ha querido para mí, y esta vez demostraré que soy digno. Triunfaré sobre mi propia carne y conseguiré que esta chica entienda mejor lo que le sucede, tal y como su padre desea que haga».
Eso era todo.
Simon aceptó con aquiescencia el reverente aunque apenas mascullado saludo de Anselm y la hosca bienvenida de su esposa. Enseguida, lo dejaron con la joven junto al fuego para que pudiera seguir instruyéndola.
—Y bien, Fabricia, ¿habéis pensado en la conversación que mantuvimos?
—Así es, padre. No he pensado en nada más.
—¿Y habéis rezado?
—Con toda mi alma.
—Yo también, para poder instruiros correctamente en este asunto. ¿Habéis experimentado de nuevo esas visiones?
—No, padre.
—Eso está bien. Las visiones que describís pueden ser muchas cosas: una sombra que se mueve en el muro, quizás, o un golpe de luz solar reflejado por un momento en un vitral. Una imaginación nutrida por un gran amor a Dios, como el que estoy seguro poseéis, puede tender a tales fantasías. Pero una vida de servicios a la Santa Iglesia requiere dedicación y disciplina, no desconcierto y éxtasis. Vivir bajo la orden no es algo tan sencillo como creéis. Y también tenéis un deber hacia vuestro padre, como hija suya que sois.
—¿Pero no nos enseña la Iglesia que debemos honrar a Dios aun por encima de nuestros padres?
—Hay muchas maneras de honrar a Dios. No es preciso entrar en un convento para ello. Y si tomáis los votos, tendréis que ceñiros a ellos y llevar una vida de disciplina que ahora os resultaría inimaginable. Es fácil prometer, pero harto difícil comprometerse.
—¿Os referís al voto de castidad?
Aquello lo sonrojó y se limitó a mirar el fuego, incómodo por la franqueza de la joven.
—Sois joven. No creo que entendáis por completo lo que significa la castidad.
—También vos sois joven.
Simon se incorporó y comenzó a recorrer la estancia a grandes zancadas.
—Todos luchamos contra nuestra parte humana.
—Vos habéis vencido a vuestros demonios, padre. ¿No podría yo vencer a los míos?
—Es más difícil para una mujer. Es más disipada y licenciosa que el hombre.
—Si escucharais lo que yo oigo a mis espaldas en el mercado no hablaríais así.
Simon se embarcó en un largo discurso, inspirándose en las obras de Jeremías y Pablo, y citando también pasajes de las vidas de las vírgenes mártires. Le explicó a Fabricia que el amor a la divinidad era mucho más grande que el amor que los mortales se profesaban entre sí.
Pronto se cansó Fabricia de aquello pero no dio muestras de su aburrimiento.
—Parecéis agitado, padre —dijo Fabricia, interrumpiéndole cuando procedía a darle un discurso acerca de la naturaleza del amor según san Agustín.
El sacerdote la miró boquiabierto, que la hija de un cantero —o cualquier mujer, fuera ésta quien fuese— hiciera observación alguna a la conducta de un monje resultaba no sólo desconcertante, sino también injurioso.
—No sois una alumna fácil.
—Y vos sois sin duda demasiado joven para haber llegado al lugar que ostentáis en la Iglesia. Mi padre dice que la gente ve en vos a un futuro obispo.
—Serviré a Dios de la forma en que sea capaz de hacerlo.
—¿De modo que habéis considerado dicha posibilidad?
Aquel comentario le desarmó por completo. Era un monje cisterciense, un hombre de Dios, y aquella mujer debía mostrarle absoluta deferencia. Y ahora, para colmo, hacía ver poco menos que era capaz de leer sus pensamientos.
—Creo que seríais un buen obispo —le dijo, pero antes de que Simon pudiera responderle apropiadamente, Fabricia lanzó otra de sus impertinentes preguntas—: ¿cómo un hombre como vos decidió vivir en un monasterio? ¿Os encontraron en la puerta de la iglesia?
«¿Un hombre como yo?».
—¿Es eso lo que creéis?
Era cierto que algunos de sus hermanos habían sido abandonados en las escaleras del monasterio cuando apenas acababan de nacer. ¿Por qué pensaba aquella joven que él era uno de ellos?
—¿Es así, padre?
Su orgullo le pudo. La miró de arriba abajo, por encima del hombro.
—Mi padre es un burgués de no poca reputación. Yo soy el pequeño de varios hermanos, y mi padre vio que era una buena oportunidad para mí dejarme en el seno de la Iglesia.
—¿Nunca os habéis lamentado de su decisión?
Aquel fue el momento, pensaría Simon después, en que cometió su peor error. Debía haberla reprendido por formular tan escandalosas preguntas y recordarle cuál era su condición. Pero no lo hizo. Se permitió aquel momento de intimidad con una mujer y lo que siguió a aquello fue la consecuencia inevitable de la decisión que había tomado de compartir su corazón.
«¿Por qué lo hice?». Su comunión diaria con Dios debía ser un bálsamo suficiente para los males del corazón. Su auténtica traición a lo divino había radicado en que al sucumbir a las preguntas de la mujer, daba a entender que el único solaz de lo divino no era suficiente para la vida humana.
—Sí —respondió—, hay veces en que me he preguntado qué clase de hombre hubiera sido en otras circunstancias.
—¿Y qué clase de hombre seríais?
Una sonrisa bailó en sus labios, un hábito infantil que ahora, sin esperarlo, regresaba a su memoria.
—Sin duda, hubiera sido un pecador.
—Todos lo somos de una manera u otra, ¿no es así?
—Algunos todavía esperamos la redención.
Los ojos de ambos se enredaron en una mirada intensa y Simon sintió entonces una soledad como nunca antes había sentido. En aquel momento, mirando a Fabricia, deseó ser el guardián de su corazón tanto como el de su cuerpo. Supo enseguida que debía dar marcha atrás o estaría perdido.
—No, Fabricia, no lamento las elecciones que mi padre hizo por mí. Cuando miro el mundo, sus falsedades y futilidades, y al Diablo que veo cada día a nuestro alrededor, sé que seguir la bondad de Dios es el camino correcto.
—¿Nunca habéis amado a una mujer antes de meteros a monje, pues?
Fabricia se tornaba más y más imprudente a cada minuto que pasaba. Y con todo, Simon sentía la desesperada necesidad de desahogarse, aun cuando sabía adónde le iba a conducir el dolor de su traicionero corazón. Se sentó de nuevo:
—Fabricia, debéis entender algo. Mi padre tenía cinco hijos y yo era el más pequeño de todos. Él era… es… un comerciante de lanas de Carcasona, un hombre rico, en una palabra, pero no lo bastante como para asegurar la manutención de tal número de hijos, de modo que no pudo por menos de hacer uso de su influencia para conseguirme un puesto en la abadía.
—Parecéis triste —dijo Fabricia.
—No estoy triste.
—Echáis de menos a vuestros hermanos.
Aquello era verdad y además no podía haberla expresado con mayor franqueza. Recordó sus primeros meses como novicio, cuánto había llorado por tener que dormir cada noche en aquel duro camastro de lana.
—Mi padre me dio la oportunidad de prosperar en la vida. Al principio fue difícil pero le agradezco ahora lo que hizo por mí, pues me condujo a los brazos de Dios y a una vida de santidad.
—Y con todo, echáis de menos una vida no tan santa. ¿No es cierto?
Para el caso igual podría haberle tirado a la cabeza una tetera, incluso aquello le hubiera sorprendido menos. Se sintió repentinamente desnudo en presencia de aquella joven. Le había desarmado por completo.
Hasta a ella le sorprendía hablar del modo en que lo hacía. Pensó que el monje iba a reprenderla por ello pero en cambio, sus hombros parecieron combarse bajo el peso de alguna terrible carga.
Las manos le temblaban. ¡Eran tan hermosas! Suaves, lisas y pálidas, no como las de su padre, que sólo tenían callos y cicatrices y pequeños cortes que evidenciaban su diario quehacer; pero las de aquel sacerdote eran manos que sólo habían tornado las páginas de los libros, manos delicadas que únicamente se unían para rezar.
Cuando por fin habló, su voz apenas resultaba audible y Fabricia tuvo que hacer un gran esfuerzo para entenderle.
—Prometí ser fiel a Dios pero no dejo de ser un hombre. Las consecuencias de mi voto no son pequeñas, y cada día tengo que luchar por lo que significa.
Aquella honestidad dejó sin palabras a Fabricia. Ahora se lamentaba de haber sido tan brusca.
—A vos estos votos pueden pareceros insignificantes —prosiguió Simon—, pero cada año que pasa, mayor es el peso que vuelcan sobre vuestros hombros. Pensad en esto antes de decidiros a tomar los hábitos.
—Pero vos sois un hombre de Dios. ¿Pensáis que estoy equivocada al dedicar mi vida a Su servicio, simplemente porque encontraría dificultades en ello?
El padre no era más que un joven que intentaba ser bueno, pensó Fabricia, y a juzgar por lo que decía su madre, no había muchos así en Toulouse. Lo encontraba a un tiempo atractivo y triste, y por un momento sintió una inesperada punzada en el corazón.
Oscurecía sobre la plaza, la luz grisácea que penetraba por entre los visillos de lino ya apenas iluminaba la estancia. El fuego saltaba y crepitaba ante sus ojos. De pronto y sin mayores preámbulos, Simon dijo:
—Sois tan hermosa, Fabricia…
Quizá no quiso decir en voz alta lo que pensaba. Parecía terriblemente confundido, tanto como ella.
Se puso en pie:
—Debo irme —dijo.
Una vez Simon se hubo marchado, el padre y la madre de Fabricia bajaron por la escalera con una humeante vela de sebo en la mano. Parecían perplejos pero no dijeron nada. Daba la impresión de que la madre de Fabricia sabía lo que había sucedido.
Todos los clérigos eran iguales. Era algo que ella decía sin parar.
Simon corrió por las callejuelas perdiéndose entre tabernas, burdeles y hojalateros. La tarde comenzaba a extender su manto andrajoso sobre la ciudad: era la hora del Diablo. Un carro tirado por un buey pasó junto a él y Simon tuvo que apretarse contra una puerta. Las putas interpretaron aquello como una invitación a que confundiesen sus hábitos con los del obispo, y una de ellas le acercó los pechos a la cara, ofreciéndole un poco de placer allí mismo, contra la pared, por tres dinares.
La apartó de un empellón, lanzando un grito airado. Tenía un aliento horrible y los dientes podridos como un demonio. «Me he convertido en un hazmerreír; un monje atontado por una mujer», pensó con angustia. «He consagrado mi vida a la contemplación divina y ahora parezco un garañón, con la mente fija en una sola cosa».
¿Qué era lo que san Agustín decía de las mujeres? «La puerta por la que el Diablo penetra en el mundo». La mujer es una tentación que Lucifer envía al mundo para arrancar al hombre de su estado de perfección. Fabricia era, pues, el demonio perfecto: cabellos de fuego, esbelta y turgente como un fruto maduro.
Dejó atrás a un hombre que yacía en la calle y al que habían dejado ciego como castigo por algún crimen. Era horrible mirar sus cuencas vacías, sentado allí, en la podredumbre que manaba de las alcantarillas, con la mano extendida para atraer la caridad ajena. Unos muchachos le estaban atormentando sólo por divertirse; le pinchaban y le abofeteaban, despertando la rabia del hombre, que en vano trataba de cogerles, lo cual, por supuesto, no servía sino para hacer más divertido el juego.
Simon se vio a sí mismo como aquel hombre: ciego, humillado, un pobre diablo atormentado por el Maligno para divertirse. «Debo parar esto».
Agarró a uno de aquellos muchachos por la oreja y le reprendió en nombre de la Iglesia. Encontró unas monedas en su bolsa y se las dio al mendigo. Sin duda se trataba de un ladrón, o al menos debió de serlo en el pasado, pero ya había pagado un terrible precio por sus iniquidades y Simon no tenía estómago para verle sufrir más. Fuera como fuese, tampoco iba a sobrevivir mucho más en las calles.
Regresó muy tarde al monasterio, justo cuando las campanas doblaban para vísperas. Su demora recibió las miradas reprobadoras de sus hermanos.
El Diablo permaneció junto a él tanto en la capilla como en su camastro. Le instiló sueños húmedos en los que sólo tenía ojos para Fabricia, y le hizo desnudarla en su fantasía. Simon sintió el aliento de la mujer sobre su rostro, dulce como un vino de fresas; su cabello olía a verano y le rodeó la cintura con un brazo, una cintura que se antojaba suave y blanda al tacto. Finalmente, en un retazo de sus sueños, la vio yacer desnuda en un campo de trigo y trató de poseerla. Pero alguien se lo impidió. La voz de un individuo le llamó por su nombre.
El hermano Griffus le estaba sacudiendo por los hombros para que despertase y acudiera a maitines y laudes. Se llevó Simon una mano culpable a la entrepierna. Se puso los hábitos en la oscuridad, desesperado, transido de dolor y de vergüenza.
Las velas titilaban agitadas por la corriente que emanaba del coro, iluminando la Biblia del sacristán y arrojando sobre las losas las largas sombras de sus encapuchados hermanos y de los santos labrados en la piedra que se alzaban por encima de sus cabezas. Los monjes, colocados en hileras, murmuraban en la penumbra.
Sus labios se movían al compás de las palabras de los salmos y los responsos, pero aun así no dejaba de sentir el tibio aliento de Fabricia en aquella capilla fría y oscura; saboreaba la sal del sudor que recorría el hueco de su nuca. No era más que un sueño, pero sus recuerdos le resultaban tan vívidos que parecían reales… tan reales que le dio la impresión de que en aquel preciso instante Fabricia estaba allí, junto a él, sentada en su camastro, mirándole al rostro de la misma manera en que él la miraba a ella. Imposible imaginar que hubieran podido crear entre ambos un momento tan íntimo y ella no lo hubiera percibido tan bien como él.
Tras el servicio se apresuró a regresar a su celda, con la esperanza de poder retomar su húmedo sueño, en brazos de Fabricia Bérenger. Pero un sueño no es un lugar, y no pudo volver a él. Pasó, en cambio, la noche en vela, rogando a Dios que le alejase aquella tentación de sí, y luego recordó que las almas se forjaban en el fuego. ¿Por qué iba a verse él librado de algo que, a fin de cuentas, todos los hombres debían arrostrar para poder salvarse?
¿Qué podía hacer? Si reculaba, significaría que el Diablo había ganado. Si no lo hacía, su alma estaría en un peligro mortal. ¿Podía aún mostrarse digno de Dios? Se apartó y se volvió hasta que la primera luz del alba acarició las losas de su celda. Jamás en su vida había recibido el nuevo día con tanto alivio.