Capítulo XXXIX

DOS días después de las festividades de la Magdalena, la abadesa tomaba un caldo incorporada en su cama. No tenía un aspecto tan intimidatorio, en opinión de Fabricia, sin su tocado y su hábito. Parecía incluso todavía más pequeña, aunque no menos severa. Fabricia esperaba reconciliarse con ella.

La encargada de la puerta había ido a buscar al cura en Montclair, y éste le había dado la extremaunción. A la mañana siguiente, se había repuesto por completo. «Miradla ahora», había dicho sòrre Bernadette. «Nos va a enterrar a todas».

—Me alegra ver que estáis bien —dijo Fabricia.

—No fue más que un desmayo —dijo la abadesa—. No es que fuera nada grave, la verdad.

Fabricia vio que la hermana enfermera cambiaba una mirada con sòrre Bernadette.

—¿Queríais verme, reverenda madre?

—Por supuesto. Tengo malas noticias.

—¿Están bien mis padres? —dijo Fabricia, alarmada.

—Esto es de mayor importancia que la salud de vuestros padres. Habréis oído ya que el papa ha promulgado una Cruzada contra los herejes que el conde de Toulouse ha albergado en el Albigeois a lo largo de los años, ¿verdad?

—Pero confío en que eso no nos afecte…

—El santo ejército del papa ha tomado Béziers. Todos sus habitantes han sido masacrados, alabado sea el Señor, y la ciudad quemada hasta sus cimientos, incluida la catedral. —Bernadette se llevó una mano a la boca—. Ya han probado la venganza divina por sus iniquidades, hasta el último hombre, mujer y niño.

—¿Qué hay de los sacerdotes? —preguntó Bernadette.

—Se les dio la oportunidad de huir, pero prefirieron quedarse. Son tan culpables de amparar y proteger a los herejes como el propio conde. Ahora tendrán que responder ante Dios.

Fabricia se persignó:

—Pensaba que sólo librarían su batalla contra los herejes y los soldados del conde.

—Quienquiera que da refugio a los herejes escupe en el rostro de Dios.

«Mi madre es una hereje», pensó Fabricia, «y mi padre la ama. Al igual que yo. ¿Eso nos convierte también a nosotros en herejes? ¿Significa eso que debemos arder en la hoguera, al margen de las misas a que hayamos acudido, de las confesiones que hayamos hecho?».

—Son noticias terribles —dijo Bernadette.

—Es la ira de Dios, su retribución a los pecadores. Debemos celebrar que la santa ley haya regresado al Albigeois.

—¿Pero qué tiene esto que ver conmigo, reverenda madre?

—La infamia que habéis hecho recaer sobre nosotras con vuestras presuntas curaciones y otras tonterías similares nunca han sido bien recibidas en esta casa. Pero en tiempos como éste resulta algo calamitoso. Debéis marchaos hoy mismo.

Fabricia se volvió hacia Bernadette en busca de apoyo, pero la hermana parecía tan perpleja como ella:

—Ella os impuso las manos —protestó Bernadette.

—¡No debíais haberle permitido tal cosa! ¿Pensáis acaso que ella me ha levantado de entre los muertos? —Estiró un dedo acusador—. Incluso pensarlo es una blasfemia. Sólo Nuestro Señor tiene el poder de curar. ¿Le daréis el mismo crédito cada vez que una de nosotras se despierte de un desmayo? —La sangre subió a sus mejillas. El esfuerzo de gritar la había dejado exhausta—. Debe marcharse inmediatamente.

—¿Pero dónde iré? —dijo Fabricia.

—Eso no es de mi incumbencia. Os he juzgado inapropiada para esta vida. Marchaos, ahora. Y que vayáis en paz.

 

 

Fabricia aguardó a que la encargada le abriese la puerta. Ya no llevaba su hábito, sino la túnica marrón que delataba a una joven aldeana. Acarreaba sus pocas posesiones en un hatillo. Sòrre Bernadette corrió por el claustro junto a otras novicias y al llegar hasta ella se postró sobre sus rodillas.

—No puedo creer que te haya hecho esto. ¿Qué vas a hacer?

Fabricia estaba asombrada y avergonzada al ver a la supriora llorando a sus pies, y se arrodilló junto a ella.

—Estaré bien. Volveré a Saint-Ybars con mi familia.

—Rezaré para que Dios os cuide y proteja.

Le puso un trozo de pan y queso en las manos. Sòrre Marie, la encargada de la puerta, lloraba también. Las demás monjas observaban la escena desde el otro lado del claustro, con los rostros pétreos, impenetrables.

Fabricia se incorporó y salió por la puerta. «¿Qué voy a hacer?», pensó. «Parece que ningún sitio al que voy está a salvo».