Capítulo XXII

LOS bons òmes se abrieron camino colina arriba atravesando las callejuelas de Saint-Ybars. La gente salía de las casas para arrodillarse a su paso. Desde hacía días, todo el mundo sabía que pasarían por allí. La madre del bayle y el viejo Gaston estaban en trance de morir, y habían pedido ser bautizados en el consolamentum para ir al otro mundo mejor preparados. Los dos sacerdotes pasarían la noche en casa de Pons, el cestero, un honor que él había disputado abiertamente a otros tres aldeanos.

Ningún sacerdote hereje pasaba desapercibido allá donde fuese, y menos Guilhèm Vital. Era alto y desgarbado, y por la manera en que caminaba daba la impresión de que se trataba de un hombre que marchaba sin miedo a su propia muerte. Estaba pulcramente afeitado, y sus largos cabellos negros se derramaban en un tupido manto sobre sus hombros. Fabricia imaginaba que tal sería el aspecto que Jesús hubiera tenido de haber corrido por sus venas sangre española. Su compañero —su socius— era algo más menudo, apenas le llegaba al hombro, y se apresuraba a seguir sus pasos con largas y desmañadas zancadas.

Aparte de las casullas, ambos hombres vestían largos trajes talares, tan negros como el lamento por los muertos, aunque en realidad lo que pretendían con ello era mostrar su dolor por tener que vivir en el mundo del Diablo. Alrededor del cuello portaban una soga de la que colgaba el Evangelio de Juan, el único texto que consideraban sagrado. Acarreaban unos largos báculos con los que se ayudaban a ascender la colina.

Eran tan sacerdotes como podía serlo el padre Marty, pero ella suponía que allí terminaban las semejanzas. Los bons òmes jamás amenazaban a nadie que no creyese en sus enseñanzas, y tampoco cobraban por bautizar a los niños o enterrar a los muertos. Ni siquiera vivían de cobrar aranceles o recoger limosnas, sino tan sólo de la buena voluntad de los crezens —e incluso los católicos— que los tenían por hombres honrados.

Los herejes creían en Jesús y en el Evangelio de Juan, pero no en la cruz: las misas, decían, eran un sacrilegio; la Iglesia romana era obra de Satán y cimiento de toda condenación. En sus sermones solían apuntar que no había nada en los evangelios que permitiese a los obispos vivir con mayor suntuosidad que los príncipes, o tener pieles y joyas. Ellos mismos eran predicadores errantes, que nada tenían y nada cobraban, e incluso se negaban a llevar armas para evitar infligir un daño accidental a sus semejantes.

Su credo era el siguiente: todo lo que no era espíritu estaba abocado a la destrucción y no merecía ningún respeto. Pero, aun cuando eran muy severos consigo mismos, eran muy generosos con los demás; daban por sentado que nadie era capaz de vivir una vida tan disciplinada y rigurosa como las suyas, así que lo único que debían hacer para salvar el alma consistía en creer en sus enseñanzas —ser un crezen—, mostrarles respeto y bautizarse en la fe antes de morir.

Ése era el motivo por el que muchos aldeanos salían de sus casas para postrarse a su paso y pedirles su bendición. Eran los primeros herejes que habían acudido allí desde que vivían en Saint-Ybars, y Fabricia no se había dado cuenta de la cantidad de crezens que había sólo en aquel pueblo.

Los observó con curiosidad, y sólo al final se dio cuenta de que se dirigían a su ostal. Elionor, que se encontraba a su lado, no parecía ni mínimamente sorprendida ante tal honor. Fabricia reparó en que su madre les estaba esperando, y cuando comprendió el motivo, sus mejillas ardieron ante tal humillación.

Guilhèm Vital se detuvo en su puerta. Elionor se postró de rodillas:

—Bendecidme, padre, y rogad por que mi vida discurra por el buen camino.

Guilhèm la bendijo, y luego miró a Fabricia, ofreciéndole la oportunidad de recibir su virtud. Fabricia se retiró la capucha e inclinó la cabeza, pero no pidió su bendición. Como Anselm, aún se consideraba una buena católica, independientemente de lo que la gente pensase de ella.

Elionor condujo a los dos sacerdotes al interior de la casa, y los invitó a sentarse junto al fuego. Les llevó agua y un poco de pan. Apenas comían otra cosa, según le habían dicho a Fabricia, aunque nunca carne ni vino, y no sólo ayunaban en la Cuaresma sino a lo largo de todo el año. Bastaba con verlos para darse cuenta de ello.

A Fabricia le resultaba extraño ver que alguien partía el pan sin hacer antes la señal de la cruz. Hecho aquello, se arrodillaron para rezar a Nuestro Señor, y cuando Elionor se unió a ellos, Fabricia decidió postrarse también de rodillas. «No tiene nada de malo», pensó, «aunque a papá no le gustaría nada verme hacer esto».

—¿Así que tú eres la famosa Fabricia? —dijo finalmente Guilhèm. Alargó un brazo para atraerla hacia sí. Los huesos de su muñeca estaban cubiertos por una mata de pelo oscuro. Había oído hablar mucho de él desde que llegaron a las montañas: de sus sermones, de su prodigiosa energía, de sus dotes de sanador. Físicamente, no era más que un pálido esqueleto al que se le habían concedido unos penetrantes ojos oscuros, aunque su conducta era lo opuesto de su apariencia, pues tenía unos modales muy amables—. Muéstrame tus heridas.

Fabricia miró a su madre.

—¿Le has hablado a la gente de esto?

—¿Crees que hubiera sido necesario hacerlo? Todo el mundo habla de ello.

—¿Y por eso han venido estos hombres aquí?

—¿Qué podía hacer? No quieres hablar conmigo. Y paire Guilhèm es el mejor médico que hay en las montañas. Todos lo saben.

—Déjame ver tus manos —dijo Guilhèm—. Vamos, no voy a hacerte daño.

Fabricia se quitó los guantes. Con el mayor cuidado, Guilhèm le retiró los trozos de tela que Fabricia solía usar para vendar sus heridas. Al retirar las vendas, oyó que el socius de Guilhèm tomaba aire; enseguida apartó la mirada.

Guilhèm frunció el ceño:

—Debe de dolerte mucho.

—Algunas veces sí.

—Pero esas heridas casi han atravesado las palmas de las manos. ¿Cuánto tiempo llevas así?

Al ver que Fabricia no respondía, Guilhèm se volvió hacia Elionor.

—Cuando empezaba a hacer mejor tiempo me pareció sospechoso que siguiera sin quitarse los guantes. Ésa fue la primera vez que reparé en ello. No sé cuándo pudo comenzar.

El hombre se llevó la mano de Fabricia a la nariz y aspiró con fuerza. Parecía sumamente perplejo.

—Pero no hay putrefacción, ni humores, ni excreciones. —Levantó la vista hacia Fabricia—. ¿Cómo has podido mantener tan limpia la herida?

Fabricia intentó apartar la mano, pero el hombre la sostenía entre las suyas como si se tratase de un cepo. Para ser tan delgado, era muy fuerte.

—No hago nada. Lo único que hago de vez en cuando es aplicarle un trapo para que deje de sangrar.

Guilhèm sacudió la cabeza:

—Tu madre dice que tienes unas heridas similares en los pies. Enséñamelos.

Fabricia se sentó en el banco y se quitó las botas. Uno de los trapos estaba lleno de sangre.

—Es imposible —dijo el socius de Guilhèm.

Éste parecía menos inquieto. Colocó uno de los pies de Fabricia en su regazo y lo miró atentamente.

—¿Qué tal caminas?

—A veces con muchas dificultades.

—¿Dificultades? Deberías de estar tullida. ¿Cómo te has hecho estas heridas? ¿Alguien te las ha hecho? ¿Quizá tu padre?

—¡Papá nunca me haría daño!

—¿Entonces quién te lo ha hecho?

—No ha sido nadie.

—¿Te lo hiciste tú?

—No os entiendo.

Guilhèm miró a Elionor.

—Las heridas se las ha hecho ella misma.

Fabricia retorció la pierna y consiguió apartar el pie. Sentía que la mirada de su madre se clavaba en ella como si fuera fuego.

—Eso mismo creía yo —respondió Elionor.

—Puedes creer lo que quieras.

—No hay otra explicación —repuso Guilhèm.

—¿Pero cómo es que no tiene gangrena, ni fiebre?

—¿Eres curandera? —le preguntó a Elionor, señalando hacia las hierbas que se secaban a puñados sobre la chimenea y en las ventanas.

—Hago bálsamos y reconstituyentes cuando alguien me lo solicita. Aprendí este don de mi madre como ella lo aprendió de la suya.

—¿Le has enseñado a Fabricia algo de tus conocimientos?

Elionor negó con la cabeza.

—Entonces ella habrá visto cómo lo hacías. Emplea uno de los bálsamos para limpiar las heridas. Pero he de confesar que tiene un gran talento, pues son heridas ciertamente profundas. Su voluntad es extraordinaria: cada día debe de sufrir muchísimo.

—Mi marido dice que son las heridas que Jesús padeció en la cruz —dijo Elionor.

El rostro de Guilhèm pareció ensombrecerse al escuchar aquello:

—La cruz. Esa terrible tortura que la puta de Babilonia pretende glorificar. Tu hija se ha tomado sus mentiras muy a pecho.

Fabricia se puso pálida. Jamás había conseguido acostumbrarse a que aquellos hombres tan gentiles se refiriesen al papa como a una puta.

Se volvió hacia ella:

—La cruz no es algo que deberías adorar.

—¿Creéis de veras que me gusta esto, que me lo hago yo misma? ¿Pensáis que quiero que la gente me mire como si fuera un demonio? ¡Nuestra Señora quiso esto para mí, no yo!

—¿Qué señora? —le preguntó Guilhèm. Su voz era tan dulce, y su mirada tan amable, que hubiera resultado demasiado fácil confesarle todo, decirle que no era más que la fantasía de una jovencita. Pero casi tenía diecinueve años y ya no era ninguna niña.

Fuera como fuese, ¿acaso aquel hombre la entendería? Pues, con toda su bondad y piedad, los bons òmes estaban tan convencidos de la veracidad de sus opiniones como los propios sacerdotes lo estaban de las suyas.

Se calzó nuevamente las botas y salió a la carrera de la casa hasta perderse en el campo, con el único propósito de estar sola.