Capítulo LXVII

EL graznido de un cuervo asustó a Fabricia.

Descansaban junto a unos matorrales que les brindaban algo de sombra contra el calor del mediodía. Fabricia se había quedado dormida casi de inmediato, pero sólo a ratos. Cuando despertó, vio que Philip se encontraba tendido a su lado, con los ojos cerrados.

Se levantó. Algo la arrastraba hacia el bosque, a través de un espesor de ramas y árboles. El zumbido de los insectos era incesante; conformaban un ritmo palpitante que la enervaba. Tropezó con una rama que sobresalía en el suelo.

Frente a ella, en un hueco quemado en la base de un árbol, vio una pequeña efigie negra que representaba a una mujer. La grasa reciente de las velas votivas salpicaba aquel altar casero, y hasta las flores del santuario parecían frescas, recién cortadas. Alargó una mano para tocarla y sintió un cosquilleo harto familiar en la piel, una marea de sensaciones tan fría y pegajosa que le hizo doblarse a causa de las náuseas. Cayó sobre sus rodillas, mientras la visión oscilaba ante ella: su cuerpo estaba helado, envuelto en un sudor frío.

 

 

Philip apenas podía creer que hubiera permitido que el sueño le sorprendiese en aquel claro. Nunca antes le había ocurrido. Cuando despertó, Fabricia no estaba allí, aunque la huella que su cuerpo había dejado en la hierba seguía tibia. Sintió pánico por un momento, pero luego escuchó el sonido de su voz, muy cerca de donde se encontraba. ¿Con quién hablaba? Se puso en pie de un salto, con la mano en la empuñadura de la espada.

La encontró arrodillada en la espesura. Fabricia levantó la vista hacia él con una expresión soñolienta en su rostro.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Philip—. ¿Con quién estabas hablando?

Alguien había horadado una pequeña abertura en la base del árbol. A su alrededor se veía la cera de unas velas y los restos de unas flores, y en su interior se veía una estatua negra, achaparrada y bastante fea. Saltaba a la vista que era una imagen femenina, con ubres planas y un vientre increíblemente abombado.

—Te vi morir —dijo Fabricia.

—¿Qué?

—Cabalgábamos juntos en las montañas. Era invierno. Una flecha te golpeó en el pecho. No es la primera vez que sueño con ello.

Le miraba directamente a la cara, pero la expresión de sus ojos estaba más allá de él, muy lejos de donde ambos se encontraban. Su piel parecía tan gris como la de un cadáver. Philip la puso en pie y la alejó de aquel demonio que asomaba del árbol, presa del miedo.