Capítulo IV
—VAYA jaleo que se ha montado hoy en la calle —dijo Elionor—, a causa de lo sucedido con el viejo Reynard y su mujer. Un grupo de matones a sueldo del obispo irrumpieron en su casa y echaron abajo cuanto el pobre anciano tenía, hasta las teteras. Y todo porque había permitido a dos bons òmes que se quedaran en su casa el pasado día de san Juan.
—Bueno, no deberían haber dado refugio a esos curas heréticos —exclamó Anselm, pero enseguida añadió—: ¿no le habrán hecho daño, verdad?
—Gracias a Dios, no. ¡Menuda chusma! —Elionor llevó el plato de judías y carne de oveja a la mesa—. Toma, come.
—Pues en la plaza a punto estuvo de montarse una buena, justo enfrente de la catedral. La gente empezó a burlarse de un fraile.
—Esos clérigos se merecen lo que les pase. Parece que no saben hablar de otra cosa que del Infierno y de la época de los santos, y de que tarde o temprano pagaremos por nuestros pecados.
—Le tiraron barro y todo al pobre hombre por pregonar la palabra de Dios… Te juro que si Jesús en persona viniese a Toulouse, estos bárbaros le sacarían a puntapiés de la ciudad.
—¡El buen pastor no vendría aquí si supiera cómo se comportan sus curas! Un hatajo de fornicadores y ladrones, eso es lo que son.
Fabricia vio que a las mejillas de su padre subía el color. ¿Por qué su madre le provocaba de esa manera? Últimamente sólo discutían sobre religión…
—Alguno hay que inspira cualquier cosa excepto vergüenza.
—¡Dime sólo dos! —saltó Elionor, con la boca llena de comida.
—El pobre monje que fue tan maltratado por la multitud en el mercado, por ejemplo. La gente sabe que vive una vida de castidad y que todo cuanto tiene son las prendas que viste.
—No es más que uno.
—Bueno, pues entonces el monje que vendrá a verme mañana, el padre Simon. Su reputación es intachable. Es un buen hombre y un fervoroso servidor de la Iglesia.
Elionor sonrió y su tono de voz se tornó más amable.
—Bueno, son dos, de eso no hay duda, esposo mío. Pero tan sólo dos curas honrados en una de las ciudades más grandes de toda la cristiandad no es que sea gran cosa. ¿Y qué tienes tú que ver con ese cura?
—Es el secretario del prior. Me ha encargado que haga algunas reparaciones en el claustro de Saint-Sernin. Se me ha prometido un pago ciertamente generoso por mis servicios.
—No es para menos.
—La Iglesia tiene muchos benefactores.
—¡Y tanto! ¡La cristiandad entera, y un porcentaje aparte!
Anselm pasó por alto la pulla.
—Es suficiente trabajo para otros dos veranos, como poco. Para entonces quizá Pèire esté preparado y pueda reemplazarme.
Ambos miraron a Fabricia, que sintió arder sus mejillas. Bajó la vista a su cuenco y trató de concentrarse en su comida.
—¿Le has comunicado ya tu decisión? —le preguntó Elionor.
—«Nuestra» decisión.
—Lo único que yo he dicho es que no me opondría. Los bons òmes dicen que toda procreación es pecado y que por tanto el matrimonio sólo conduce a la perdición. Si nuestra hija debe casarse, entonces yo no me pondré en su camino.
—¿No darías la bienvenida a un yerno fuerte y tenaz, de manos hábiles, que podría darnos nietos y procurarnos solaz y cuidado cuando seamos viejos, a un hombre que podría encargarse muy bien de nuestra hija cuando nosotros ya no estemos aquí para cuidarla?
—Sé que quieres lo mejor para todos —replicó Elionor, con mayor dulzura—. Pero cuando me haga vieja, creo que me preocuparé más por mi alma que por este ajado cuerpo.
Fabricia pensó que su padre iba a perder los estribos.
—¡Esos curas herejes te han sorbido el seso! —dijo. Se volvió hacia Fabricia, buscando su apoyo en aquella cuestión. Bien sabía Fabricia que su padre sólo quería lo mejor para ella. ¿De qué modo podía decirle que no quería casarse con Pèire, cuando tampoco tenía ninguna buena razón para no hacerlo?—. Quizá no te diste cuenta de cómo atraías todas las miradas en el mercado —le dijo Anselm—. Dormiré mucho mejor cuando te hayas casado ante Dios, así los jovenzuelos de Toulouse no te mirarán como lobos después de la cena.
—¡Anselm!
—Es verdad. Es una chica muy bonita y necesita un marido como Pèire que la proteja de tanta insolencia. —Alargó un brazo sobre la mesa y la tomó de la muñeca—. Es un buen hombre, tan bueno como el mejor que pueda haber en todo Toulouse. Te cuidará bien y aunque es muy corpulento, también es muy gentil. No mataría ni a una mosca que se posase en este queso. —Al ver que su hija no respondía, prosiguió—: Voy a prepararte una boda muy bonita, Fabricia. Te casarás como Dios manda.
Era cierto que ya tenía edad suficiente para casarse, pero se preguntaba por qué su padre se había vuelto tan insistente de un tiempo a esta parte con aquello. Quizá había sido el hecho de verla golpeada por el rayo. Para él era terrible no tener un hijo: y sin una hija, no le quedaría siquiera el consuelo de tener nietos que aliviasen su vejez.
—Pèire seguirá mi labor tarde o temprano, cuando yo ya no pueda sujetar el martillo o subir a lo alto de un andamio. Es la obra de Dios, y ese buen muchacho está maravillosamente dotado para continuarla. Tiene los músculos de un titán y el temperamento de un ángel. Descansaré mejor sabiendo que algún día un nieto mío pondrá su sello en las catedrales de Toulouse y ocupará mi puesto en el gremio.
Fabricia siguió sin responder.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta Pèire? ¿Acaso te ha ofendido en algo?
—Quiero tomar el hábito —respondió, pero su garganta pareció cerrarse y las palabras apenas surgieron de su boca. Su padre no respondió durante un buen rato y Fabricia se preguntó si acaso la había oído.
Cuando levantó la vista, vio que la estaba mirando con la boca abierta, horrorizado:
—¿Una chica tan bonita como tú? ¿Y quieres pasar tu vida en un convento? ¿Por qué querrías una cosa así? —Al ver que Fabricia no respondía, se volvió hacia Elionor—. ¿Has oído lo que ha dicho?
—No tenía la menor idea de esto.
—¿Entonces no es cosa tuya?
—¿Por qué iba a querer que hubiese más «Roma» en ella?
Fabricia había esperado que su padre estallase de rabia; pero aquella expresión de dolor y profunda decepción era mucho peor.
—Esos lugares son para viudas y mujeres perdidas —dijo.
¿Qué podía decirle? «Nunca he sentido que formara parte de este mundo, papá. Toda mi vida he sufrido malos sueños y premoniciones. Ahora todo eso ha llegado a un punto en que hasta veo las estatuas moverse y hablar como si fueran gente normal. Creo que me estoy volviendo loca. No quiero infectar a nadie más».
—Mi deseo es entregar mi vida a Dios —murmuró.
Anselm apartó su plato y golpeó con ambas manos la superficie de la mesa.
—Esto es una locura —exclamó, y aunque no era eso lo que quería decir exactamente, las palabras vibraron en los oídos de Fabricia.
—No puedo casarme con Pèire. Morirá muy pronto.
—¿Pèire? ¿Pero qué dices? Está sanísimo. Jamás he visto un joven más robusto que él. No ha estado enfermo ni un solo día de su vida.
—Lo que dice tu padre es cierto. ¿Qué has querido decir con eso? ¿Por qué piensas que va a morir?
Elionor también la miraba de hito en hito, con la perplejidad y el terror pintados en el rostro.
—Déjate de tonterías —dijo suavemente Anselm—. Harás lo que yo te diga.
Se levantó y fue a sentarse junto al fuego, gruñendo para su sayo. Clavó la mirada en las ascuas del hogar hasta que éstas se enfriaron por completo, y todavía seguía allí cuando su esposa y su hija se retiraron a sus habitaciones.
Fabricia no podía conciliar el sueño.
¿Qué era lo que le pasaba? Pensó en lo que le había ocurrido aquel día en la catedral de Saint-Étienne, cuando la estatua de Nuestra Señora se movió en su pedestal. Podía verla en su memoria tan nítidamente como podía recordar la cena junto a su padre y su madre. Eso no quería decir que fuera real. ¿De veras creía que la Virgen le había hablado?
Desde que era una niña podía ver cosas que nadie más podía ver, escuchar sonidos que nadie más podía escuchar; apariciones súbitas apenas entrevistas; el repentino batir de alas de un cuervo en una habitación oscura; el susurro de un manto en una sala vacía; el rumor de unas voces que susurraban desde las sombras cuando ella estaba sola, sin nadie cerca.
Apenas había aprendido a andar cuando rio por primera vez al ver un revuelo de hadas jugando en el jardín; al principio aquellas animadas conversaciones que mantenía con lo invisible hacían sonreír a su padre, pero con el tiempo sólo conseguían hacerle fruncir el ceño, y por último prorrumpir en arranques de cólera. Cuando tuvo edad suficiente para ello, aprendió a fingir que no escuchaba los lamentos procedentes de aquel pequeño refugio donde nadie vivía, o a las oscuras almas de los ahorcados que colgaban bajo los muros de la Garona.
Para ella, era como si todavía no hubiera salido por completo del útero. Una parte de ella aún percibía el mundo del que procedía, y anhelaba regresar a él.
A fin de esconder su secreto se aferraba desesperadamente a todo cuanto era sólido, real; a las piedras de la iglesia de su padre, a la chimenea de la cocina de su madre. Con la práctica podían pasar meses en los que sólo veía a la gente que de veras estaba allí; las estrellas no titilaban en la luz de la hoguera y tampoco los espectros buscaban el calor de las esquinas. El mundo era un lugar estable, coherente, que olía a tierra, humedad y piedra.
Decidió olvidar lo que aquel día había sucedido en la iglesia y hacer lo que le decía su padre. Casarse con Pèire no tenía por qué ser tan malo. Era un buen hombre, y fuerte, y nunca les faltaría el pan en la mesa. ¿Pero por qué le había visto desmadejado en el suelo de la iglesia cuan largo era, con los sesos esparcidos sobre las losas?
A la mañana siguiente preguntó a Elionor por Pèire. ¿También ella opinaba que el joven era la mejor elección?
—Es fuerte y un buen trabajador: nunca pasarás hambre.
Era la respuesta que esperaba. ¿Qué más podía querer una mujer cuando se casaba, después de todo?
—¿Cómo es lo de… acostarse con un hombre?
—¿Eso es lo que te preocupa? Mira, pequeña, tu padre es el único hombre que he conocido. Para lo grande que es, nunca me he sentido intimidada por sus caricias, es muy gentil. Ya lo sabes.
—¿Le quisiste entonces desde el primer día?
—¿Desde el primero? Para mí el primer día fue como lo es para ti. Mi padre dispuso las cosas y ahora agradezco su inteligencia. No es que fuese como en las canciones de los juglares, supongo, pero poco a poco nos fuimos gustando y puedo decir que ahora lo quiero más que a nada en el mundo… salvo a ti. —La rodeó con los brazos—. Todo saldrá bien, ya lo verás. Ahora vístete, niña, y vete al mercado o para cuando quieras llegar los mejores productos del día habrán desaparecido.