Capítulo LXXVII
EL gran salón se había convertido en un hospital para los heridos. Los moribundos y los que pugnaban por vivir eran llevados allí y arrojados al suelo, para yacer entre los que gruñían de puro dolor o se desangraban metódicamente. Comandaba el lugar un monje que algo sabía sobre hierbas, y los bons òmes, que eran reputados médicos, hicieron lo que estuvo en su mano por ayudarles en aquel trance. Fabricia y un puñado de mujeres se habían arremangado para echar también una mano, incapaces de soportar los dolorosos gritos que procedían del donjon.
Cada vez que Fabricia se inclinaba sobre algún herido rezaba en su fuero interno por que no fuese Philip.
A lo largo de la tarde, el humo de las torres de asedio incendiadas se esparció de un lado a otro, de modo que los grandes arcos y las altas ventanas del salón parecían envueltos en niebla. El calor era insoportable, el aire pútrido y empastado de humo, y había moscas por todas partes. Un sacerdote iba y venía entre las hileras de heridos, deteniéndose para ofrecer la extremaunción a quien así lo pidiese. Fabricia se preguntó por qué aquel hombre no se había marchado con el resto. Quizá, al igual que ella, era más un hombre del sur que un verdadero católico.
Se encendieron algunas velas. El padre Vital murmuraba el consolamentum sobre algún rufián y lo enviaba directamente al Paraíso pese a una vida entera de violaciones y crímenes.
Fabricia se inclinó sobre uno de los arqueros; pugnaba por tomar aire, aunque la flecha que había atravesado su jubón de cuero seguía perforándole el pecho. Tomó un frasquito de valeriana de su túnica y vertió unas gotitas sobre los labios del hombre para ayudarle en su dolor.
Sintió una mano cálida sobre su hombro. Levantó la vista. Era Philip.
—Gracias a Dios que no has sido herido —le dijo. Apenas podía reconocerle; su rostro estaba ennegrecido por el humo, y su cabello pegado al cráneo a causa del sudor. Sus ojos parecían perdidos en la distancia, como si buscaran algo más allá del horizonte. Tenía sangre en las manos—. ¿Qué está pasando allí?
—Los cruzados quemaron el bourg y atacaron el muro sureste. De momento, hemos conseguido que retrocedan.
—¿Y qué ocurrirá ahora?
—Han perdido muchos hombres. Dudo que intenten otro asalto similar en breve. Si no pueden escalar los muros, intentarán echarlos abajo.
De pronto, el suelo tembló bajo sus pies. Sonó como si el donjon al completo se hubiera derrumbado sobre la plaza. Fabricia contuvo el aliento, y alargó un brazo hacia una columna para evitar tambalearse.
—¿Qué ha sido eso?
—No están perdiendo el tiempo. Ya han empezado.
—Ha sonado como si el castillo se viniera abajo.
—Es una catapulta mecánica.
—¿Qué es eso?
—¿Recuerdas cuando nos encontrábamos en las cuevas y pensaste que habías oído un trueno? Era una máquina para asedios. Su aspecto es el de una gigantesca honda: la han traído hasta aquí arrastrándola con ayuda de una manada de bueyes. Es la primera vez que veo una, aunque últimamente he oído hablar mucho de ellas. Parece ser que uno de los ingenieros del rey pensó en usar contrapesos y pivotes en sus máquinas de asedio en lugar de las viejas cuerdas entrelazadas. Me han dicho que es tan compleja que necesita de carpinteros especiales para que funcione. Es capaz de levantar y tirar rocas del tamaño de París. Así que parece que hemos dado por terminada la guerra del honor y el coraje: nuestra supervivencia está en manos de un puñado de hombres con delantales y un complejo sistema de poleas.
—¿Qué posibilidades tenemos, señor?
—El verano prácticamente ha tocado a su fin —dijo, retirándose con el dorso de la mano el sudor y el hollín que cubrían su rostro—. Sólo tienen un ejército de voluntarios. Tan pronto como cambie el clima querrán regresar a casa. No necesitamos ganar esta batalla, sólo aguantar unas semanas más.