Capítulo XXVI
CATEDRAL de Saint-Gilles Toulouse,
18 de junio de 1209
A mayor gloria de Dios: los santos que asomaban en el tímpano y el portal de la gran catedral, plena de color, asistían impasibles a la humillación de su príncipe, reivindicándose así en su fe inquebrantable.
Simon no podía verle entre la multitud, pero sabía que en aquel momento se hallaba arrodillado en las escalinatas situadas entre los dos leones dorados, donde habían estado los relicarios. Aquellos viejos huesos tenían ahora más poder que él.
A mayor gloria de Dios: pasó bajo los frescos de la nave, pintados del color de la sangre y del cielo, bajo pendones y gallardetes de seda entretejidos en jade, ocre y majestuoso oro.
Era así como él imaginaba el cielo el día del Juicio. El incienso flotaba en el aire como una neblina fantasmagórica, mezclado con el tinte de las mohosas vestimentas de la muchedumbre que allí se agolpaba. La catedral estaba iluminada por mil velas, cada una de las cuales se reflejaba mil veces en el relumbre de los cálices del altar y los santos del crucero. Pero aquel día el coro estaba ausente; Raymond entró en un silencio denso, profanado de tarde en tarde por murmullos de asombro y satisfacción.
A mayor gloria de Dios: nada sería lo mismo después de esto.
El conde Raymond VI de Toulouse, que en el pasado había sido cuñado del mismísimo rey de Inglaterra, entró en el portal situado en el ala este. No llevaba joyas, y tampoco había caballeros que protegiesen su persona; le desnudaron hasta la cintura como a un penitente, y visto así, sin prendas que cubriesen sus vergüenzas, no parecía otra cosa que un anciano aterrado, tembloroso tras las guedejas de su barba, sin más posesión que un triste candil. Todo Toulouse lo había visto de aquella guisa: se dijo que casi toda la ciudad había intentado agolparse en la plaza donde se hallaba la catedral.
Un tibio sol penetraba a duras penas por los ventanales del triforio, convirtiendo en fuego el oro de las vestimentas y las mitras de los tres arzobispos que habían acudido a aceptar su tributo. Simon ocupó su lugar junto al obispo de Toulouse, uno más entre los muchos obispos que rodeaban el altar para ser testigos del momento.
La multitud abrió un pasillo y Simon, finalmente, pudo ver el primer atisbo del hombre más poderoso de Toulouse, de todo el Albigeois: era un individuo esquelético, de piel pálida y una mata de pelo gris en su esternón. Llevaba una soga al cuello como muestra de contrición.
Tras aquello, la multitud se adentró en la iglesia siguiendo sus pasos, como una auténtica marea humana, estirando el cuello y empujándose los unos a los otros para presenciar mejor aquel momento histórico. El arzobispo le siguió pasillo adelante, blandiendo una vara hecha con ramitas de abedul. En la espalda del anciano se podían distinguir algunos arañazos de un intenso color rojo. No, el obispo no estaba propinándole aquellos latigazos de cara a la galería; en realidad, sus golpes habían hecho correr la sangre.
El castigo fue rematado allí mismo, en el altar. «A esto se reduce el mundano poder de un príncipe cuando se enfrenta a la majestad divina», pensó Simon. Por entre las mitras y las cabezas tonsuradas divisó el cabello plateado de Raymond, que le enmarcaba el rostro en flecos deshilachados. Sus ojos carecían de expresión, y su piel tenía un color grisáceo. Sintió una súbita compasión hacia aquel hombre. La opresión de la gente que colmaba el interior de la iglesia hacía imposible que Raymond pudiera regresar por donde había venido. El arzobispo se apresuró a intercambiar opiniones con sus ayudantes, y al final condujeron al anciano al interior de la cripta, pues sus pasillos abovedados les permitirían salir de allí. Eso significaba que tendría que pasar junto a la tumba del legado papal por cuyo crimen estaba ahora sufriendo aquella ordalía. Tan pronto como salió de allí, el gentío comenzó a hablar al mismo tiempo; un murmullo de asombro se propagó por el lugar, desde el altar a la nave, desde la nave al nártex, y luego como una ola, desde las enormes puertas del lado oeste hasta la plaza, desde el centro de Toulouse a toda la cristiandad.
Raymond había sido protector y paladín de los herejes, y por ese motivo el papa había hecho que aquel orgulloso príncipe se postrase de rodillas como un simple mendigo. Ahora no cabía duda de la supremacía de Jesucristo. «Inocencio ha puesto a los enemigos de Dios sobre aviso», pensó Simon. «No toleraremos la herejía por más tiempo, ya hemos tenido bastante paciencia con ellos».
Desde el instante en que algún exaltado ensartó en su espada al legado Pedro de Castelnau, todo lo que ocurrió después se antojaba inevitable. Raymond podía pensar que la tolerancia era una virtud, pero el papa no compartía esa opinión, Dios fuera alabado por ello. El rebaño debía regresar al redil.
Simon sintió un calambre de expectación. Estaba en el filo de la navaja de la historia, a la vanguardia de las legiones de Dios. Los ángeles le observaban. Demostraría ser digno del Paraíso y borraría todos sus pecados del pasado. Estaba convencido de ello.