PRÓLOGO
Cinco leguas al oeste de Acre, en el año de Nuestro Señor de 1205
«Esperanza».
«Ningún hombre puede vivir sin esperanza», pensó Philip. «Es lo único que despoja a la muerte de sus atractivos. Mi mujer es ahora mi única esperanza: Dios y el honor me han burlado».
Se echaron al mar en domingo, el día del Señor. Aquella sería la última vez que vería el Acre y la Tierra Santa, donde Jesús había caminado, y tuvo que apartar la mirada. Atrás dejaba a su mejor amigo, en las profundidades de una tumba horadada en una colina, al pie de los muros del castillo; los otros vasallos que habían viajado con él ni siquiera tuvieron un entierro cristiano, sino el brindado por los buitres y las hienas del desierto.
La niebla se confundía con el agua, que era tan llana y mansa como una balsa de aceite.
Aún podía recordar su rostro. «Alezaïs, mi amor, vida mía».
Uno de los marineros se le quedó mirando.
—¿Qué habéis dicho?
Philip le dedicó una mirada colérica:
—¿Hablas conmigo?
El hombre hizo una reverencia:
—Perdón, seigneur. Me pilló de sorpresa. Pronunciasteis el nombre de una mujer.
—Sí, mi esposa —dijo—. Por un momento imaginé que estaba aquí…
Era una insolencia, sin duda, que un vulgar marinero se atreviese siquiera a dirigirse a un hombre de su rango. Pero Philip tenía ganas de hablar, de contarle a aquel tipo lo que tenía en la mente, lo cual se le antojaba infinitamente mejor que ir de un lado a otro por la cubierta, murmurando para su sayo.
—Mi tío se encargó de los esponsales. Yo era su protegido. Mi padre murió en una justa cuando yo contaba apenas diez años de edad. Al cumplir los dieciocho me entregó unas tierras, una mansión fortificada y una esposa. La joven no tenía más de quince años, y siempre iba cubierta con un velo. Mis primos me dijeron que tenía una verruga en la nariz tan grande como una nuez, así que, cuando se retiró el velo que cubría su rostro, apenas pude creer la dulzura de sus facciones, aquella hermosa mirada que se entrelazaba amorosamente a la mía. Siempre he estado locamente enamorado de ella. Hay quien piensa que no es propio en un hombre, pero lo cierto es que ella es la única mujer que he conocido.
—Mi señor, yo no creo que sea impropio de un hombre, al contrario, creo que alguien como vos es muy afortunado. No hay tantos hombres que jurarían amar a sus esposas. Es muy poco frecuente que los hados se confabulen de ese modo.
—Te juro que si la vieses me despreciarías por haberla abandonado y venir a este yermo.
El hombre se persignó y dio media vuelta al escuchar aquella blasfemia.
Varios monjes que se apiñaban en cubierta bajo el gallardete de la santa cruz comenzaron a entonar un himno. Creían que era a través de la piedad y la oración como lograrían liberar la Tierra Santa de los mahometanos. Philip también había creído en ello, tiempo atrás, pero ya no creía en milagros.
Se apoyó en el pasamanos de madera, y cuando cerró los ojos éste se había convertido en el pretil de piedra de su castillo de Troyes. Las mujeres habían descendido al río para hacer la colada, y las sábanas se ofrecían al sol, extendidas sobre las rocas, para que la brisa las orease. La puerta del castillo estaba abierta de par en par y albañiles y canteros se afanaban en reparar las ménsulas rotas y el mortero, que ya empezaba a desmenuzarse. A sus pies, el patio rebosaba de criados y caballos, y los mozos de cuadras se entretenían en baldear los establos, que parecían desaguarse en ríos de un barro negruzco que enlodaba el patio con su paja encostrada. Las gallinas cloqueaban de un lado a otro correteando por los adoquines y el aire olía a caballos, a primavera y a estiércol mojado.
Ya no quedaba mucho. Estaba solo un poco más allá de aquel límpido horizonte y la brisa soplaba a su espalda. Pronto regresaría a los brazos de su esposa, a su tierra, donde podría descansar y restablecer las heridas que historiaban su alma.
La niebla se dispersó, y sintió como si acabaran de prender una hoguera sobre su cabeza. Buscó una sombra en cubierta, bajo una estrecha vela. Su rostro había adquirido el color del bronce tras los doce meses pasados en Outremer, pero había parches de un color rosa pálido allí donde la carne se había despellejado por efecto del sol. Echaba de menos la lluvia y las mañanas en que el mundo amanecía perlado por la bisutería inconsútil del rocío.
Cerró los ojos, y en sus ensueños se topó con un joven criado que dormía contra un murete, junto a la chimenea, mientras un pinche avanzaba a trompicones pugnando por mantener en equilibrio un barril lleno hasta la mitad del agua que había sacado de un pozo. Apartó al pinche, sumergió la cabeza en el barril y bebió ávidamente, y luego aspiró el olor de la mañana que poblaba el castillo: cera fundida, sudor, comida fría y cerveza añeja.
Ardía el fuego en la chimenea. Asomó tras una columna de piedra para observar a su esposa mientras ésta cenaba sin que ella pudiera verlo a él. Estaba acompañada por sus damas y su capellán, y los pajes iban y venían acarreando cuencos de agua para que se limpiara la grasa de los dedos. A una señal suya, los trovadores que la entretenían se acercaron a la mesa y dieron cuenta de las sobras de la cena, hecho lo cual cantaron una tonadilla en acción de gracias; enseguida fueron retirados los caballetes que sostenían la mesa.
Se retiró entonces a reposar junto a la ventana, y sus damas se arremolinaron en torno a ella, sentadas en banquetas de madera o en afelpados cojines distribuidos por el suelo. Philip alcanzó a ver la arruga que se formaba entre las cejas de su esposa, mientras ésta observaba el escenario que se dibujaba tras la ventana: los grises tejados de la mansión y aquel revuelto río que hacía culebrear sus aguas pendiente abajo. Vestía un ceñido camisón azul marino, idéntico al color de sus ojos. Sus damas la persuadieron a que participase en el juego de dados que estaban disputando, y ella reía como una niña cada vez que ganaba.
Allá en Outremer, Philip no había dejado de atormentarse con aquel insidioso pensamiento: «Me pregunto si tendrá un amante, algún trovador, algún envidioso duque. ¿Habrá pensado en mí tan a menudo como yo he pensado en ella?».
Tan pronto dejaron atrás la línea costera, se hizo la calma. Durante cuatro días no habían dejado de sufrir los rigores del sol hasta la noche y del frío glacial en la madrugada. Aquella debía de ser otra de las bromas del Señor. Ahora, Philip se preguntaba si alguna vez llegaría a casa.
El barco oscilaba en calma chicha mientras quinientos hombres sudaban, maldecían y gemían entre dientes. El hedor de los animales y los soldados en aquel aire estancado resultaba asfixiante. Los marineros silbaban para atraer al viento: era un sonido áspero, lastimero, que a Philip, estaba seguro de ello, le volvería loco tarde o temprano. Tendido en la cubierta como un miserable, no dejaba de pensar en su esposa y en lo que le diría cuando por fin la viera de nuevo.
Sólo había pasado un año, pero parecían cien. Se había visto poco menos que obligado a mostrar su devoción y fidelidad a Dios, dedicándole los frutos de su servicio. Pero ahora era un hombre muy distinto al de entonces; ingenuamente, había pensado que acudía a aquel confín de la tierra para luchar por la liberación de Jerusalén. Sin embargo, en poco tiempo se había visto inmerso en una interminable disputa entre barones y templarios por quién gobernaba qué, y sus combates se habían limitado a unas cuantas escaramuzas en el desierto que no habían servido para otra cosa que llevar a la muerte a un puñado de hombres fieles, honrados y buenos.
Podía sentir el sabor de la sal en sus agrietados labios. Cada vez que intentaba humedecerlos con la lengua se le agrietaban un poco más, y la sangre comenzaba a manar por cada herida. Era peor que estar en el desierto. El sol era insoportable. Había algo de sombra bajo las velas, pero no se atrevía a tenderse allá por temor al calor, el hedor y las ratas.
«Espérame, vida mía. Ya llego a casa».