Capítulo XCIV

TOULOUSE

 

 

 

«Vuelvo por ti», pensó. «No te rindas».

Era un día frío pero luminoso, y la bandera de Toulouse ondeaba en los brazos del viento del norte. La ciudad había adquirido cierta fama. En Borgoña Philip había oído a más de un viajero hablar de ella; más bonita que París, decían, y ciertamente más que Troya. Afirmaban que había más de trescientas torres y torretas erizando su horizonte, aunque Philip no imaginaba que alguien se hubiera detenido a contarlas.

Y también había numerosísimas iglesias; allí la basílica ovalada de Saint-Sernin, allá la torre cuadrada de Saint-Étienne, y más allá Notre-Dame de la Daurade, junto a los blancos muros de la iglesia Dalbade y la Saint-Romain, que se apiñaban unas contra otras como enormes en el interior de un puerto.

Los ladrillos rosados del Garonne lanzaban destellos a la luz del sol.

Aquello era algo que merecía la pena contemplar; pero una vez traspasadas las puertas, la presión de las casas y los mástiles, en los que tremolaban algunos harapos recién lavados y puestos a secar, cegaban el cielo, y Toulouse se convertía en algo menos hermoso.

Se vieron retrasados en las calles por burros de oscilantes cargas y granjeros atareados en hacer avanzar a sus rebaños de ovejas grises. Los carros habían formado profundas rodadas en el barro y éstas se habían llenado con toda la basura imaginable; el hedor resultaba mareante.

Oyó gritos; vio a un grupo de jóvenes vestidos de negro que hacían ondear unos gallardetes también negros, armados con espadas y palos, enfrentados a una hueste de tipos iracundos que llevaban unas cruces blasonadas en sus mantos. La gente huía del lugar, corriendo a trompicones hasta la calle principal. Había sangre en las piedras. Aun en el patio del mismísimo conde la guerra seguía su curso.

 

 

Un grupo de soldados condujo a Philip al palacio con visible desapego, como si fuera un leproso, y después de haberle tenido esperando casi toda la mañana, finalmente lo llevaron a una habitación revestida de paneles de madera: el ujier arrugó el labio al ver sus botas embarradas y su jubón andrajoso. Ése era el problema con los criados: pasado un tiempo, pensaban que la casa que los empleaba era en realidad la suya.

Le presentaron al secretario principal del conde, Bernard de Signy, un tipo estólido cuya apariencia física, nada destacable, contrastaba con las ropas que llevaba, todas ricas sedas y lino de Reims. Llevaba los dedos estrangulados por anillos de plata y ámbar. Raimon le había advertido que allí vería muchas ropas ceñidas y maneras de petimetre; le había comentado que los cortesanos del sur jamás roían la carne que quedaba en los huesos.

Philip ya había conocido y tratado a hombres como De Signy, y todos cantaban la misma canción: «Seamos cautos, debemos hablar de esto, no nos apresuremos, hay que pensar en las consecuencias, enviemos una delegación». Pero aquellos hombres nada sabían de penalidades, no habían visto una rata comiendo un cadáver o una pieza de adobe tan grande como un establo precipitándose sobre el muro de un castillo; nunca habían visto hombres escaldados por el agua hirviendo, con la piel colgando en tiras por toda la espalda, y aun así, obligados a recuperar su posición en el ariete.

El tipo tenía manos delicadas y una boca que sonreía a despecho de lo que mostraban sus ojos:

—Y bien, señor —dijo, después de las necesarias presentaciones y de que Philip hubiera explicado el caso—, tengo que deciros que vuestro caso es… ciertamente inusual. Si puedo preguntaros, barón de Vercy, ¿qué interés puede albergar un noble como vos en los asuntos de una pequeña ciudad del Pays d’Oc?

—Es una Cruzada privada, si queréis llamarlo así. Al servicio de una causa justa.

—¿Un auténtico caballero? Los trovadores estarían encantados de componer una balada en vuestro honor. ¿Qué es lo que queréis de mí?

—Estoy aquí en nombre de Raimon Perella, primo segundo del vizconde Roger-Raymond Trencavel. Traigo una petición para el conde Raymond.

—Me temo que el conde Raymond no se encuentra en Toulouse.

Philip sintió que sus hombros se hundían.

—¿No conocíais la noticia?

—He cabalgado día y noche con una escolta desde Montaillet.

—Que está bajo asedio, según me han dicho.

—Atravesamos las líneas enemigas bajo el manto de la noche.

—Eso es muy… audaz.

—La situación es desesperada. Necesitamos… resistir.

—Entonces, para que estéis mejor informados en vuestro incauto atrevimiento: la Iglesia ha inhabilitado a nuestro amado conde. No tiene base legal para hacerlo, pero creemos que alberga la intención de confiscar sus tierras y que se ha sacado de la manga una bula para poder hacerlo. El conde se dirige ahora mismo a París para visitar al rey; su intención es viajar seguidamente a Roma para presentar su caso personalmente ante el papa.

—Estoy aquí para sugerirle que sería más prudente si une su causa a la de la Montagne Noire.

—Por favor, hablad sin reparos, señor.

—Montaillet ha estado bajo asedio los dos últimos meses, y durante ese tiempo hemos estado manteniendo a raya a ese ejército supuestamente invencible de Montfort. Si algo puedo decir es que sus fuerzas están muy mermadas. El duque de Borgoña y el conde de Nevers han regresado a su hogar y tomado con ellos buena parte del ejército. A De Montfort no le quedan más de treinta caballeros y quizá quinientos hombres, junto con unos cuantos sacerdotes impíos y un número no menor de obispos, así como un puñado de adláteres. En estos momentos, algunos de los castillos que se rindieron en verano se están rebelando contra él. Si Raymond se uniera a la casa de Trencavel en esta lucha, podríamos poner fin de una vez por todas a esta expedición militar, de manera que los crosats perderían su apetito marcial por completo. Al menos aquí.

El hombre se llevó un grueso dedo a los labios. Finalmente, dijo:

—Entendemos adónde queréis llegar, pero aunque yo mismo pueda simpatizar con las penurias de los ciudadanos y soldados de Montaillet, creemos que sería muy poco inteligente por parte del conde Raymond verse mezclado en este conflicto. Eso sólo contribuiría a empeorar la situación. De Montfort se ha reunido recientemente con el rey de Aragón en Montpellier y se ha negado a reconocerle como el nuevo vizconde. ¿Por qué, entonces, iba a unirse Raymond a su causa? Eso es precisamente lo que los obispos pretenden que haga. El conde sólo necesita esperar y todo se resolverá por sí mismo, sin que sea necesaria su intervención.

La ventana cuadrada que había tras el cortesano estaba protegida por una rejilla. Una paloma se pavoneaba y zureaba en el alféizar. «Ha aprendido esa costumbre de ver al señor De Signy», pensó Philip.

—Pero podríais aplastarle si le atacáis ahora. Podríais salvar Montaillet y resolver la situación con mayor seguridad que si no hacéis nada.

—Desde luego que estamos haciendo algo. La diplomacia puede ser tan efectiva como la espada, señor. Lo lamento por la buena gente de Montaillet, pero viéndolo desde una perspectiva más general, apenas tienen cabida en el escenario político. Debemos actuar con corrección e inteligencia.

—¿Que Montaillet no tiene lugar en el escenario político? Petimetre pomposo…

Aquello había salido de sus labios antes de que hubiera podido evitarlo.

Las mejillas de De Signy adquirieron el color de la grana:

—Señor, no toleraré esos insultos de un hombre como vos. El mundo entero sabe que os han excomulgado, que habéis traicionado a los vuestros.

Philip se puso en pie y agarró al secretario del pelo:

—¡Arrancaron los ojos a mi escudero, maldito seáis! ¡He jurado vengarlo por mi honor!

De Signy chilló presa del pánico, y en cuestión de segundos los guardias irrumpieron por la puerta, pero al ver que Philip estaba armado retrocedieron. «Aquí tenéis vuestra diplomacia», pensó Philip. Y, sin mediar palabra, se marchó.