Capítulo CVI
—¡NO! —gritó Simon.
Gilles sonrió.
—¿No crees que es el pago perfecto a sus iniquidades?
Simon echó la mano a su espalda, y sus dedos se cerraron en torno al mango de la pesada cruz de cobre que reposaba sobre el altar. Golpeó con ella en la cabeza de Gilles.
Tan imprevisto acto de violencia los cogió a ambos por sorpresa. El extremo del crucero golpeó a Gilles en la sien, y la fuerza del impacto hizo que se le hundiese la punta en el cráneo.
Cayó sin hacer el menor ruido. Se quedó tendido de espaldas, barbotando una sangre espumosa sobre las losas. Sus piernas dieron unas cuantas sacudidas, hasta que por fin se quedó inerte. Tenía aún los ojos abiertos.
Simon dejó caer la cruz al suelo.
Contempló el cadáver durante un largo rato:
—Muy bien —dijo en voz alta, casi para reconfortarse—. Ya está hecho, pues. —Sentía las piernas débiles. Se dejó caer en los peldaños—. Le he matado. —La enormidad de aquel acto se le antojaba terriblemente difícil de digerir. Lo dijo una vez más en voz alta para convencerse a sí mismo de lo que había hecho—. Le he matado.
Se incorporó y luego volvió a sentarse. Recogió el crucifijo, y se demoró en limpiarlo antes de volver a ponerlo sobre el altar, perfectamente centrado. Sintió que se le aflojaban las rodillas. Volvió a sentarse en el suelo.
Tenía que hacer algo, lo que fuese; pero su mente estaba en blanco. Había sangre en la pared, como una salpicadura o una vomitona. Había más sangre en sus manos.
—No puedes quedarte aquí —se dijo a sí mismo, y subió a la carrera las escaleras que permitían la salida de la cripta.
Gilles la había crucificado en un pino.
«Deben de haber traído el madero consigo», comprendió Philip. No era algo que pudiera hacerse al albur del momento: Gilles debía de haberlo planeado antes de partir. Philip avanzó a duras penas por la nieve y cayó de rodillas ante la cruz, y contempló abstraído las dos brillantes manchas de sangre que el goteo de las manos había dejado en la nieve.
Fabricia respiraba, pero apenas tenía un hálito de vida. Un débil penacho de vapor surgía de sus labios, a medida que su pobre pecho trataba de tomar aire en el tortuoso esfuerzo por seguir con vida. No era consciente de la presencia de Philip, y tampoco abrió los párpados cuando éste pronunció su nombre.
—No te mueras… —dijo.
Le habían atravesado las manos con dos gruesos clavos, y atado las muñecas y los brazos con una cuerda para sujetarla a la cruz. La ejecución al estilo romano consistía en una muerte lenta, de al menos tres días, pero allí, en pleno invierno, moriría mucho antes de eso.
«¿Cómo voy a bajarla del árbol?», pensó Philip. El madero había sido clavado al tronco con inusitada fuerza. Se puso detrás de ella y golpeó la madera con la palma de la mano derecha. Fabricia emitió un gruñido al sentir que la pieza se astillaba en su espalda. Philip volvió a situarse en la parte delantera, apoyó la pierna derecha en el árbol y empujó todo lo fuerte que pudo. Por fin, el madero perdió su sostén y Fabricia cayó con él, gimoteando, grotescamente enredada a las cuerdas. Philip sintió el peso de Fabricia sobre su cuerpo. La levantó sobre las rodillas, y luego la tendió en el suelo. Lloraba de puro dolor.
Cortó Philip las cuerdas que la ataban al madero.
Fabricia pestañeó débilmente:
—¿Philip?
—No hables. Te libraré de esta cosa.
Al inclinarse, el cobre y grana de la cruz que Fabricia le había entregado antes de su marcha asomó del jubón y quedó suspendido entre ellos, como burlándose de aquella parodia de crucifixión que Fabricia había sufrido. Philip se arrancó la cruz del cuello, rompiendo la cadena, y la lanzó tan lejos como pudo, más allá de los árboles. Gritó jurando venganza, y escuchó el eco de su voz perdiéndose en las montañas. Luego cayó de rodillas junto a Fabricia, luchando por recuperar el control.
Sólo podía hacerse de una manera, y era a la fuerza. Nunca sería capaz de quitarle los clavos, a menos que lo hiciera atravesando por completo la carne, de parte a parte. Pero las manos de Fabricia estaban tan heladas que, supuso, el dolor sería más llevadero que si estuvieran tibias. Lo hizo de un tirón, arrancando primero la mano derecha, después la izquierda. Fabricia gritó las dos veces, y la virginal nieve que los rodeaba se llenó de más sangre.
Philip la cogió en brazos. Había un rastro de humo desflecándose entre los árboles. Recordó que Fabricia le había dicho que estaban cerca de Montmercy. Tendría que darse prisa, antes de que el frío los matase o apareciesen los lobos.
La cargó a través de la nieve prometiendo vengarla, prometiendo devolverle a la vida, a cada paso que daba.
Bernadette oyó la campana repicando tercias. La madera resinosa que usaban para el fuego en la sala capitular expulsaba un humo desagradable, aceitoso, que daba poco calor y, en cambio, muchas ganas de toser.
Que hubiera caído tanta nieve cuando el otoño aún daba sus últimos estertores apuntaba a un invierno ciertamente largo, lo que suponía un cambio brutal después de tan árido verano. Fuera como fuese, con frío o sin él, Bernadette se preocupaba enormemente por sacar adelante sus obligaciones ahora que ella era la abadesa. El destino del monasterio y de su pequeña comunidad eran enteramente responsabilidad suya; la anterior abadesa había sucumbido a sus enfermedades el último día de aquel caluroso verano.
Asomó a la ventana que daba al tejado de pizarra del convento, y observó la nieve que caía del cielo. Se preocupaba constantemente por la presencia de posibles bandidos en los alrededores. La guerra había devastado el país, y los refugiados y forajidos aragoneses rondaban ahora por todas partes.
¿Y que era, precisamente, aquello que Bernadette veía en la distancia? Algo se desplazaba por el valle en dirección al convento. Murmuró una oración y observó atentamente aquella sombra que avanzaba por la nieve. No era un lobo, era demasiado grande para serlo, pero también era demasiado pequeño para ser un oso o un caballo. Debía de ser humano, pues. Pero quienquiera que fuese, no estaba solo y se movía de una manera extraña. Descendió a toda prisa las escaleras de piedra hasta el claustro y llamó a la portera.
Se apresuró a llegar a la puerta, descorrió la portezuela corredera y asomó al exterior.
—¿Qué sucede? —preguntó la portera, arregazándose la falda del hábito para correr mejor.
—Hay alguien allí. ¡Abrid!
La portera —sòrre Marie— asomó por la rejilla.
—Pero no sabemos quién puede ser. ¿Y si es peligroso?
—¡Abrid la puerta! —repitió Bernadette.
La nieve se había amontonado de tal modo que llegaba a la altura de las rodillas. Bernadette tuvo que saltar sobre ella. Vio entonces que la sombra pertenecía a un hombre, que éste acarreaba algo, y por la forma en que se tambaleaba con su carga, era evidente que no iba a ser capaz de alcanzar la puerta.
Como precaución, sòrre Marie fue por su vara. Daba gran importancia a la oración y a los varetazos.
Cuando el hombre vio a Bernadette corriendo hacia él, cayó de rodillas.
Llevaba algo, según pudo ver Bernadette: ése algo era una joven. Había hielo en la barba del hombre y ni la joven ni él llevaban siquiera un manto que los protegiese del frío; estaban vestidos únicamente con unas simples túnicas. Las manos de la mujer sangraban profusamente, y su rostro había adquirido un inquietante color azul. Saltaba a la vista que estaba muerta.
—Ayudadla —dijo el hombre.
La portera se apresuró a unirse a la abadesa. Se alarmó al ver que el hombre llevaba una espada colgada del hombro y creyó que era un bandido. Le golpeó en la nuca con la vara y éste cayó sobre la nieve.
—Sòrre Marie, ¿qué estáis haciendo?
La muerta, sin embargo, se movió. Abrió los ojos, levantó una mano ensangrentada y tocó la cara del hombre:
—Gracias, señor —susurró.
—¡Llamad a las otras! —gritó Bernadette a la portera—. ¡Aprisa! ¡Que preparen baños de agua caliente y aviven el fuego! ¡Y deshaceos de esa vara!
Se agachó para acunar a la mujer en sus brazos. Se asombró enormemente al ver que la conocía.
—Fabricia —dijo.