Capítulo XLVIII

A la mañana siguiente, mientras cabalgaba su alazán, Philip pensó en el soldado mutilado que habían encontrado en su camino a Saint-Ybars.

Él tenía que haber sido quien acabara con los sufrimientos de aquel infeliz. ¿Por qué había vacilado? Renaut no había mostrado los mismos escrúpulos. Jamás podría olvidar la expresión que había aflorado al rostro de su joven escudero. No era ni piedad ni espanto; era puro y simple terror.

A instancias de Philip, Guilhemeta y Loup cabalgaban a lomos del mismo potrillo. Le gustaba ver cómo se abrazaban el uno al otro. Supuso que era bueno para la mujer que volviese a tener alguien a quien cuidar, eso contribuiría a hacerle salir de su abatimiento. Y en cuanto a Loup, lo cierto es que necesitaba una madre.

Inevitablemente su mente volvió, como siempre, a evocar a Alezaïs; en la muerte, su esposa le sorprendía tanto como lo había hecho en vida. «Eres como un hada», solía decirle, «debería ponerte una campanilla para saber dónde estás». Ahora la veía en las espirales de polvo del mediodía, en las nubes del atardecer. Llevaba cuatro años en la tumba y pese a todo, seguía hechizándole con su presencia.

«Déjame ir, mi amor; si no puedes estar conmigo, déjame ir».

Tenía la garganta seca. El calor afectaba al ritmo de las chicharras, y Philip sentía su propio sudor abriéndose paso desde la frente a la nariz. Un nubarrón negro como la tinta apareció en el cielo, por el norte: se avecinaba una tormenta, lo cual, al menos, refrescaría el aire. No vieron a nadie, sólo raquíticos robles y hayas.

Y luego un grito.

Mejor dicho, no sólo un grito: muchos gritos, procedentes de muchas gargantas distintas. Renaut señaló a lo lejos, y Philip los vio casi en el mismo momento en que su escudero lo hizo. Los soldados habían alcanzado a sus víctimas en campo abierto, justo cuando cruzaban el vado. Era una emboscada muy bien ejecutada: tres caballeros persiguieron entre los ramales a aquellos infelices para atraerlos hacia sus compañeros, que cortaron su avance con las espadas y los cascos de sus caballos.

—Estos deben de ser los refugiados de Saint-Ybars —le dijo Renaut.

—Van a matarlos.

El palafrén de Renaut olió la sangre en el aire y reculó unos pasos, agitado. El escudero trató de calmarlo:

—¿Qué hacemos?

—No podemos hacer nada —respondió Philip. Él y sus hombres llevaban malla de acero, y habían viajado armados desde Béziers, pese al calor. Como no podía ser menos, habían esperado encontrar problemas y ahora se habían topado con ellos.

Philip se volvió hacia su lugarteniente:

—Esperaremos a que abandonen el ramal. Luego los atacaremos.

Los hombres parecían asustados por aquella orden. Aquellos caballeros portaban la cruz. ¿Era justo atacar a los cruzados? Pero eran sus soldados y Philip sabía que harían lo que él les ordenase.

Volvió a dirigir su mirada hacia la escaramuza y vio a una mujer intentando huir de un caballo, corriendo entre los arroyos del vado, cayendo una vez y otra sobre las piedras mojadas. El caballero que la perseguía ni siquiera se molestó en levantar su espada. Dejó que su caballo pasara por encima de ella y luego persiguió a un niño que corría en busca de un refugio entre los árboles.

Philip espoleó su caballo. Era un descenso bastante pronunciado, pero Leyla bajó al galope, tan segura como la mejor montura, y él soltó las riendas. El cruzado se volvió en el último momento; no tenía bajada la visera de su casco y la expresión de su rostro cambió en un segundo de la sorpresa al terror. No tuvo tiempo de evitar el mandoble que lo desmontó de su caballo; Philip lo dejó atrás y cabalgó hacia el siguiente cruzado.

Un movimiento apenas entrevisto: una mujer huía por un bancal, perseguida por un cruzado de fiera barba roja. Otro de los aldeanos, un hombre, se arrojó sobre ella para protegerla. El caballero de la barba roja se disponía a desmontar para ejecutarlos cuando vio a Philip. Iba a girar su caballo para encararlo, pero antes de que pudiera reaccionar, Philip se le había echado encima. Le asestó un golpe con la espada, y el cruzado apenas pudo evitar el mandoble: su cabeza se volteó hacia atrás bruscamente y su casco cayó al agua. Tras aquello, se desplomó en el suelo.

Philip giró a Leyla en redondo y vio al resto de sus hombres completar la carga. Perplejos y superados en número, los cruzados huyeron, escapando por cualquier vía que se les presentase. El caballero de la barba roja se recuperó, sacudió su puño hacia Philip y siguió a sus hombres a las colinas.

Todo acabó en cuestión de segundos.

El valle estaba alfombrado de cadáveres. Sólo cuatro de ellos eran cruzados; el resto, refugiados. El río estaba teñido con su sangre. Un niño flotaba aguas abajo con el rostro sumergido en la espuma y la dentellada del acero entre los omóplatos.

Renaut apareció junto a él:

—¿Creéis que es esto lo que el papa tenía en mente cuando promulgó la Cruzada? —dijo Philip—. Os diré algo, Renaut. Puede que yo nunca vaya al cielo, pero a veces creo que hasta Su Santidad se verá en serias dificultades para trasponer la puerta. Venid, no perdamos tiempo. Apuesto a que Barbarroja y sus hombres regresarán junto a sus compañeros muy pronto para acabar con esto.

 

 

Un grupo de desgreñados, aquellas almas sumidas en la ignorancia que había salvado. Un leproso envuelto en una túnica gris y tocado con un sombrero escarlata, un labrador de apenas quince años, un hojalatero, un cantero. Les dio refugio en la alquería abandonada de algún pastor, cuatro paredes llenas de agujeros y cubierta de lodo y paja. La madre del niño asesinado se lamentaba en una esquina; otros limpiaban sus heridas lo mejor que podían con agua procedente del valle. El lugar apestaba a paja, cabras y sangre.

Los refugiados prendieron un fuego en el hogar con algunas ramitas que el viento había quebrado para así cocinar la escasa comida que llevaban con ellos. Philip les dio algo de cerdo salteado. Parecieron satisfechos con aquello, pero lo cierto era que llevaban días sin comer.

Unos niños de corta edad y ojos enormes levantaban la vista hacia él desde la paja. Una mujer daba el pecho a un bebé. La mujer aún acunaba aquel pequeño cadáver entre sus brazos: el dolor que inspiraba aquella escena le hizo apartar la vista.

El cielo parecía arder en algún lugar en las proximidades de Carcasona.

Un hombre con las espaldas tan anchas como la espada de Philip se arrodilló a sus pies. Philip reconoció en él al hombre al que había salvado del soldado de la barba roja, el mismo que se había arrojado sobre la mujer de cabellos grises para protegerla:

—Seáis quien seáis, señor, os damos las gracias.

Philip le hizo ponerse en pie. «Por la sangre de Dios, es tan alto como yo este tipo».

—¿Quién sois? —le preguntó Philip.

—Me llamo Anselm —dijo el hombre—. Soy un maestro cantero de Saint-Ybars.

—¿Adónde os dirigís?

—A la fortaleza de Trencavel en Montaillet. Esperamos encontrar protección allí de los crosats: los cruzados.

—¿A qué distancia se encuentra? Esos hombres volverán a por vosotros.

—Podemos desviarnos hacia el este, atravesando el bosque. El camino es bastante más largo, pero les resultará más difícil encontrarnos.

—Entonces, eso es lo que debéis hacer. Descansad aquí si os place, pero aseguraos de partir antes del amanecer.

—¿Podemos saber quién nos ha salvado? Habláis como un hombre del norte, como un crosat.

—Soy un hombre del norte. Me llamo Philip de Vercy, y soy de Borgoña.

—¿Por qué no lleváis la cruz? ¿Y por qué nos habéis ayudado?

—No soy un cruzado. Estoy aquí porque busco a una persona, una sanadora. Quizá la conozcáis, pues es en Saint-Ybars donde me dijeron que vivía.

Anselm frunció el ceño y miró a su esposa, y luego de nuevo a Philip:

—¿Habéis hecho todo este camino desde Borgoña para buscar a una sanadora?

—Se llama Fabricia Bérenger. ¿La conocéis? ¿Está aquí, con vosotros? —Philip señaló hacia la joven que temblaba en una esquina de la cabaña. Consciente de su atención, la chica agachó la cabeza—. Y bien, hombre, hablad.

—¿Cómo es que conocéis su nombre, señor?

—Su reputación la precede. La primera vez que oí hablar de ella fue a una sanadora que vive en mis tierras. Ella, a su vez, conoció su existencia a través de un peregrino que acababa de regresar de Toulouse.

—¿Qué queréis de ella?

—Mi hijo se está muriendo. Vine aquí para pedirle ayuda. Quiero que venga conmigo a sanar a mi hijo, pues está demasiado enfermo como para traerle a estos pagos. —Philip reparó en la mirada que intercambiaron el hombre y su esposa—. ¿Conocéis a esa mujer?

—Debéis de tener una enorme fe para hacer algo así.

—Él es todo cuanto tengo. Si pierdo a mi hijo, lo habré perdido todo. ¿A eso se le llama fe o desesperación? No lo sé. Por favor, contadme lo que sepáis.

Anselm lanzó un suspiro:

—Esa mujer que buscáis… es nuestra hija.

—¿Vuestra hija?

—No sé si puede hacer los milagros de los que habláis. Si tal cosa es cierta, entonces a ella y a nosotros no nos ha traído más que desgracias. Hace meses que abandonó Saint-Ybars.

—¿Adónde fue?

—Al monasterio de Montmercy.

—¿Entonces está viva?

—Sí, está viva, gracias a Dios. Se dirigió allí para buscar un poco de paz. En el pueblo, la gente le llamaba bruja y santa; fuera como fuese, no la dejaban vivir en paz, así que decidió tomar los hábitos. Ignoro si eso sirvió de algo.

—¿Dónde está ese monasterio? ¿Cómo puedo encontrarla?

—Está en el este, en las montañas que se alzan en las proximidades de Montaillet, adonde nosotros nos dirigimos. Pero la manera más rápida de llegar es siguiendo la calzada romana, aunque para ello tendréis que regresar por donde habéis venido. Veréis la abadía a unas cuatro leguas de distancia. Hay un espolón con forma de cuerno: allí lo veréis, bajo una montaña a la que dan el nombre de Mont Maissac. —Anselm colocó una mano sobre el brazo de Philip—. Señor, por favor, si vais allí, decidle que estamos bien. Sin duda no tardará mucho en oír hablar de las masacres que están teniendo lugar por estas tierras. Decidle que seguimos con vida y que le enviamos nuestras bendiciones, y que no hay día en que no recemos por ella. Decidle que nos dirigimos a Montaillet.

 

 

Había caído la noche. Philip vio a Renaut sentado a solas junto al fuego, bajo los árboles. Se sentó con él y le sacudió los hombros, incapaz de ocultar su excitación:

—¡La he encontrado!

—¿Señor?

—¡A la sanadora! ¡Su madre y su padre se encuentran entre los refugiados! Me han dicho que no está muy lejos de aquí, en un monasterio llamado Montmercy. ¡No es más que un día de viaje!

—Señor, ¿os dais cuenta de lo que hemos hecho hoy? Los hombres a los que hemos matado portaban el emblema de los cruzados. Aun cuando ellos no nos hayan reconocido, o no hayan reparado en nuestros gallardetes, pronto descubrirán quién ha tenido la osadía de atacarlos. Eso nos convierte en herejes. Aunque no dudo que hemos hecho lo justo, estaremos en muy grave peligro mientras permanezcamos en el Pays d’Oc.

—¡Está viva, Renaut! No voy a rendirme ahora.

Renaut sacudió la cabeza.

—¿Tenéis algo más que decir al respecto?

—Soy vuestro escudero y vasallo. Si decís que os siga, os seguiré.

—Mañana encontraremos a la joven, y luego nos marcharemos de este lugar maldito.

Renaut no respondió; se limitó a mirar sombríamente el fuego.

Philip se alejó de él. «Tendré que dar la noticia una vez más», pensó, «y luego me buscaré una mullida porción de hierba en la que tenderme para descansar». Encontró a Loup bajo el brazo de Guilhemeta, chupándose el dedo y casi dormido. La mujer lo sostenía contra su pecho mientras le acariciaba el cabello. «Podría ser su hijo», pensó, «y ella su madre». Se agachó frente a ambos. Loup abrió los ojos, somnoliento.

—La que hemos montado hoy, ¿verdad? —dijo.

Loup se incorporó de un salto:

—¡Oh, no! ¡Me ha encantado! ¡Los habéis aplastado! ¡Huyeron como mahometanos!

—No hables de cosas que no comprendes, muchacho. Lo sucedido aquí puede haberte entusiasmado de momento, pero tendrá malas consecuencias para nosotros si esos hombres vuelven con el resto de su ejército. Escúchame bien, los aldeanos se adentrarán en el bosque con la primera luz del día. Se dirigen a un lugar llamado Montaillet, una fortaleza donde dicen que estarán protegidos. Irás con ellos.

—¿Irme con ellos? ¿Pero por qué? No, quiero quedarme con vos.

—Imposible. Si te vas con la mujer, estaréis a salvo, y podréis ver el verano en Montaillet. Cuando llegue el invierno todo esto habrá acabado. El conde de Toulouse y el rey de Aragón vendrán con sus ejércitos y acabarán con éstos que se hacen llamar cruzados.

—¿Nos abandonáis, pues?

—Lo que hago es garantizar vuestra seguridad. No puedes acompañarme. Siempre te lo he dejado bien claro.

El niño arrugó el labio:

—Pensaba que erais mi amigo.

—Soy tu amigo, no tu padre.

Se marchó de allí, encontró una zona despejada y cubierta de hierba bajo un raquítico roble junto al fuego y se envolvió en su manto. Intentó dormir.

Pero el sueño no sobrevino. No podía dejar de pensar en su adversario del valle, el tipo de la barba roja. Aquellos hombres no iban a olvidar ni la burla ni el insulto. Tarde o temprano, regresarían.