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Asselin estaba tendido boca abajo sobre una mesa, desnudo, blanco, velludo. Un chino, gordo e imperturbable, le daba un masaje sin miramientos. A su alrededor, una veintena de invitados contemplaban el espectáculo. Variopinta concurrencia en la que había tanto un elegante indochino como un mocetón pelirrojo de aspecto irlandés.

La propia Yvette abrió la puerta cuando Éliane se presentó. Siguieron por el largo pasillo de la suite hasta el salón donde Asselin recibía el masaje.

Al verla, dijo en voz alta:

—Señoras y señores, saluden, he aquí la mujer a la que amo.

—Burro —masculló Yvette entre dientes.

Éliane entró en el salón, se acercó a Asselin, que probablemente, se había dado valor trasegando algunas copas. —Te lo perdono todo— le anunció. Ella sonrió.

—Yo no.

Asselin hizo un gesto fatalista.

—No tiene importancia, me voy.

El masajista multiplicó sus golpes. Asselin hizo una mueca de dolor y volvió el rostro hacia el chino.

—No te prives y no me prives. Es el último. Hazlo inolvidable.

Dirigió la mirada hacia Éliane. La noticia, a fin de cuentas, parecía haberla entristecido un poco. Se sintió contento.

—Sin mis chinos, no habría pasado aquí la mitad de mi vida…

—¿Por qué te vas?

—Despedido… Expulsado… Echado… De patitas en la calle… ¿Captas? —No.

—El Frente Popular es como tú, como los militares, como todo el mundo… No quiere a Guy Asselin.

—¿Adónde vas?

—Aterrizaré en alguna parte, en algún minúsculo punto del imperio. —Indicó por señas al chino que ya tenía bastante; se levantó, se puso un batín de seda bordada—. Expulsan a los inocentes —murmuró dirigiéndose a Éliane—. Se disponen a liberar a los culpables.

Vio que su rostro se iluminaba: ella había comprendido. Apartó la mirada, dio varias palmadas para obtener silencio.

—Bebed, amigos míos, bebed para que olvide mi desgracia. Y si os gustan los secretos, interrogaos los unos a los otros, lo sabéis todo de Saigón. Yo sólo era el buzón, la central de Correos… Os libero de vuestro juramento de silencio. Esta noche podemos decirlo todo.

Tras una señal de Asselin, Perrot puso un disco en el fonógrafo. Era una rumba. Los invitados vacilaron. Entonces, Asselin, con los ojos cerrados, se puso a bailar solo. A Éliane le pareció algo patético. Se acercó a él y juntos bailaron una rumba de despedida. Concentraron su atención en la impecable ejecución de las figuras. Bailaban perfectamente acompasados.

Éliane abandonó los brazos de Asselin cuando pasaban ante una hermosa y distinguida china. Con toda naturalidad, Éliane le dejó proseguir la danza en sus brazos y abandonó el salón donde estaban formándose otras parejas.

En el pasillo, encontró a Yvette que le cerraba el paso.

—¿Cree usted que tengo un destino?

Estaba borracha.

—Vuelva enseguida junto a Guy —le dijo Éliane—. No es un hombre al que pueda dejarse solo. Ese tipo de hombres no dejan nunca de herirse.