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El hombre que avanza entre las columnas blancas y las verdes plantas del hotel Continental sorprende e inquieta. Tiene cincuenta años, una incipiente barriga deforma el paño blanco y ligero de su traje. Podría ser un colono desgastado por años y años de clima tropical. Sin embargo, bajo la barriga, la osamenta es poderosa; bajo los pesados párpados, la apagada mirada asusta. Sorprendente mezcla de violencia, ironía y frialdad. Es un combatiente en marcha, y sabe —aunque le importa un bledo— que va a perder.
Su paso no se modificó al entrar en la terraza del bar, entre las conversaciones, las risas, el ruido de vasos. Sin una mirada, sin un saludo, pasó ante la mesa que presidía el almirante y a la que se sentaban oficiales y notables. No escuchó —o fingió no escuchar— a un oficial que observaba sin bajar la voz:
—El señor director de la Policía ha regresado de su viaje.
—¿De qué humor está? —preguntó el almirante.
—¡Quién sabe!
Entonces, el almirante volvió discretamente la cabeza hacia Guy Asselin, director de la Policía, que se sentaba a la mesa de Éliane.
Éliane y Asselin se miraron en silencio. Nadie puede decir si sienten ternura o se desafían con la mirada. Luego, Asselin tomó la mano de Éliane y, sin apartar la mirada, posó en ella los labios.
—Es bueno, muy bueno volver a verte. Siempre.
Éliane fue la primera que apartó los ojos. Inspeccionó rápidamente la terraza, todas aquellas miradas vueltas hacia ellos.
—¿No te parece que, para ser un secreto, hay mucha gente?
Asselin chistó con el dedo en los labios. Un camarero con la blanca servilleta en el antebrazo, correcto, silencioso, depositó a su lado un cubo de hielo y su botella de champaña.
—Lujo… misterio… ¡qué risa! —dijo Éliane.
Mientras Asselin servía el champaña, añadió:
—¡Sabes que con eso basta para seducir a una mujer!
Pero el hombre ya no sonreía.
—Pareces cansado —dijo Éliane.
—Acabo de llegar de Cantón.
Manoseaba la luminosa copa, de un dorado pálido, gaseoso.
—La ofensiva está lista. Los comunistas y los nacionalistas están totalmente de acuerdo. Tienen incluso la bendición de Moscú.
De pronto, levantó su copa:
—¡Por nosotros, pues!
Indecisa, Éliane le contemplaba. Las bromas de Asselin la habían desconcertado siempre.
—Ahora ya no tienes elección —dijo—. Tendré que protegerte. Probó el champaña y eso le permitió bajar los ojos al concluir:-Y para proteger nada hay mejor que una boda.
—¿Y si dejaras de mezclarlo todo?
—Sólo tenemos una vida, Éliane, no lo olvides.
Se había inclinado hacia ella, por encima de la mesa, le había tomado ambas manos, pese a las miradas de las mesas vecinas, pese a que, sobre todo, a ella la molestara aquella sinceridad brutal, intensa.
—Guy, nos están mirando.
—Me importa un bledo.
Había replicado en voz alta y fuerte, sin vacilar. Seguía sujetando las manos de Éliane, las apretó. —No— dijo ella.
—¿No qué?
—Lo de la boda, no.
Él le soltó las manos.
—Muy bien, muy bien…
Hablaba casi en voz baja.
—¡Viva la amistad! —dijo levantando de nuevo su copa.
Por sus ojos pasó algo violento, inquietante, que Éliane afrontó sin parpadear. Levantó a su vez la copa, como si la ligera transparencia del champaña pudiera protegerla. Protegerla mejor que una boda.