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—Deme a Le Guen —dijo Asselin.

Se había permitido el placer (y sin duda era el último de ese tipo) de invitar al almirante a su mesa del Continental.

—No —contestó el almirante.

—¿Qué hará con él?

—Espero instrucciones de París.

Asselin sabía que Le Guen había cortejado a Éliane y sabía que el almirante no había apreciado demasiado ser relegado por un teniente joven. Sabía que el almirante sabía que, también el director de la Policía cortejaba a Éliane desde hacía años. Sabía que el almirante sabía que, si Le Guen no les había puesto cuernos a ambos, al menos los había convertido en sus infortunados rivales. Sabía que al almirante no le gustaba que lo supiera. Se inclinó por encima de la mesa y, en voz baja, acuciante, dijo:

—Déjemelo dos días. Necesito interrogarle. Lo que sabe sobre las organizaciones comunistas, sobre los jefes y sus escondites es de gran interés para la Policía.

El almirante se demoró encendiendo un cigarrillo.

—Tres puntos —dijo—. Uno: Le Guen no habla. Desde su arresto, no ha dicho una sola palabra. Ni siquiera a mi jefe de estado mayor, que es un compañero de su promoción.

Señaló a Charles-Henri, sentado a una mesa a pocos metros de distancia.

—Dos —continuó el almirante—: ¿hablará tal vez si se lo entrego? Prefiero no probarlo. Sus métodos son conocidos.

El tono se hizo cortante. Evidentemente, el almirante se complacía mucho con aquella enumeración, y se complacía más aún contrariando a Asselin.

—Tres —añadió—: Le Guen es un marino. Su caso será instruido y juzgado por marinos. Lo que interese a la Policía le será comunicado por las vías habituales.

Satisfecho de sí mismo, el almirante se levantó y alisó con gestos secos los faldones de su guerrera.

—Gracias —le dijo Asselin—. He aquí una nueva prueba de la ejemplar cooperación entre el ejército y la Policía. Mientras el almirante se alejaba tras haberse encogido imperceptiblemente de hombros, Asselin gritó para que le oyeran todos los clientes de la terraza del bar:

—¡Así se hacen grandes los imperios!