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La vida seguía como antes.

«El rumor de los pasos y las hojas muertas, la sangre que corre de la herida del árbol, y sobre todo, lo que a mí más me gustaba y no gusta a la gente, el olor de caucho.

»Vivíamos en paz —dirá Éliane, años más tarde cuando se explique ante el joven Étienne, rememorando juntos fragmentos de su propia memoria y lo que ella haya adivinado, oído, reconstituido de las incertidumbres y las etapas oscuras de aquella época.

»Yo no había vuelto a ver a Jean-Baptiste, pero no podía olvidarle. ¿Qué había sabido la gente de nuestra historia? En cualquier caso, nada de mi angustia. Yo ocultaba muy bien mis sentimientos. Y, además, vivíamos en paz e ilusionados…

»La situación explotó el día de la fiesta de la Paz y la Tranquilidad. Como cada año, mi padre y yo éramos los únicos europeos invitados por el mandarín».

Émile Devries había comprado para aquella circunstancia un traje y un sombrero nuevos. Bajo los ojos admirativos y risueños de Hoa, su pequeña congay, se había rociado con perfume, había hecho poses durante largo rato, girando sobre sí mismo como un maniquí. Hoa repetía:

—Émile muy guapo, mí, mucho orgullosa.

En el momento en que Éliane, con un vestido rojo y sombrero a juego, salió a la terraza, la pequeña congay, discreta, se refugió en el interior de la casa. En cuanto a Devries, hinchó el pecho, irguió los hombros, con una mano en la cintura y el otro brazo levantado.

Éliane respondió con una mímica de exagerada admiración a tan afectada pose.

—¡Pero si te has teñido el bigote!

Émile se llevó las manos a los labios.

—¿Sabes?, la pequeña My, la hija menor del mandarín —dijo en el tono de una confidencia—. Este año cumple quince años… Y siempre le he parecido guapo.

Éliane lo cogió del brazo.

—¿Quieres seducirla?

—¡Búrlate! ¡Búrlate…! Su padre acaba de tomar una tercera mujer y tiene la misma edad que yo.

Los niños celebraban la Fiesta de la Paz y de la Tranquilidad tirando petardos. Todo olía a pólvora e incienso. Éliane y su padre se habían colocado en primera fila, a un lado del patio, frente al mandarín que oficiaba, rodeado por su nueva esposa, sus hijos y los notables del departamento, vestidos todos de negro. Éliane escuchaba con afecto y respeto al mandarín mientras pronunciaba las palabras rituales de la fiesta; a Devries le interesaban más las jovencitas. En el centro del patio, el incienso ardía en las grandes urnas de los sacrificios.

Éliane no recordará el encadenamiento exacto de sus pensamientos y gestos ni, sobre todo, cuándo «sucedió». Recordará, esencialmente, la extraña angustia —que más tarde será fácil denominar «presentimiento»— que se había apoderado de ella durante todo el viaje en coche desde su casa hasta la pequeña pagoda del mandarín. Pero, después de que rompiera con Jean-Baptiste (¿o fue él quién rompió con ella?, ¿o quizá no había nada lo bastante fuerte como para que fuera necesario romperlo?), sentía, en los escasos momentos de la vida cotidiana que el trabajo le dejaba libre, esa sensación de vacío vibrando entre su vientre y su pecho. Había conocido ya algo parecido, tras la muerte de François; un poco de opio era un excelente remedio.

Luego, el coche los depositó, a su padre y a ella, a la entrada del patio; se encontraba mejor, apenas se sobresaltó cuando un petardo estalló a sus pies; entró para participar en la ceremonia como cada año, y como cada año se sentía indochina, «asiática», orgullosa y feliz de pertenecer a ese país, de ser la única blanca invitada a la Fiesta de la Paz y de la Tranquilidad, como, en la metrópoli, en un pueblo de provincias, se habría sentido orgullosa de colocarse en primera fila en la iglesia donde se celebrara la Pascua o la misa de medianoche. El mandarín le gustaba; y le gustaba más todavía cuando presidía un rito: era Indochina, la verdadera, la de siempre.

Ese fervor, profano, profundo (mientras su padre examinaba complacidamente a My, la última hija del mandarín) le permitió comprender en primer lugar que algo anormal sucedía. Los labios del mandarín seguían moviéndose, pero de ellos no brotaba sonido alguno. Y, de pronto, un hilillo de sangre corrió por su nariz, se dirigió a la mejilla, siguió la comisura de los labios y goteó desde la barbilla. Estalló un ramillete de petardos. Sin ruido alguno, el mandarín fue inclinándose en una lenta reverencia y, cuando su rostro tocó las rodillas, el cuerpo entero cedió y cayó a los pies del sitial.

Éliane corrió, trepó por los peldaños de la pequeña pagoda cuando toda la concurrencia comenzó a comprender a su vez: el mandarín había sido asesinado, los disparos se habían confundido con los petardos de los niños. Brotaron gritos. La gente corrió en todas direcciones, estallaban otros petardos, Devries se unió a su hija, arrodillada junto al mandarín que yacía, con los ojos abiertos, un agujero en mitad de la frente y el rostro cubierto de sangre. Tras ellos, alguien gritó:

—¡Señora Devries, señor Émile! ¡Vengan enseguida!

Éliane, veinte años después, explicaría: «Aquel día hubiera debido comprenderlo. Mi sueño, mi sueño de Indochina, es decir, mi vida, concluía. No lo comprendí. No me apetecía. No tuve tiempo. Mi padre me cogió por el brazo: “Ven. Kim nos está llamando. Hay un problema en la factoría”. Le seguí. Y en aquel momento comprendí que iba a combatir, que si yo lo deseaba, el mundo —¡el mío!— no terminaría con la muerte del mandarín».

La factoría estaba intacta. En el terraplén, los coolies, asustados, habían sido reunidos por los cais, que los mantenían a distancia. Éliane, al bajar del coche, lo vio enseguida. El depósito de las grandes cubas para el caucho ardía; de él brotaba una espesa humareda negra y acre. Chevasson, el administrador, dirigía una hilera de niños que se pasaban de mano en mano unos cubos demasiado pesados para ellos. Nadie se había atrevido a entrar en el edificio incendiado. Tiraban agua desde el exterior, a bastante distancia. Pese a la importancia del humo, parecía que el incendio iba apagándose. Dos adolescentes intentaban poner en marcha una rudimentaria bomba de agua.

Éliane cruzó el terraplén con paso decidido. Los coolies estaban nerviosos, se veía, se sentía. Un solo error, una sola torpeza, una pizca de nerviosismo por su parte, y todo era posible: la huida, la rebelión; bastaba que algunos reunieran valor para enfrentarse con los cais, y los cais eran poco, sólo la autoridad de Éliane y de su padre les permitía contener a los coolies. Los oyó murmurar (¿gruñir?) a su paso.

Chevasson estaba empapado en sudor, en el mal sudor del miedo. Y tenía los dilatados ojos de un ave perseguida.

—Creo que hemos conseguido dominar el fuego… —dijo.

No podían perder tiempo ni contar con aquel administrador. Combatir. Combatir…

—¿Cuándo se podrá proseguir el trabajo? —preguntó Éliane—. Deben vaciarse y limpiarse las cubas.

Mirada de pájaro que no puede fijarse, que sólo ve su propio miedo. Chevasson balbuceó:

—Mañana, creo.

—Imposible. Eso sería ya concederles una victoria.

—¿Y por qué no ahora?

Los ojos de pájaro se inmovilizaron.

—No quieren entrar en la fábrica. Dicen que van a dispararles, que los abrasarán.

—¿Pero quién?

Entre los agachados coolies, en primera fila, un hombrecito enclenque, con los ojos brillantes de terror, gritó:

—¡Bum! ¡Peligro! ¡No posible trabajar! ¡Explosión!

Éliane miró al coolie, luego a Chevasson, por fin la puerta de la factoría. Los miró aunque sin verlos. Estaba concentrándose en su decisión: combatir, avanzar. Avanzó hacia la factoría.

Chevasson, con un grotesco bamboleo de su cuerpo y sus enormes caderas, la alcanzó:

—No vaya, señora. Creo que también ha habido disparos.

Éliane siguió avanzando. Con una voz sin entonación, pero llena de cólera y desprecio, replicó:

—Usted cree o deja de creer, se han producido o no se han producido. ¡Decídase!

Chevasson se quedó clavado en el suelo. Su mirada de pájaro asustado recorrió las filas de coolies, repentinamente silenciosos, y regresó a la patrona, que empujó la puerta del depósito, se dirigió hacia las cubas ennegrecidas por el humo, se detuvo, se volvió hacia todas aquellas miradas ansiosas que la seguían y gritó en annamita:

—¡No peligro! ¡No explosión! —Luego, cruzó la desierta factoría hasta la columna en la que estaban colocados los mandos eléctricos—. Raymond, ¡vuelva a poner el grupo en marcha!

Chevasson no se movió. Habría sido incapaz de hacerlo. Sólo sus pupilas, dilatadas por el terror, se movían en todas direcciones.

—Es muy peligroso. Tenemos que esperar a la policía.

—¡Kim, el grupo!

Combatir, avanzar, mandar. Si un subalterno flaquea, sustituirle en el acto. Éliane pensó, muy deprisa, en Jean-Baptiste, comprendió que tuvo que incendiar el sampán sospechoso, le admiró. Luego el motor petardeó. Kim había obedecido. Ya era administrador. Había puesto el grupo en marcha. El motor funcionaba con un ronroneo de gato gigantesco.

Éliane olvidó a Jean-Baptiste. Bajó la clavija. Una correa se puso en marcha, lentamente primero y luego alcanzando su ritmo: las laminadoras estaban en marcha. Por las rendijas de las junturas se escapaba el humo.

Émile Devries entró en la factoría, se quitó la chaqueta —aquella hermosa chaqueta que había exigido cinco pruebas—, la arrojó en cualquier parte y se colocó ante una laminadora. Tomó de un depósito una placa de látex coagulada, la puso en la máquina. La placa volvió a salir, aplastada, sobre una cinta transportadora. Devries había colocado ya otra en la laminadora. Con el dorso de la mano, se secó las gotas de sudor que brillaban sobre sus cejas.

Fuera, los coolies ni siquiera murmuraban ya. Observaban, estupefactos, al patrón y a la patrona trabajando. Chevasson se frotaba la frente, como si quisiera arrojar de ella aquella desventura: había perdido su puesto. Por otra parte, Kim, mezclando el francés y el annamita arengaba a los obreros:

—¡Señora Éliane y señor Émile vivos! ¡No peligro! ¡Limpiar cubas!

Y predicando con el ejemplo, entró en la factoría y reemplazó a Devries al comienzo de la cadena. El anciano se sentó, agotado.

Éliane, veinte años más tarde, contará a Étienne: «Entonces se levantó un coolie, luego otro y otros más. Entraron en la factoría, ocuparon sus puestos en las cubas y los secaderos. Uno se puso delante de mí, tomó la placa de látex y prosiguió el trabajo como si yo no estuviera. Salí. En el terraplén hacía mucho calor. Caminé entre los carros. Me refugié en el almacén. Olía a humo tibio: era el olor de la derrota, pero allí, en la factoría, todos creían que yo había ganado. Y lloré, ¿sabes? Me oculté en un rincón oscuro y lloré».