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Sin embargo, tras semanas de investigación, Minh y Castellani fueron a dar cuentas de sus progresos.
Asselin los había citado en un templo chino. Al señor director de la Policía le encantaba dar citas extrañas. Elegir el lugar era obtener ventaja.
Llegó seguido de dos adolescentes que llevaban sus maletas.
—¿Ha tenido un buen viaje, señor director? —preguntó Minh.
—Útil, pequeño Minh, útil como siempre. China es el gran depósito. ¿Y ustedes?
Minh siguió a Asselin hacia la gran sala del templo. Allí estaba Castellani.
Parecía abatido.
—Bueno, Castellani. Estoy hablándole.
En el centro de la sala, una mesa, a cuyo alrededor había una decena de personas: los responsables de las redes auxiliares, agentes secretos y chivatos. Todos indochinos.
—Nada —murmuró Castellani—. Nada, claro… Hace más de cuatro meses que damos vueltas por Tonkín. Pues nada. Nuestras redes de chivatos (tendió una desengañada mano hacia los indochinos sentados en torno a la mesa): nada… Amenazas: nada… Promesas de recompensa: nada… Está claro: o están en China o se han ahogado. Debemos detener el gasto. Yo abandono…
—¡Ni hablar! La encontrará usted, no tiene nada más que hacer. La encontrará aunque deba emplear toda su vida.
Asselin había puntuado sus frases golpeando a Castellani en los bíceps, pequeños golpecitos secos, malignos, dados con los dedos. ¿Pero qué le había pasado al maldito corso, que ni siquiera era capaz de llevar a cabo una venganza? Asselin había permanecido algún tiempo en China por obligaciones profesionales, es verdad, pero también para no tener que seguir soportando las preguntas y las angustias de Éliane.
—El inspector Castellani tiene razón —dijo la voz risueña de Minh—. Nunca la encontraremos.
Asselin palideció. A fin de cuentas, Castellani no había obtenido más resultado que una mula: estaba previsto. ¿Pero y Minh? Pensó en lo que debería explicar a Éliane, en las tranquilizadoras mentiras que debería inventar para ella. ¿Hasta cuándo? Se sentía cansado de antemano.
—Detened las investigaciones —dijo.
Castellani arqueó las cejas hasta que cubrieron su estrecha frente.
—¿Qué está diciendo?
—Detened las investigaciones.
Con el dorso de los dedos, Asselin golpeó violentamente el hombro del corso, como si golpeara, de volea, una pelota de tenis, con la esperanza —raras veces recompensada— de que la fuerza del golpe compensara los defectos de su impaciente táctica. —¿Está claro o no?— chillaba a Castellani, que se manoseaba el brazo dolorido.