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Pese a la frustrada velada, Éliane y Asselin continuaron viéndose cuando ella iba a Saigón para resolver asuntos de la plantación. No se reunían ya en la mesa del Continental. Ella no habría soportado las miradas ni escuchar los murmullos o las reflexiones sobre Camille. Asselin lo había comprendido y la citaba en las calles más apartadas de Cholon, lejos de los grandes casinos y los reputados burdeles. Caminaban uno junto al otro. Los seguían dos carricoches cuyos conductores charlaban en voz muy baja.
Normalmente, Éliane apenas hablaba. Esperaba que Asselin le comunicara las últimas noticias de la investigación. Nunca había nada nuevo, pero, Asselin se recreaba en los detalles insignificantes para complacerla, tranquilizarla un poco y mantener su esperanza.
Otras veces, ella se desahogaba. Sin duda estaba muy sola, pensaba Asselin, pues no era aficionada a las confidencias. La escuchaba con atención. No sabía qué hacer para consolarla.
—Esta mañana he necesitado una hora para reunir el valor de levantarme e ir hasta el cuarto de baño. A mediodía he preparado con Kim el jalonado de una parcela: durante diez minutos sólo he pensado en mi plantío de heveas. Y luego, hace un rato, al vestirme, he caído de rodillas y me he puesto a sollozar. Y ahora estoy aquí, casi alegre… A veces, la desesperación disminuye: puede parecer que se ha evaporado. Terminado… Otras, me domina por completo. ¿Me juras que no estás ocultándome nada?
—Siempre es lo mismo. Por todas partes dicen que la han visto; los confidentes se están volviendo locos. Comprobamos cada pista, pero, a fin de cuentas, nada. Se está convirtiendo en una leyenda, una Juana de Arco de Indochina.
—¿Sigues creyendo que está viva? Dime la verdad. ¿Vas a encontrarla? —Sí, la encontraré.